domingo, 17 de agosto de 2008

Leyenda popular mataca
“La carne y todos los huesos se vuelven a la tierra, pero el espíritu se vuelve como un pájaro o como cualquier otra cosa. Cuando uno se muere, sale el espíritu de uno, pero sale de noche. Anda de noche. Esos silbidos que se sienten son de nosotros cuando uno se muere. Anda por acá nomás y silba; es lo que a veces uno siente. Los pájaros son los espíritus de los antiguos, pero los de ahora son los silbidos que salen de noche. De día no, porque uno no puede verlos. Cuando uno anda, con la luna, lo ve como una sombra; entonces se pierde abajo y sale allá. Pero uno no puede ver al espíritu. Así como de día ve la sombra del sol, así es. Igual es la sombra de los criollos que de los matacos. No come pero baila. Apenas se muere uno, esa noche ya anda el espíritu del muerto.”




Naufragios (1555)
A cabo de estos cuatro días nos tomó una tormenta, que hizo perder la otra barca, y por gran misericordia que Dios tuvo de nosotros no nos hundimos del todo, según el tiempo hacía; y con ser invierno, y el frío muy grande, y tantos días que padecíamos hambre, con los golpes que de la mar habíamos recibido, otro día la gente comenzó mucho a desmayar, de tal manera, que cuando el sol se puso, todos los que en mi barca venían estaban caídos en ella unos sobre otros, tan cerca de la muerte, que pocos había que tuviesen sentido, y entre todos ellos a esta hora no había cinco hombres en pie.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca

sábado, 16 de agosto de 2008

ADVERTENCIA

NO ES UN ERROR: EL "PRIMER CAPÍTULO" ES EL XLI, LUEGO SIGUE EL I
Muchos de los personajes que aparecen en esta novela son reales, pero la mayoría de las situaciones que se relatan son ficticias.
Hay episodios que en verdad sucedieron. Algunos los viví yo mismo en Formosa y otros han sido relatados por mi hermano Ángel en un cuaderno donde registraba la historia de su radicación en esa provincia. Pero todos estos sucesos han sido trasladados a los distintos personajes de forma que no respetan la realidad.
Queda ahora como trabajo para el lector, descubrir la diferencia sutil entre lo que sucedió y lo que sólo es fruto de mi imaginación.
El autor

CAPÍTULO XLI

Sergio Peralta vaga por las calles de Moreno tratando de encontrar en cada hueco, en cada sombra, a Mercedes y a Mirta. Buscando en el presente, un pasado que ya no existe.
En esa alma errante persisten los recuerdos, verdadera forma del infierno, castigo eterno. Trata de asir inútilmente lo que ya fue y que nunca volverá a ser.
Las voces de sus pensamientos rebotan en las casas urbanas como si fueran el eco de lo que ya no existe, y se esparcen en los escasos baldíos de las afueras.
Algunos vecinos dicen que en las noches serenas se escucha un silbido que a veces es un canto que poco a poco se transforma en tango y después en lamento:
“¡Cómo te extraño! Pero no sé si lo que extraño es aquella linda sonrisa que conocí hace tanto tiempo o es este algo que fui creando desde tu nada hacia mi eternidad.
¡¿Por qué no te vas de una vez?! No escuches mi llamado: olvidá esta mano que te está atrapando y andate para siempre.
Manzi y Cadícamo se unieron para darnos la letra de un tango y ese murmullo nos está haciendo creer que estamos vivos.
¡Pero es inútil! Seguís danzando con la muerte tu tango de recuerdos. Un tango que nunca muere.
Los que no creen en fantasmas, se ríen de los crédulos afirmando que esa historia no es más que la rémora de algún poema de Hilario Ascasubi, con su volvedor Santos Vega.

Pedro Rafael Olivares quiere escaparle al infinito vagando sin rumbo por los esteros y los montes de Villafañe.
Su infierno es pensar que esa huida infructuosa será para siempre. Que no cambiará a través de los siglos.
Su lamento se confunde con el vaho que sube desde los esteros y se transforma en un silbido que los lugareños adjudican al “pombero”, ese pequeño duende que te acompaña si sos bueno y te ataca si sos malo. Su alma muda balbucea, sin palabras, un carpe diem:
No quiero la eternidad. Quiero el momento, sin la pesada carga de la realidad fingida. No quiero ser el sueño sin fin ni la vigilia eterna.
Quiero el Ya, el ahora. Aún no es tarde para empezar a arder en la ceniza, para pensar en el presente sin nostalgia ni esperanza. Las vísperas no existieron (y aún no existen).
No quiero la eternidad ¡Quiero el momento!
Por una convención secular, creemos que el sol acaba de aparecer iluminando las calles de Moreno. Creemos que el sol de Villafañe ha aparecido también, reflejándose en los esteros dormidos.
Sabemos, por haberlo estudiado en la escuela, que no hay dos soles. Que es el mismo sol; y que no aparece, sino que son los distintos lugares del planeta los que se van exponiendo a sus rayos a distintas horas. Y sabemos que, aunque esté nublado o sea de noche, el sol sigue brillando en el espacio.
Para los antiguos hombres de nuestra civilización el sol era un dios, para los antiguos guaraníes era el adorno que el dios Ñanderubusu llevaba en el pecho. Para la ciencia de hoy es una estrella, centro de nuestro sistema. Pero no nos importa. Preferimos seguir creyendo y diciendo que el sol sale.
Creemos que la gente piensa, sueña y vive en la ciudad de Moreno. Creemos que la gente que piensa, sueña y vive en Villafañe, no es otra gente sino que son otros afanes y otros desvelos.
Preferimos ignorar el hecho cierto de que la gente no existe, que sólo es una palabra, que no es más que un título que se ha inventado para denominar a un conjunto de individuos que, paradójicamente, nunca es conjunto.
Y todos esos individuos, jugando a ser gente, queriendo ser montón, ignora que vaga en un planeta que a su vez vaga en una constelación, que a su vez vaga en un infinito de islas errantes, en busca de un dios que quién sabe en busca de qué Dios camina.

viernes, 15 de agosto de 2008

CAPÍTULO I

Es muy desagradable despertar con un fuerte dolor de cabeza, pero mucho más desagradable es el intuir, entre los sopores del último sueño, que el motivo del dolor es haber contenido el llanto durante muchas horas.
Se sabía solo, pero no quiso pensarlo. Demoró un largo rato esperando que el dolor cesara.
Tuvo la sospecha –la esperanzada sospecha– de que todo había sido una atroz pesadilla. En los sueños pasan horas, días y hasta años, en pocos segundos. Quizás todo el tiempo transcurrido desde que Mercedes había salido con Mirta de la mano, no había excedido de esa noche. Quizás el velorio... los velorios ni siquiera habían existido.
No quiso realizar ningún movimiento que le destrozara esa esperanza. Imaginó a Mercedes durmiendo a su lado. Intentó suponer que apenas él se sentara en la cama, ella iba a murmurar “¿Ya es la hora”? Después, mientras él se afeitara, ella le prepararía el mate y las tostadas; pondría la manteca en la mesa y se iría a dormir nuevamente. Lo dejaba solo para que pudiera disfrutar de esos minutos que tenía para sentirse dueño de su vida. Cuando se agotaba la pava de agua y después de tres o cuatro cebaduras, se preparaba para salir. Iba hasta el dormitorio para darle un beso a Mercedes y a Mirta –que ya había ocupado su lugar en la cama– y rumbeaba al trabajo, como todos los días. Una rutina que, como todas las rutinas, pretendía ser eterna.
Quiso creer que todo ocurría para siempre y que todavía estaba ocurriendo. El despertador aún no había llegado a la hora en que con su estridencia irrumpía en la vida de los humanos, pero él ya lo había detenido. Tenía cinco minutos para creerse dueño de sus horarios, proponerse que no iría a trabajar y luego resignarse. No quería en sus pensamientos nada que le indicara que la rutina se había quebrado para siempre.
Sin encender la luz, fue acercando la mano hacia la derecha de la cama matrimonial. Pronto llegó el resultado esperado y temido: el vacío. Y encontró más vacío al extender el brazo arrastrando los dedos por la fría sábana. Llegar al borde fue como llegar al final del sistema solar o, más aún, de alguna lejana galaxia.

El astronauta gira enloquecido, buscando entre las estrellas que bailan en torno, la lucecita que le indique que allí está la nave, que el regreso a la madre tierra está cercano. Cierra los ojos para ver lo imaginado y sueña que ve.


