Antes de despedirse, Sergio recordó el plan previo y, cambiando levemente su propósito inicial, le pidió al flaco si le podía hacer la gauchada de ocuparse de cobrarle el seguro. Eso le evitaría trámites que lo demorarían del objetivo principal.
— A mí me da no sé qué ir a cobrarlo. — se justificó — Es como si estuviera comerciando con la muerte de Mercedes. Además quiero irme unos días a la casa de unos amigos en La Pampa.
Quién sabe por qué cambió de pronto el plan de cobrar el seguro y luego darle la plata a Estrada. Tampoco supo de dónde sacó la idea de decir que iba a ir a La Pampa, provincia que no conocía y donde no tenía ni amigos ni parientes. Ya se iría acostumbrando a ese tipo de decisiones repentinas, sin aparente razonabilidad.
El flaco dudó un momento.
— Ya sabés que yo no tengo problemas en hacerte las gauchadas que quieras, pero creo que eso no es tan fácil. Necesitaría un poder...
— A tres