Quedó un largo rato pensativo. Años después, cuando recordaba aquel momento (que fue el comienzo de todo), no podía determinar cuáles habían sido sus pensamientos. Porque para la mente no existen pasado y futuro. Un presagio tiene la misma entidad que un recuerdo. Todo existe en el presente.
¿Imaginó (o predijo) todo lo que después sucedería? ¿O sólo lloró a su mujer y a su hija, absurdamente muertas “por error” en un atentado terrorista? Tal vez –se dijo en el futuro– no pensé en nada. Fue un dejar que el espíritu vagara por otros mundos (pasados o futuros) absorbiendo la savia nutritiva que luego le determinaría la acción a seguir.
Se levantó abruptamente como buscando (¿perdiendo?) la última esperanza. Rápida pero sigilosamente, recorrió el resto de la casa hasta que se convenció de que era cierto: estaba completamente solo. Supuso un destino fijado de antemano por un dios perverso. “estaba predestinado –se resignó– no había forma de evitarlo”.

Violentamente abre los ojos y gira la cabeza en todos los sentidos. Descubre que lo intuído es cierto: ha quedado flotando en el espacio ¡Para siempre!


Nadie sabe qué cosas o qué pequeños signos llevan al hombre a recordar momentos que estaban aparentemente perdidos para siempre. Otra vez los recuerdos y los presagios se mezclaban o, mejor dicho, se convertían en una sola entidad. Mientras ponía a calentar el agua para el mate (¡él, no Mercedes!), pasó por su cabeza como una ráfaga, el recuerdo de aquel suicida y del enigmático escrito que él le atribuyó, quizás caprichosamente.
Todo lo que le había sucedido le hizo retomar, sin razón visible, la memoria del suceso.
¿Cómo olvidarlo? Como tantas veces, revivió el día en que caminaba por la avenida Rivadavia, aislado del mundo en medio de sus cavilaciones. Llegando a la altura de la estación Liniers, vio que un gran muñeco caía desde lo alto de un edificio.
“¡Qué descuido!”, pensó. “¡Si hubiera caído sobre alguien, podría haberlo matado!”
Después se dio cuenta de que lo que había caído no era un muñeco, sino un hombre. Mejor dicho: que había sido un hombre.
Como siempre ocurre en estos casos, la gente se arremolinaba en torno al guiñapo que había quedado en el suelo, haciendo los más variados comentarios.
— Hace rato que lo vengo mirando — dijo un viejo pelado, señalando un balcón — “este se tira”, pensé. ¡Y se tiró, nomás!
Miró alrededor buscando aprobación, acaso admiración. Su gesto era el de aquel que cree que se las sabe todas. Quizás suponía que el haberlo previsto modificaba en algo la suerte de aquel despojo descalabrado que miraba a la concurrencia con ojos desorbitados. Alguien utilizó los avisos clasificados del diario que llevaba bajo el brazo, para taparlo piadosamente. No creyó necesario desperdiciar las hojas que aún no había leído en quien ni siquiera lo notaría y menos se lo agradecería.
Decidió alejarse sin investigar causas o motivos. ¿Para qué torturarse con aquel espectáculo cuyo final ya conocía?
El recuerdo de aquel suicida lo llevó a las mismas cavilaciones que tuvo aquella vez, cuando prosiguió su camino con un nuevo interrogante: ¿Qué extraño recoveco en la mente de un hombre lo lleva al suicidio? Sabido es que el ser humano ha ido suprimiendo sus instintos en beneficio de su inserción en la civilización. Pero un suicidio no responde ni al instinto ni a la cultura.
Otra de las respuestas que habría que encontrar, estaba referida al modo en que el suicida elige para terminar con su vida. En el caso que había podido presenciar, quien indefectiblemente iba a morir, tuvo tiempo de pensar, mientras caía, que ya no había remedio, que todo acabaría ¡YA! con la muerte.
Otros eligen una forma más expeditiva: un balazo en la sien. Quizás tengan dudas hasta el momento mismo de apretar el gatillo. Después, ni dudas. No tienen ni una fracción de segundo para pensar.
También están los que se tiran bajo un tren. Puede ser que éstos lo hagan con la esperanza de no morir. Tienen unos segundos para pensar en su trágico final. Algunos sobreviven varias horas y hasta varios días. Los menos, no alcanzan a morir y quedan mutilados, deformes o con taras mentales permanentes. ¡Cuánto tiempo para el ya inútil arrepentimiento!
La conclusión a la que arribó fue que el motivo que llevaba a un ser humano al suicidio no era sino la soledad. Y eso no significa estar sin familia o sin amigos, sino que la soledad deberá ser más íntima y profunda.
En cuanto a la forma elegida, estará más emparentada con el auto castigo o el castigo a quienes lo dejaron solo.
¡Cuántas cosas había para razonar cuando alguien cometía el acto insensato de un suicidio! Porque también está el tema de la vida eterna. No es muy creíble que todos los suicidas crean en otra vida en la que disfrutarán de la paz y el bienestar que ésta no les brinda.
Recordó también que aquella tarde lo sacó de sus meditaciones el hallazgo de un extraño papel. Le llamó la atención porque tenía dibujado con lapicera verde, un recuadro como el que hacen algunos mientras hablan por teléfono o esperan en algún consultorio o en alguna oficina pública. No entendía por qué lo recogió del suelo aunque aparentemente no se distinguía de otros papeles que lo rodeaban. Tampoco tenía mucha lógica relacionarlo con el suicida, ya que lo encontró a más de una cuadra de donde se tiró, pero calculando la dirección del viento lo encontró posible, casi imprescindible. Lo llevó a su casa donde cada tanto lo leía, tratando de encontrarle nuevos sentidos: al escrito y al suicidio.
Olvidando la circunstancia en que lo encontró, alguna vez lo leyó objetivamente y le gustó como cuento. Hasta estuvo tentado de enviarlo a un concurso literario, lo que lo obligó a borrar el “a quien corresponda” original y a titularlo “Los Otros”, con poca imaginación. Al fin lo recluyó en el cajón de donde hoy lo rescataba.
Tras todo lo que había vivido, aquella página cobraba un nuevo significado. Un cruento significado. Una vez más la leyó y, a medida que recorría las palabras, iba encontrando simetrías, paralelos con la vida real.


LOS OTROS.
“Nadie sabe bien de dónde vinieron. Se dice que el primero de ellos apareció en un pueblito de España llamado Peñalba o Piedralba. Unos decían que llegó caminando desde una aldea vecina, otros que nació allí mismo, por generación espontanea o por degeneración de la especie. Abundaron las teorías. Cada uno arriesgaba la suya, y el nacimiento de una, originaba la contrapuesta. El que decía que lo había enviado el diablo, se encontraba con el que lo consideraba enviado de Dios. Y aquella teoría que afirmaba que era el mismísimo diablo, engendró la otra, la que decía que era Dios.
Lo cierto es que el revuelo que causó la novedad dejó lugar, poco a poco, a lo que sería el primer error de Los Nuestros: se acostumbraron.
Cuando apareció su hembra sólo provocó algún comentario aislado. Naturalmente, como resultado inevitable, Los Otros se multiplicaron.
Al principio no causaban demasiadas molestias. Eran tan distintos, que los Nuestros los apartaban de la sociedad. Con el correr del tiempo se produjo un fenómeno de mimetismo y Los Otros se fueron confundiendo cada vez más con Los Nuestros. Claro que el parecido era sólo físico, porque sus costumbres estaban cada vez más alejadas de las nuestras.
Durante un tiempo todo siguió sin mayores inconvenientes. Casi sin notarlo. Los Nuestros se encontraron dentro de tal confusión, que se vieron obligados a ejercer una vigilancia estricta para evitar los perjuicios que podían causarles las acciones de Los Otros. Al principio esa vigilancia se hacía en turnos rotativos entre Los Nuestros, pero cuando Los Otros se transformaron en un latente peligro para la seguridad, hubo que crear un cuerpo especialmente dedicado a tal tarea.
Cuando yo era chico, todos los que me rodeaban eran Nuestros y cuidaban muy bien que no viera a Los Otros. Recuerdo que el primero que vi era tan raro que casi me causaba repugnancia. Con el correr de los años he visto a muchos y, paradójicamente, cada vez se me hace más difícil reconocerlos.
Son tantos los que descubro a mi alrededor, que a veces creo ser el único.”


A modo de firma sólo decía “1968”, escrito a mano con la misma lapicera verde con que estaba recuadrado. Teniendo en cuenta que el resto del escrito era mecanografiado, no dejaba de extrañar aquella data. ¿A qué se refería? ¿A la fecha en que el suicida lo escribió (si es que realmente lo había escrito) o al año en que lo encontró (si es que él no fuera el autor)?
¿Y por qué con tinta verde? El color verde, en la creencia popular, es esperanza. Recordó una vieja coplita que le cantaba su madre:

“Me gusta la cinta verde
porque es color de esperanza,
pero más me gusta la torta frita
porque me llena la panza”

No pudo menos que sonreír ante ese recuerdo tan intempestivo y tan lleno de nostalgias. Aquel recuerdo que lo llevaba a otros tiempos más llenos de ternura de madre que de atentados terroristas, más poblados de tortas fritas en tardes lluviosas que de mate solitario en las madrugadas desveladas.
Al fin, la elección de la tinta verde, podía haber respondido sólo a la necesidad de utilizar la única lapicera que tenía disponible el que había colocado aquella desconcertante fecha.

Comenzó una nueva digresión, esta vez destinada a recordar qué sucesos históricos habían ocurrido en 1968, pero no era muy versado en historia y en política, así que ni siquiera tenía presente qué gobierno había en aquella época. El sonido del timbre de calle lo sobresaltó. Torpemente escondió bajo una servilleta la carta del suicida, sin saber muy bien por qué lo hacía. Más tarde comprendió que su intuición lo había salvado.
Corriendo apenas la cortina de la ventana, pudo entrever a dos hombres junto a la puerta y a un tercero recostado en un automóvil estacionado. Creyó adivinar a otro en el asiento del conductor, pero pudo haber sido el apoya-cabeza del respaldo.
“Siempre vienen de a cuatro”, se sorprendió pensando, aunque no sabía muy bien quienes eran los que venían siempre de a cuatro, ni porqué venían siempre de a cuatro. Y si así fuera ¿Cómo sabía él que siempre vienen de a cuatro? Sin responderse a esos cuestionamientos, completó la idea: “número par”, se dijo. Y quedó satisfecho por haber redondeado el concepto, aunque de esa manera ahondaba más el misterio.
Su primera intención fue atenderlos en el porche o directamente no atenderlos pero, sin saber porqué se encontró invitando a entrar a esos dos hombres jóvenes que con amabilidad, pero también con firmeza y autoridad, no parecían admitir ninguna negativa.
Uno de ellos traía un gran bolso del tipo marinero. Con pocas palabras le refirieron que pertenecían a la Fundación Luis Ordoñes, dedicada a obras de filantropía y que traían el encargo de entregarle una importante suma de dinero como compensación por el accidente sufrido.
Sergio se alarmó. En un primer momento pensó en el seguro que tenía Mercedes, pero inmediatamente descartó que la compañía aseguradora le viniera a pagar a domicilio, cuando se sabe que normalmente para cobrar hay que enredarse en infinidad de trámites, cuando no iniciar un juicio. Le pareció en extremo inverosímil que dos personas desconocidas, después de haberse enterado de su “accidente”, se acercaran a él con una bolsa llena de dinero destinado a indemnizarlo. Eso podría ocurrir cuando alguien es culpable de algo e intenta detener un posible pedido de indemnización. Pero en este caso no se trataba de un accidente automovilístico que justificaría una demanda, sino de un hecho terrorista cuyos autores no habían sido descubiertos.
—¿Qué tiene que ver la fundación con ese “accidente”?– preguntó casi con indignación. Además puso algo de ironía (por lo menos eso creyó) al decir “accidente”. No parecieron sorprenderse ni molestarse por la pregunta.
— Nada, por supuesto. Comprendemos que la forma en que planteamos la cosa puede llevarlo a confusión. No somos terroristas ni subversivos. Como le explicamos recién, la nuestra es una organización filantrópica. La ayuda que presta está destinada a personas que como usted sufren alguna pérdida no material, en forma completamente injusta.
— La muerte siempre es injusta — replicó Sergio, comprendiendo inmediatamente lo desubicado de su acotación filosófica dentro del marco en que se daba la conversación.
Con la misma paciencia con que se atiende a un chico caprichoso, prosiguió aquel hombre:
—Usted sabe que su tragedia se divulgó a través de la prensa. Eso conmovió a los integrantes del Consejo Directivo y en su última reunión resolvieron destinar unos dólares para usted.
— Claro que de ninguna manera se trata de una indemnización por el dolor padecido — prosiguió el otro como leyendo sus pensamientos– Nunca podrá compensarse lo que ha perdido. Pero se ha creído que con ese dinero podrá hacer lo necesario para que su vida cambie: viajar, mudarse, tener otro trabajo o, en fin, cualquier cosa que le ayude a superar este duro trance.
Algo no le cerraba a Sergio.
— Mucha gente sufre dramas parecidos ¿Por qué me ayudan únicamente a mí?
—Eso es lo que usted cree. Son muchos los beneficiados y casi todos nos hacen la misma pregunta. Es que la ayuda que prestamos se realiza en forma absolutamente anónima. Justamente una de las condiciones que le imponemos antes de entregarle el dinero, es guardar el más estricto silencio. Ese silencio, claro está, puede tener la excepción de algún amigo discreto en quien usted confíe, pero de ninguna manera puede hacerse público.
— ¿Y si después no cumplo con lo pactado? ¿Me van a pedir que lo devuelva?
— No va a hacer eso — replicó el más alto — sabemos bien quien es usted y el grado de cumplimiento que tiene de sus promesas. Por eso no le haremos firmar ningún compromiso, nos bastará con su palabra.
— ¿Y cómo saben que soy confiable? — prosiguió Sergio con el mismo tono de protesta resignada que venía utilizando absurdamente ante esos hombres que venían a entregarle porque sí un montón de plata. Hasta que comprendió — Me investigaron...
— ¿No cree que es lógico? — El tono del hombre volvió a tornarse amable pero autoritario, aunque inmediatamente volvió la paciencia. — Pero no se preocupe. No se trata de una investigación tipo inquisición o servicio secreto. Bastaron unas preguntas a sus compañeros de trabajo y a algunos vecinos, para saber que usted es una persona de confianza y, por lo tanto, digna de nuestro apoyo. Sepa que tenemos una basta experiencia en el tema y que muchos que se encontraban en las mismas condiciones que usted han sido calificados como no aptos para recibir ayuda.

A continuación se desarrolló una escena casi absurda. Mientras uno de aquellos hombres sostenía el bolso marinero, el otro sacó de él un gran paquete envuelto en papel madera, que llevaba como única inscripción un pequeño logotipo que decía: “Fundación Luis Ordoñes” y, un poco más destacadas, las siglas “L.O.”
Se despidieron con amabilidad mientras Sergio seguía sentado con la actitud indiferente que había adoptado desde el principio.
— Quizás no sea la circunstancia oportuna, pero como seguramente ya no nos veremos más, nos gustaría desearle la mayor felicidad en su nueva vida.
— Tal vez me suicide, así paso a “mejor vida” – respondió lacónicamente pero sin intentar el tono de ironía que usó durante casi toda la conversación.
Tampoco esto sorprendió a los visitantes y, en un análisis posterior, Sergio imaginó un cierto gesto de alivio.
Ni siquiera los acompañó hasta la puerta que ellos mismos abrieron y cerraron luego. Estuvo un largo rato sentado mirando el paquete, hasta que se decidió a abrirlo. Descubrió con sorpresa que el dinero era tanto, que ni trabajando veinte años podría ganarlo. Eran dólares de baja denominación y con un cierto uso, como los que se exigen en el pago de un rescate.
Con el dinero a la vista prosiguió la mateada interrumpida, poniendo ahora su evasivo pensamiento entre la “nueva vida” y la “mejor vida”. Ahora sí que la escena era totalmente absurda.
¡Tantas veces había deseado tener lo suficiente para vivir sin sobresaltos y ahora que lo tenía no le daba importancia! Es que le faltaba el objetivo de su existencia: su mujer y su hija.




En medio de su turbación, descubre el arma con que está dotado su equipo de astronauta y duda entre usarla para evitar la lenta agonía que le espera en el espacio o impulsarse con ella hacia una esperanza remota.

jueves, 14 de agosto de 2008

CAPÍTULO II.

Ese día significó el comienzo de muchas cosas. Había podido descubrir la infinita soledad en que se había convertido su vida. El trino de los pájaros, que en otros días lo había llenado de una alegría inexplicable, hoy tenía gusto a recuerdo, aunque el canto se estuviera produciendo en este mismo momento. Todo tenía la belleza de las cosas añoradas, es decir de las cosas que habían muerto para siempre. Como su infancia.
El tiempo, tarde o temprano, va matando todo y nadie considera a eso una tragedia. La tragedia existe cuando una infinidad de cosas mueren al mismo tiempo. La muerte de un hombre se dramatiza cuando junto a él mueren otras cosas o cuando mueren muchas personas con él. De lo contrario es intrascendente, es algo previsto desde el nacimiento o quizás desde antes. “Pudo ser una tragedia” suelen decir las crónicas, cuando pudieron morir cien personas y sólo murió una. No se tiene en cuenta que para el que murió y para su familia no hay diferencia entre uno y cien. Eso había ocurrido en su tragedia que pudo ser sólo murieron dos personas en un lugar donde transitaban quinientas. La diferencia entre él y los otros (los que transitaban) eran que esas dos eran sus dos.
Recordar el pasado lo llenó de tristeza, y recordar el futuro imaginado lo sumió en una tremenda melancolía. No era aquella melancolía poética, agradable, que lo asaltaba en sus años juveniles, esto era algo patológico que, de no ser remediado, podría llevarlo a la tumba.
Comprendió lo absurdo que es suponer que el futuro es algo, que es una entidad palpable, que existe.
Siempre encontró gracioso aquella forma de hablar que tenemos. Decimos: “mi futuro suegro” o “mi futura nuera”, haciendo una apropiación ilegítima de lo que todavía no ha sucedido. Cuando alguna pareja de novios se separaba, al encontrar a alguno de ellos, solía hacerle preguntas como: “¿Hace mucho que no ves a tu ex-futuro-suegro?
Ahora él mismo se encontraba en esa tragicómica situación. La casita de fin de semana que habían soñado comprar, se convirtió de golpe, en ex-futura-casita.
Hoy ya no le quedaba ninguna esperanza. Por lo menos ninguna de las esperanzas que soñó. ¡Quién sabe si alguna vez volvería a tener otra!

Cuando pudo poner en orden sus ideas, descartó de plano la posibilidad de volver a la tierra. Aún logrando imprimir velocidad a su cuerpo, no le alcanzaría la vida para recorrer los miles de kilómetros que lo separaban de ella.


Al recordar las palabras con que despidió a los hombres de la fundación, volvió al razonamiento sobre el suicidio. Con la experiencia que tenía ahora, creyó concluir en forma definitiva e indiscutible, que el único móvil que impulsa a un suicida es descubrir que ya no tiene esperanzas o que su esperanza se limita a un futuro de dolor. Y ese descubrimiento es consecuente con el sentimiento de soledad correspondiente a su primera conclusión. La idea del suicidio le llegaba ahora que él estaba solo ¿Tenía otro futuro?
Casi contra su voluntad, volvió a recordar aquel suicidio del que fuera testigo. Instintivamente buscó bajo la servilleta el escrito que había ocultado apresuradamente cuando llegaron sus extraños visitantes.
Al apartar el paquete con los dólares, notó en el papel rasgado, las iniciales que indicaban su procedencia. Con asombro y temor descubrió que “Los Otros” y “Luis Ordoñes”, tenían las mismas iniciales.
Escribió sobre la fecha final en la carta del suicida, como si fuera una firma: “Luis Ordoñe...” Iba a escribir una zeta pero, leyendo el logotipo, vio que se escribía con ese. Entonces su temor se convirtió en pánico: ambas palabras, no sólo tenían las mismas iniciales, sino que concluían igual:

LUIS ORDOÑES
LOS OTROS

Si no le sorprendió la coincidencia, fue por aquello que escribió Fernando Vidal Olmos en su “Informe Sobre Ciegos” y que le quedó tan grabado cuando lo leyó:

AVISO A LOS INGENUOS: ¡NO HAY CASUALIDADES!

A no ser por aquella advertencia, no hubiera sospechado que, tanto el grupo temido por el suicida como la Fundación, respondían a los mismos parámetros y que quizás fueran la misma organización.
Volvió a recordar el suicidio y lamentó no haberse quedado más tiempo aquel día, para averiguar algo sobre aquel hombre: con quién vivía, dónde trabajaba. Claro ¡cómo iba a imaginar todo lo que sobrevendría después de ese episodio!
Se propuso buscar en alguna hemeroteca, un diario de aquel tiempo que hubiera publicado aquella noticia. No faltaría el periodista que aportara más datos que los que él tenía. Pero ya ni recordaba el año en que se produjo el hecho. Se imaginó horas leyendo páginas y más páginas, buscando una nota que quizá no existía. Al fin de cuentas, hechos como ese se producían diariamente y sólo se publicaban cuando no había otras cosas que llamaran más la atención. Y aunque encontrara lo que buscaba, no tenía ninguna garantía de que no se tratara más que la reproducción de una gacetilla policial y que nadie hubiera ahondado en el caso. Todas esas objeciones le hicieron olvidar para siempre su interés investigativo.
Salió a la calle para tratar de despejarse. El tema de Los Otros había logrado apartar de su mente la tragedia central.
Aún no había amanecido. Recién entonces fue atando cabos, relacionando detalles que hasta ese momento no había tenido en cuenta. Se había levantado muy, pero muy, temprano. Aún así, la gente de la Fundación lo había visitado antes de la salida del sol. Bastante insólito si no tuviéramos en cuenta los qués y los porqués.
Recorrió caminando las 25 cuadras que separaban su casa de la estación ferroviaria, una rutina que sostuvo durante muchos años y que, aunque todavía no lo sabía, había concluido para siempre. Las rutinas son las que nos sostienen cuando se debilitan las convicciones o cuando nos parece que seguir viviendo carece de sentido. Los actos cotidianos como comer, caminar, cepillarse los dientes, no se piensan. Por eso continúan sin que nos las propongamos, como un desafío ante la ausencia de aquellos que ya no pueden realizarlas.
Decidió pasar el día en la capital. Por primera vez en su vida no tenía nada que hacer ni tenía un plan previo.
La ciudad de Moreno tenía el grave inconveniente de estar en el límite que separa “lo lejos” de “lo cerca” y hasta hace muy poco tiempo conservaba un ambiente pueblerino. Un vecino –no tan viejo– recordaba aún que los domingos la banda de música de los bomberos voluntarios tocaba en la plaza. Y se lo contaba como puede contarlo hoy cualquier habitante de un pueblo de campaña. Pero contrariamente a lo que sucede en éstos, en Moreno no se podía desarrollar ni el comercio, ni la industria, ni la vida cultural. Siempre en la Capital se podía comprar más barato, ver un mejor espectáculo teatral, conseguir un mejor trabajo. Por eso las actividades de la gente de Moreno, siempre se desarrollaban fuera de Moreno, ciudad a la que se llegó a llamar “el gran dormitorio”.
Y es por eso que antes del amanecer, los alrededores de la estación eran un hervidero de gente que corría a tomar el tren.
Se ubicó en una de las cinco colas que se alineaban frente a las boleterías. Miró con ternura a los cientos de “cabecitas” que aguardaban con estoica paciencia, que les tocara el turno para acceder al pasaje que les permitiría el discutible privilegio de llegar a su lugar de trabajo. Iban con su bolso deportivo, en el que se adivinaban algunas herramientas junto al guiso que sobró de anoche; los más “facheros” usaban un portafolios para simular que llevaban importantes documentos y no el sánguche de milanesa.
¡Cuántas veces se enojó contra los que afirmaban que a los “cabecitas” –o a los argentinos– no les gusta trabajar!
— Hay que pararse en Moreno, o en Merlo, o en Morón desde las cuatro de la mañana y se va a ver quienes son los que hacen el país – solía responderles.
Esperó el segundo tren porque el primero ya estaba repleto. Quería ir sentado para “disfrutar” de sus meditaciones. Ya en el viaje, observando a los que se apretujaban cada vez más en los pasillos del tren, se preguntó: “estos que me acompañan ¿Son nuestros o de Los Otros?”.
Poco tardó en comprender que era una ingenuidad pensar que se trataba, simplemente, de dos bandos: Los Nuestros y Los Otros. La Fundación Luis Ordoñes era la prueba de que había una diferencia esencial:

LOS OTROS ESTÁN ORGANIZADOS

y eso es lo malo, lo que realmente nos pone en desventaja. El acostumbramiento licuó nuestra organización, si es que alguna vez existió como relataba el suicida de la avenida Rivadavia.
Recordó que la primera vez que leyó aquella historia, creyó que se trataba de una alegoría. Más tarde cayó en la cuenta de que la única alegoría es la que se refiere a Los Nuestros, a la organización de Los Nuestros. Los Otros, su multiplicación y su mimetismo, representan una realidad incontrastable.
Volvió a encontrarse con la idea del suicidio. Si lo hiciera, si realmente se suicidara, Los Otros sentirían una alegría indescriptible. Es que ahora se había convertido involuntariamente en su enemigo.
En su trato con ellos (los hombres de la Fundación), había cometido algunos errores que podían costarle la vida.
En primer lugar fue imperdonable haber dejado sobre la mesa el escrito del suicida. Aunque estaba disimulado, la perspicacia de Los Otros pudo haberlo descubierto. Quizá por eso pusieron sobre él el paquete con los dólares: como un desafío.
También fue un error haber preguntado irónicamente sobre la participación de la Fundación (Los Otros) en aquel “accidente”. A aquellos hombres no podía escapársele la sospecha de que él era un iniciado en los secretos de la organización. Su desventaja era abismal. Los Otros creían que él sabía, pero él sólo tenía una pálida sospecha, la punta de una madeja que intentaba desenrollar.
A pesar de esos errores, dejó una puerta de escape cuando afirmó: “me voy a suicidar”. La táctica que elaboró a continuación no incluía el suicidio, pero trataría de que ellos así lo creyeran.
En cierto modo, el Sergio Peralta que existió hasta entonces, había muerto. Lo único que tendría que simular, sería la muerte física o, al menos, la muerte civil. Fue el primer esbozo de un futuro posible que no incluía a la muerte como realidad concreta.
En la ciudad que recién despertaba, se dirigió al bar donde habitualmente se reunía con sus compañeros de trabajo antes de entrar a la oficina. La rutina seguía dominando sus actos.
El flaco Estrada gesticulaba, como siempre, una larga arenga anarquista. Sabía que su prédica caía en saco roto porque nadie lo tomaba en serio, pero intentaba que al menos alguna de sus palabras germinara en el corazón de alguien.
—... hasta la misma iglesia se contradice, con su sistema jerárquico. Si el hombre nació para ser amo de la creación, como dice la Biblia ¿Por qué demonios tiene que ser mandado por otros? ¿Por qué tiene que entrar, le guste o no, en una sociedad con reglas tan estrictas que le impiden desarrollar su libertad?
Cuando vieron a Sergio, se hizo un largo y penoso silencio. Candotti atinó a poner la mano sobre su hombro y a balbucear una especie de pésame embarazoso.
Los demás asintieron como dando su solidaridad.
— No estás solo — dijo alguien.
— Si, lo sé — agradeció Sergio, sin hacerle notar que justamente ese era el problema: que había quedado solo.
— No tenías porqué venir hoy. Sabés que tenés cinco días de licencia.
A Sergio siempre le resultó ridícula esa compensación que hasta se tabulaba de acuerdo a la supuesta importancia del parentesco. Padre, madre, cónyuge y/o hijo: cinco días; abuelos y/o hermanos: dos días. “Tomémonos unos días de descanso y luego volvamos a la actividad como si nada hubiera pasado.” Estuvo tentado de preguntar, para completar el absurdo, si en su caso se sumaban los días de licencia por fallecimiento de cónyuge a los que le correspondían por fallecimiento de hijo. Pero se limitó a una respuesta convencional.
— Ya sé. Sólo vine de paso, a charlar un poco con ustedes.
— Hiciste bien — dijo “el sapo”, aunque todos parecían estar incómodos por su presencia.
Sergio lo notó y los comprendió. Él también alguna vez había tenido ese tipo de incomodidades. Al encontrarse con un amigo al que se le había muerto algún familiar y ya era tarde para los pésames, no sabía si mencionar el tema o tratarlo como si nada hubiera pasado.
— Nos enteramos por los diarios al otro día — balbuceó Aguirre a modo de disculpa –si no, imaginate, hubiéramos ido al velorio.
— Claro, claro. No se preocupen. Pero si no les molesta, prefiero no hablar del tema. Vine para distraerme un rato.
Como aliviado de una pesada carga, Estrada reanudó la perorata interrumpida.
— ... y lo más lindo es que los que luchan contra el sistema, lo hacen para imponer otro sistema. Y lo único que logran es perjudicar al pobre diablo que no está con ninguno de los sistemas que le quieren imponer. Los dueños del poder dictan reglas cada vez más estrictas para evitar que puedan alterar su hegemonía de mando. En conclusión: estas reglas no son aplicables a los poderosos, porque justamente son ellos los custodios de su aplicación, pero tampoco se pueden aplicar a los que se oponen al poder, porque no las respetan. Lo único que logran es joder al pobre diablo y no a Los Otros.
Cuando Sergio escuchó “Los Otros”, se estremeció. Quizás solamente dijo “los otros” y fue él quien imaginó que se refería a la organización que lo venía alterando las últimas horas.
Las palabras en las que uno normalmente no repara, se convierten en repetitivas, a poco de empezar a prestarles atención. Así Sergio fue escuchando durante muchos años los otros, y agregándole o no las mayúsculas, de acuerdo a lo que reflejaba la frase.
Esta vez estaba casi convencido de que Estrada había remarcado esas dos palabras, con un énfasis que seguramente sólo existió en su imaginación. O, en realidad, ese énfasis estaba puesto en todo lo que decía, sin hacer distingo de palabras.
— Aquí mismo tenemos un ejemplo de lo que digo — prosiguió señalando a Sergio — Un comando terrorista atenta, supuestamente, contra el gobierno y ¿quién la liga?: la mujer y la hija de Peralta. Eso termina siendo funcional al gobierno, porque la gente instintivamente repudia la injusticia y supone que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, entonces apoya al gobierno, enemigo del terrorismo.
— Parala, flaco — gritó alguien — Peralta vino a distraerse y no a que vos le recuerdes su tragedia.
Recién entonces Estrada pareció darse cuenta de la barbaridad que estaba haciendo al ejemplificar su teoría apelando al dolor de alguien que estaba junto a él. Nombraba la soga en casa del ahorcado. Comenzó a esbozar una disculpa que Sergio interrumpió con un ademán. La situación desembocó en una serie de gestos de disculpa, reproches y perdones, en un silencio que cada vez se hacía más pesado.
Mirando la hora en el viejo reloj de pared del bar, uno a uno se fueron despidiendo de Sergio para aprontarse a comenzar sus tareas laborales.
Mientras pagaba su café, el flaco había vuelto a su discurso, ahora murmurando como para sí:
— ¡Anarquistas! — dijo con desprecio — ¡Aquellos eran anarquistas y no éstos! En las épocas de la F.O.R.A., cuando había que matar a alguien se lo mataba. No como ahora, que cae cualquiera menos el que tiene que caer.
Cuando Sergio escuchó “F.O.R.A.” y “anarquistas”, intuyó fuerzas organizadas que podían oponerse a esa otra tan temida. Ignoraba por completo qué era esa sigla, si es que era una sigla, pero le sonaba a algo áspero, rebelde. Quizá Estrada pudiera vincularlo con algunos grupos ácratas que lo ayudaran a comenzar la lucha. Había vislumbrado que la anarquía era la causa por la que había que pelear. Lo tomó del brazo.
— Flaco, un día de estos quisiera hablar con vos. — le dijo en una media voz que le pareció apropiada para esa naciente unidad conspirativa.
Arreglaron encontrarse el viernes a la noche, a la salida de la oficina. Cuando quedó solo pidió un café doble y una ginebra. No acostumbraba a tomar bebidas alcohólicas y menos por la mañana, pero ese día estaba dispuesto a levantar el ánimo de cualquier manera. Abrió el diario que había comprado en el tren y se deleitó morosamente con la ginebra, aunque sabía que era una bebida para tomar de un sorbo, echando la cabeza atrás y limpiándose después la boca con la manga.
Cuando acabó de leer las páginas políticas, que terminaron convenciéndolo de la necesidad de la lucha que se había propuesto, hizo un plan para ese día (que luego no cumpliría). Cuando pagó, se dio cuenta que no había traído mucho dinero, por lo que su día tenía que ser austero. No pudo menos que sonreír cuando recordó el paquete de dólares que había dejado sobre la mesa de su casa. Era evidente que su rutina era andar con la plata justa, ahorrando para el futuro.
Comió en un bodegón cercano al puerto porque su presupuesto no daba para el restaurante que había elegido en el plan previo. Caminó lentamente con las manos en los bolsillos y se metió en uno de los cines continuados de la calle Lavalle. Ni se enteró de la película que proyectaban porque se durmió profundamente apenas se acomodó en la butaca.
Esa tarde, en el cine, comenzó a tener sueños que vinculaban su vida pasada con el futuro (si es que el futuro existe, aunque nunca haya sucedido). Soñó que estaba en un parque de diversiones. En un stand, había una cinta sobre la que se deslizaban muñecos que tenían la cara de los hombres de la Fundación. Estrada les arrojaba pelotitas que hacía con los dólares que él le alcanzaba, sacándolos de un gran paquete. El paquete tenía un membrete que decía “Los Ordoñes” y que cada tanto cambiaba por “Luis Otros”. Cada vez que terminaba una serie de cinco pelotitas, Sergio reía a carcajadas y le decía a Estrada:
— ¡Perdiste, flaco! ¡Me tenés que pagar!
Entonces Estrada sacaba un fajo de dólares del bolsillo de su saco y se los entregaba a Sergio que los acomodaba en el paquete, de modo que éste nunca se terminaba sino que, por el contrario, crecía (con envoltura y todo) hasta alcanzar el techo. Allí se dejaba de ver el membrete. En una imagen que se iba desvaneciendo poco a poco, Jorge Washington y Benjamín Franklin arrojaban dólares contra Sergio, que se deslizaba por la cinta gritando:
— ¡Perdiste, flaco..!
Aunque estaba firmemente decidido a utilizar su arma para impulsarse hacia cualquier parte, prefirió dormir antes un rato. Lanzarse hacia alguna dirección significaba salirse de los lugares lógicos donde podría buscarlo una supuesta operación de rescate. Después de dormir tendría mayor serenidad para tomar cualquier decisión. Acaso en sueños encontrara una salida. Pero ¿Con qué habría de soñar un náufrago espacial? No con el futuro, sino con los mismos puntos luminosos que lo rodeaban en la realidad. Más o menos brillantes, en uno u otro lugar, pero que eran siempre los mismos puntos.

miércoles, 13 de agosto de 2008

CAPÍTULO III.

Cuando volvió a su casa ya había elaborado una especie de esbozo de lo que iba a hacer.
El proyecto consistía en abandonar la casa como quien va a suicidarse. Habría varios detalles que corroborarían la suposición que se harían los vecinos, los parientes (que eran muy pocos) y los amigos (que eran menos); suposición que luego tomaría la policía y Los Otros. Anotó cada uno de los detalles para ir tachando a medida que los iba cumpliendo, como quien prepara el equipaje para irse de vacaciones.
“1°.- Saldré sólo con la ropa puesta, sin llevar ninguno de mis efectos personales. Dejaré en casa el dinero que tenía antes de recibir la visita de Los Otros y abandonaré también la cuenta de ahorros, con el pequeño depósito que estaba destinado a la futura-ex-casita-de fin-de-semana.
2°.- No cobraré el seguro de vida de Mercedes ni el sueldo del mes trabajado.
3°.- Dejaré en el lugar del presunto suicidio, mi saco con el DNI y la cédula de identidad. Yo me quedaré con un documento anterior que había perdido y que luego recuperé. No quiero frustrar mi plan por el simple hecho de que algún policía me pida los documentos.”
Reaccionó a tiempo. “¿A quién le estoy escribiendo esto?”, se preguntó, y rompió apresuradamente el papel. Después le pareció poco y quemó los pedazos.
En realidad su plan se vio frustrado desde el comienzo, porque su idea era ponerlo en práctica ya mismo, pero recordó el detalle de la cita con Estrada que, si bien podía simplemente soslayar (cosa que aumentaría la presunción de suicidio), le interesaba sobremanera por el tema a tratar: la anarquía. De esa reunión sacaría –estaba seguro– las bases para la acción política a desarrollar.
Faltaban dos días para el viernes. Dos días que aprovecharía para difundir entre sus vecinos, la idea de que estaba ya muy cerca del suicidio. Hasta el mismo Estrada quedaría convencido de eso.
También trataría de solucionar en esos dos días, un punto que faltaba agregar a su plan. Cuando todo finalizara, todos –menos él– estarían convencidos de su muerte. Oficialmente se caratularía como “desaparición con presunción de suicidio”, hasta que pasara el plazo legal para darlo por muerto. Pero tanto para la policía como para el juez, él estaría definitivamente finado desde la apertura del expediente.
Se encontraba extraño disponiendo cosas y suponiendo razonamientos para después de su muerte. Eso, poco más o poco menos, casi todos lo hemos hecho, lo extravagante era que estaba planeando su vida para después de su muerte.
El detalle que faltaba resolver, era cómo justificar la desaparición de los dólares. Esa justificación debía ser sólo para Los Otros, ya que el resto del mundo ignoraba su existencia. Para hacerlo debía pensar como Los Otros, aunque sea por un momento.
Cuando llegó el viernes ya había encontrado la solución para esa y otras circunstancias que no quería dejar libradas al azar.
No podía pretender ser otra persona llevando un documento en el que seguiría siendo Sergio Peralta. Eso lo pondría en evidencia ante cualquier control que sus enemigos realizaran para detectar su paradero. Con paciencia y habilidad retocó el DNI viejo, cambiando su nombre por el de “Pedro Peral”. La tarea fue facilitada porque con el tiempo la tinta se había ido desvaneciendo y algunas letras ya casi ni se veían. Quedó más que satisfecho con su trabajo, digno de un falsificador profesional. Es cierto que un estudio a fondo descubriría la superchería, pero estaba en condiciones de superar cualquier inspección de rutina que tuviera que afrontar.
Para poder llevarse los dólares, acomodó los billetes en un portafolios que Mercedes le había regalado en su cumpleaños y que aún no había estrenado. Desde el comienzo había descartado la posibilidad de abrir una cuenta bancaria que luego, para simular el suicidio, tendría que abandonar como su cuenta de ahorros. También quedaba la posibilidad de abrirla con su nuevo documento, pero prefirió reservarlo para cuando fuera estrictamente necesario.
Cuando terminó de acomodar el dinero se arrepintió, sospechando que el portafolios nuevo sería una pieza demasiado expuesta, no ya para Los Otros, sino para cualquier ratero común que se tentara simplemente por el envase. Con la paciencia que habría de caracterizar su vida futura, volvió a acomodar los dólares en otro portafolios menos tentador. El que lo viera imaginaría que allí llevaba el sánguche de milanesa.
Mientras manejaba los billetes de uno a otro destino, comenzó a acostumbrarse a la cantidad, que ya no le pareció excesiva, y proyectó una futura escasez (¡la rutina!). Lo asaltó por un momento esa dosis de codicia a la que están expuestos los seres humanos, por más líricos o generosos que sean. Como en aquel cuento de “La moneda volvedora”, en la que un avaro moría de hambre, rodeado de dinero.
Aunque austeramente, el dinero entregado por Los Otros le podría alcanzar para vivir el resto de sus días, pero le pareció que despreciar el monto del seguro era un lujo excesivo.
Se propuso cobrarlo y después, con cualquier excusa, se lo entregaría a alguien (pensó que podía ser Estrada). Así, un posible seguimiento de las huellas del dinero, culminaría en el depositante que, por supuesto, corroboraría la presunción de suicidio. Una vez “suicidado” ya pensaría la manera de recuperarlo.
Al principio cumplió con sus planes al pie de la letra, logrando hacer volar sobre él un hálito de muerte. A todos sus interlocutores, fueran vecinos, proveedores o parientes, trataba de convencerlos de las ventajas de abandonar este mundo que tantos dolores nos causaba. Interpretaba tan bien su papel, que por las noches tenía que someterse a una autoterapia destinada a recuperar sus ganas de vivir y su proyecto de luchar contra Los Otros. Al finalizar cada día, se transformaba en Pedro Peral, líder de Los Nuestros.
Durante el tiempo de espera hasta la cita con Estrada, se dedicó a cambiar dólares por pesos. Lo hizo en varias casas de cambio para no despertar sospechas por la cantidad.
Por fin llegó el viernes. Salió de su casa llevando solamente el portafolios donde ahora había pesos argentinos, junto con algunos dólares que había reservado previendo futuras devaluaciones. Antes de salir revolvió los cajones y rompió la cerradura de la puerta de atrás. De esa manera simulaba que los ladrones habían aprovechado su ausencia para robar las cosas de valor. Si Los Otros entraban a investigar, supondrían que se habían llevado el dinero que ellos le entregaron.
Estrada ya estaba esperándolo en el lugar establecido para la cita.
— Puntual como buen burgués — le lanzó a modo de saludo.
— Pero no tanto como vos — se defendió Sergio, aunque le pareció raro el hecho de estar defendiéndose por tener puntualidad, algo que debería ser una virtud.
— Estás equivocado. Yo no fui puntual: llegué media hora antes, que es una forma de ser impuntual sin joder a nadie.
— Creía que a los anarquistas les gusta joder a los demás.
— En eso también te equivocás. Lo que queremos es joder a la estructura, no al prójimo.
— ¿Y cuando el prójimo es parte de la estructura?
— Entonces... llego tarde.
Rieron. Fue oportuna esa distensión. Ambos venían cargados por expectativas que no tenían mucho que ver con lo esperable. Sergio estaba ansioso porque iba a preguntar sobre un tema que resultaba trascendente para su vida futura, para la lucha que estaba dispuesto a entablar. Estrada se preguntaba para qué diablos lo había citado alguien que sólo era un compañero de trabajo más, con quien nunca había mantenido una relación de amistad. Como siempre sucede en estos casos, comenzó una charla informal que Sergio aprovechó para dejar sentada la impresión de suicidio.
— ¿Alguna vez pensaste en suicidarte? — le preguntó sin rodeos, después de haber llevado la conversación hasta un punto que hacía coherente la pregunta.
La respuesta no se demoró.
— Por supuesto. Pero no porque ya haya tenido la intención de hacerlo, sino porque, como yo no creo en Dios, cuando la vida pierda su interés no me quedará otra que terminarla yo mismo. ¿Para qué prolongar una agonía si no creo en el premio de una vida después de la muerte?
— Quiere decir que para vos el suicidio es un simple trámite y no producto de la soledad.
Aquí lo pensó un poco más.
— Puede ser... puede ser. Yes I’m lonely. Wanna die, if I ain’t dead already — canturreó— ¿Lo conocés? Es de John Lennon: “Sí, estoy solo. Quiero morirme, si no estoy ya muerto”. El que queda solo ya está muerto. Para él sí que el suicidio será un simple trámite. No sé si leés a Borges...
— No tengo esos vicios — bromeó Sergio.
— Probalo, es una adicción con grandes beneficios. Te hacía esa pregunta porque Borges dice en uno de sus relatos, como para indicar que la muerte es algo intrascendente: “...francamente no recuerdo si nos suicidamos aquella noche.”— hizo otra pausa como trayendo a la memoria ciertos recuerdos — Pero hay otras cosas que pueden mover al suicidio...
— El auto-castigo, por ejemplo.
— Eso es más lógico. El auto-castigo o el castigo a alguien o a algo. ¿Conocés la historia de Eratóstenes?
— No.
— ¿En serio? ¿De veras que no te la conté? ¡Vos sos un filón sin explotar, viejo!
Otra vez la risa iba aflojando la tensión.
— Eratóstenes era un filósofo griego que también era poeta, matemático, astrónomo, geógrafo y todas esas cosas que en la antigüedad se acostumbraba a estar unidas en una sola persona. Vivió doscientos años antes de Cristo y fue el primero que midió la distancia al Sol, la circunferencia de la Tierra y la inclinación del eje terrestre. Todo con una precisión increíble, teniendo en cuenta los elementos con que contaba en aquellos tiempos. Este tipo fue director de la famosa biblioteca de Alejandría y se quedó ciego.
—Como Borges. — acotó Sergio.
—Como Borges.— confirmó Estrada y pensó un momento en el tema — ¡Mirá vos! No había pensado en este paralelismo que venís a plantearme vos, que no leés a Borges: Borges también era un bibliotecario ciego. Claro que hay alguna diferencia, porque él ironiza en su “Poema de los dones”:

Nadie rebaje a lágrima o reproche,
esta declaración de la maestría de Dios,
que con magnífica ironía,
me dio a la vez los libros y la noche.

Pero a Eratóstenes no le resultó tan fácil la cosa. Al comprender que los libros eran ya inalcanzables para él, optó por suicidarse. Primera inducción al suicidio: sin libros se sentía absolutamente solo, quizás muerto, en ese nuevo mundo de sombras. Pero lo terrible fue la forma de suicidarse: dejó de comer, es decir que murió de hambre. El que muere de hambre sufre atroces dolores porque, después que el organismo consume sus grasas, el estómago comienza a digerirse a sí mismo. Segunda inducción al suicidio: el auto castigo, o mejor aún, el castigo a otro.
— ¿Castigo a quién? ¿Quién era culpable de su ceguera?
— Dios. El tipo le dijo: “¿Me dejaste ciego? Entonces mirá lo que hago con tu criatura” y se mandó el viaje sufriendo lo más posible.
— ¿Cómo me decís eso? Si vos no creés en Dios.
— Pero Eratóstenes sí.
Volvieron a reír y la conversación fue derivando hacia otros temas. A cada paso Sergio se sorprendía de la erudición de ese, hasta entonces intrascendente, compañero de trabajo, que ahora veía pasear por senderos de la filosofía, la historia y la psicología. Cuando se habló de las actividades extralaborales, aprovechó para preguntarle abiertamente por su actividad anarquista.
Estrada se sorprendió.
— ¿Qué actividad?
— No sé. La organización en la que trabajás, las personas que frecuentás, la prensa que leés, los libros que tenés...
— No, viejo. Yo no integro ninguna organización. ¿No te digo que soy anarquista? Si querés ubicarme en algún cuadro estadístico, soy “no sabe/no contesta”. Las personas que frecuento son las mismas que frecuentás. Y no me va mal. Siempre hay alguno como vos que se interesa en mis ideas y yo se las explico. ¿Lo que leo? Cualquier libro o periódico que llega a mis manos. De ellos saco mi propia conclusión. No quiero ser un ignorante adoctrinado por el anarquismo ni por Clarín y su multimedia. Por supuesto que he leído también a los maestros: a Kropotkin, a Proudhon, a Bakunin, pero te aseguro que ya no recuerdo cuáles eran los colectivistas, cuáles los individualistas y cuales los utópicos. Mi anarquismo se ha convertido en una filosofía de vida, que hice viviendo más que leyendo. Si querés te lo explico, pero te advierto que puedo llegar a ser muy pesado. Cuando hablo de mis ideas, suelo ponerme discursivo y no soy nada agradable.
Después de asegurarle que oiría con sumo agrado todo lo que quisiera decirle, Sergio soportó más de dos horas de un alucinante ensayo de anarco-ficción, mezclado con una épica fantástica. Entre pensamientos absolutamente quiméricos, sobrenadaban algunas ideas fundamentales que le permitieron comenzar a trazar el plan que llevaría a cabo.
Remontó una lucubración que se bifurcaba a partir de algunas de las palabras de Estrada. El principio elemental del plan consistía en recoger a los oprimidos, a los marginados. Estaba convencido de que ellos estarían ansiosos por eliminar a los opresores y a los marginadores. Si lograba convencerlos de que Los Otros eran los culpables de todas sus angustias, le sería fácil alcanzar la ansiada revolución anarquista.
Si hubiera estado atento hubiera escuchado que Estrada, en ese momento, le hablaba del ingenuo Espartaco, que creyó que los esclavos de Roma correrían alborozados al encuentro de la libertad que él les traía. Ese tema lo desvió después hacia la filosofía de la libertad.
— ...¿o acaso tampoco leíste a Schopenahuer? — lo sorprendió Estrada.
— Si... claro... sólo que... — buscó una frase que le evitara tener que confesar que sólo había dejado ante él una cara atenta, pero su Yo había remontado el arduo camino de un hipotético futuro — ...he pasado ya la etapa de las citas literarias. Una vez que incorporo los conceptos, borro las palabras y pasan a formar parte de mi pensamiento. Como te pasa a vos con la anarquía.
Estrada lo miró casi con admiración. Después de un silencio prolongado, pidió otro café y, volviendo a su mirada admirativa, afirmó asintiendo lentamente con la cabeza.
— Sos más inteligente de lo que pensaba. — le adjudicó.
Un poco con la vergüenza de aquel a quien se le atribuyen méritos que él sabe que no posee, pero entusiasmado porque zafó mejor de lo que creía, Sergio continuó sus improvisadas frases de compromiso.
— Hay quienes afirman rotundamente conceptos de otros, mencionando hasta la página del libro donde los leyeron. Lo más probable es que repitan frases y palabras sin conocimiento de lo profundo. Como los Testigos de Jehová.
Estrada asentía caviloso a lo que decía Sergio, pero estas últimas palabras le provocaron un súbito deseo de seguir discurseando.
— Esa es otra ¿ves? –afirmó casi gritando — ¡Las sectas religiosas! ¡O... (¿Para qué vamos a ser sectarios nosotros también?) ...las religiones! Esas organizaciones terrenas que se consideran a sí mismas sucursales del más allá. Casi todas sostienen lo virtuoso que es aquel que nada espera en la tierra, aquel que se somete a los más inhumanos vejámenes con tal de lograr en la vida celestial lo que no logró en la terrenal. Apoyan la jerarquía del dinero o de la sangre, ante una congregación universal de pordioseros que sólo quieren que los mantengan hasta tanto se ocupe de ellos el Padre Celestial.
Y allí comenzó a despacharse nuevamente con sus ideas anarquistas, pero ahora dirigidas a la necesaria, imprescindible necesidad de eliminar esas absurdas y burocráticas oficinas celestiales. Como era su costumbre, Sergio “dejó la cara y se fue”.
Imaginó fatigosas travesías por montes y valles, conduciendo ejércitos de desposeídos que llevaban la bandera anarquista, que ya sería su propia bandera. Y cuando se hubiera cumplido la misión, el hombre habría recuperado el edén.
— ... y así nunca se recuperará el paraíso perdido — volvió a sorprenderlo Estrada.
— ¡Claro! ¡Así no! — le respondió con infinito placer. Había descubierto en esa coincidencia entre las palabras de uno y el pensamiento del otro, la señal auspiciosa de un destino cierto.
Despertó olvidado de su incierto destino. Tantos años de vida terrestre le habían hecho creer que su sueño había sido interrumpido por el sonido de un despertador. Hasta había iniciado un movimiento para detener la campanilla. Pero cuando notó que ese ademán, normalmente brusco, fue realizado de la manera en que hay que moverse en el espacio, recordó su drama. Tardó un rato en abrir los ojos, usando esa demora para suponer, esperanzado, que aún estaba en la nave.

martes, 12 de agosto de 2008

CAPÍTULO IV.

Antes de despedirse, Sergio recordó el plan previo y, cambiando levemente su propósito inicial, le pidió al flaco si le podía hacer la gauchada de ocuparse de cobrarle el seguro. Eso le evitaría trámites que lo demorarían del objetivo principal.
— A mí me da no sé qué ir a cobrarlo. — se justificó — Es como si estuviera comerciando con la muerte de Mercedes. Además quiero irme unos días a la casa de unos amigos en La Pampa.
Quién sabe por qué cambió de pronto el plan de cobrar el seguro y luego darle la plata a Estrada. Tampoco supo de dónde sacó la idea de decir que iba a ir a La Pampa, provincia que no conocía y donde no tenía ni amigos ni parientes. Ya se iría acostumbrando a ese tipo de decisiones repentinas, sin aparente razonabilidad.
El flaco dudó un momento.
— Ya sabés que yo no tengo problemas en hacerte las gauchadas que quieras, pero creo que eso no es tan fácil. Necesitaría un poder...
— A tres cuadras de aquí está la escribanía de Herrera. Vos sabés que nos debe algunos favores. No va a tener inconvenientes en hacernos ese poder.
Hacia allá fueron de inmediato y, tal como Sergio lo había previsto, el escribano certificó el poder en pocos minutos.
Ya en la calle Sergio le hizo a Estrada una advertencia.
— Una última gauchada. Quiero que lleves la plata a tu casa, que no la deposites en ningún lado. Si dentro de un año yo no vuelvo...
Estrada insinuó una protesta pero Sergio lo detuvo con un gesto. Seguía intentando la presunción de suicidio
— No es que no piense volver, pero me puede pasar algo. — aclaró — Si en un año no vuelvo, podés gastarla. Te la regalo.
— ¡Pero es mucha guita — hizo un pausa pensativa y lanzó, más como excusa disuasiva que como duda: — ¿Y si antes del año me la roban o “me tiento”?.
— Paciencia. No te voy a poder regalar nada – le contestó mientras lo saludaba con un abrazo. Era un abrazo sincero. De pronto se sintió hermanado con alguien que unos minutos antes era prácticamente un desconocido. Ignoraba que esa hermandad se haría más firme en el futuro.
No le dio tiempo a ninguna otra objeción. Paró un taxi y ascendió a él apresuradamente. Le indicó al chofer la avenida costanera y miró por la luneta trasera a un Estrada desorientado, con el poder en una mano y con la otra amagando un saludo.
En el viaje, su cabeza se transportaba a velocidades vertiginosas por futuros inciertos. Cada tanto volvía a la realidad porque advertía un montón de detalles que debía prever. Uno de ellos era qué hacer con el dinero. Recordó entonces la infinidad de veces que se daba la noticia de portafolios con muchísimo dinero olvidados en los taxis. Tuvo en cuenta que esas noticias sólo se sabían cuando el taxista lo devolvía o cuando el olvidadizo hacía la denuncia. A su entender, la cantidad de veces que se producían los olvidos duplicaban o triplicaban a los que se conocían. Instintivamente, mientras hacía estos razonamientos, apretaba con fuerza su fortuna, de tal manera que temió que el conductor notara su acto reflejo y lo hiciera desconfiar de algo. Pero éste, descuidado de su pasajero, sorteaba con habilidad e imprudencia el tránsito complicado de la ciudad de Buenos Aires. A lo sumo hacía algún comentario que no se sabía a quién iba dirigido. Sergio contestaba con pequeños gruñidos de compromiso.
Ya frente al río, bajó en un sitio cualquiera y esperó a que el taxi se fuera. Paseaba lentamente esquivando a los pescadores que aguardaban su presa con infinita paciencia, hasta que encontró un lugar solitario. Abajo se veía el agua empetrolada y varias maderas negras y podridas que seguramente eran el motivo que ahuyentaba a los pescadores que no querían enredar allí sus sedales. Era el lugar que elegiría para tirarse aquel que quisiera suicidarse, porque a poco de adentrarse en el agua ya no podría safarse de esa sucia viscosidad. Eligió el momento en que no pasaba ningún vehículo por la avenida y tiró por sobre la baranda el saco que llevaba. Quedó enredado en las maderas. En un bolsillo interior estaba su documento de identidad. En unas pocas horas la marea lo cubriría y sólo lo encontrarían al otro día. Entonces habría comenzado a morir para el mundo.
Caminó unas treinta cuadras, cruzándose con otros peatones que elegían la Costanera creyendo respirar el aire puro que la ciudad les negaba. Contrariamente a lo que creían, llevaban a sus pulmones el aire fétido de la inmensa cloaca a cielo abierto que es el Río de la Plata. Algunos, más osados o más inconscientes, “robaban” contaminados sábalos que seguramente volverían a tirar al agua, porque eran incomibles. Paró un taxi que venía del aeroparque y se dirigió a la terminal de ómnibus de Retiro.
Cuando llegó, tuvo conciencia de la infinidad de detalles que no había calculado en su aparentemente tan bien planeada “fuga con presunción de suicidio”. Por ejemplo ¿Cómo cambiar su aspecto?
Pronto reemplazó su repentina incertidumbre por la acción decidida. Iba a comprar nueva ropa y una afeitadora que le permitiría abandonar la barbita candado que le daba un toque de personalidad. Dudó si sacar pasaje antes o después de su metamorfosis pero, siguiendo intrincados razonamientos, optó por lo primero.
Compró un jean, una remera, un pulóver y un par de zapatillas. Eligió colores claros, contrastando con el traje y los zapatos abotinados negros que usaba hacía muchos años. No había elegido ninguno de los comercios cercanos. Prefirió meterse en una tiendita de saldos distante a unas cuatro cuadras. Se estaba haciendo un maestro de la fuga. En una ferretería compró una tijera y en un pequeño quiosco una afeitadora y un aerosol con espuma de afeitar.
Volvió a la terminal y se colocó en una de las colas de los que esperaban para comprar pasajes. Hizo esa elección razonando rápidamente que no podía ir a ninguna de las ventanillas donde no había gente y preguntar “¿Para dónde puedo comprar pasaje aquí?”, porque despertaría sospechas. Eligió la cola donde, entre otros, había un matrimonio con tres chicos y dos señoras mayores, sabiendo que las viejas tardan mucho con los trámites, porque no escuchan o porque no entienden y que los chicos hacen perder el tiempo a sus padres mientras los vigilan para que no cometan tropelías (“vení acá... no levantes eso del suelo... sacate el dedo de la nariz...”). De esa manera, mientras esperaba, pudo mirar los carteles que había en los vidrios y las listas de precios. Y también escuchar lo que pedía la gente. Así, su destino se vio condicionado por la cantidad de personas que aguardaban y no por un lugar preciso. Le gustó ese juego de azar sin reglas prefijadas.
Eligió “Las Lomitas”, en la provincia de Formosa, porque le gustó el tonito provinciano con que una de las viejas pidió su pasaje. Saldría en una hora en un ómnibus de la empresa Ghiroldi.
Con el pasaje en el bolsillo, su portafolios y un bolso con las cosas que había comprado, se metió en uno de los baños. Esquivó la mirada del cuidador, cosa que no le costó mucho, porque estaba adormilado detrás de los jabones, las toallas y el papel higiénico. En uno de los retretes se cortó la barba al ras con la tijera y se cambió la ropa. Después fue al espejo y se afeitó. Lamentó que no pudiera hacer que su siempre recortado cabello creciera con rapidez. Se echó una mirada y se encontró más juvenil. Parecía otro... era otro.
Cuando terminó su transformación, metió el traje en el bolso y abandonando los zapatos en un retrete, salió del baño. El ómnibus ya había arribado a la plataforma. Decidió esperar a que subieran los pasajeros, que se apuraban como si ya no quedara tiempo. Algunos despachaban sus valijas y bultos envueltos en forma casera y otros se despedían de los familiares y amigos. La mayoría eran provincianos. Unos parecían retornar de una corta estadía en la ciudad, otros irían a visitar los parientes que quedaron en sus provincias cuando ellos emigraron a Buenos Aires.
La misma ternura con que miraba a los “cabecitas” que tomaban el tren en Moreno, le despertaban estos que quizá hacía años que vivían aquí, pero que recuperaban sus raíces cada vez que se encontraban con su gente y volvían a hablar con acento pronunciado y a los gritos.
Su asiento estaba por el final –cosa que le alegró– y no tenía compañero. La algazara de la despedida entre los que se iban y los que quedaban, lo introdujo en un nuevo mundo, una nueva vida, despidiendo mentalmente a la que dejaba.
En la parada de Panamericana y avenida Márquez ocupó el asiento vecino un hombre que, apenas se sentó, se conectó auriculares por donde salía un “chin- chan” que hacía suponer una música moderna contrastante con la edad del que la escuchaba y un volumen propio del que busca evadirse de la realidad. También se alegró de no haber tenido que lidiar con uno de esos acompañantes que se empeñan en entablar relaciones circunstanciales.
Supo que los choferes eran formoseños. Trataban con amabilidad campechana a todo el mundo. Era como si ese ómnibus fuera una suerte de embajada de su provincia.
A medianoche cenó en Reconquista, donde quedó su compañero de asiento, así que siguió solo hasta su destino, porque ya no habría más paradas.
“¡Formosa!”, pensó antes de dormirse ¿Serás tan hermosa como hace suponer el origen de tu nombre?.
Aunque parecía quieto en el espacio, sabía que estaba recorriendo distancias enormes hacia algún planeta desconocido. ¿Cómo serían sus habitantes? ¿Monstruos salvajes o refinados y hermosos?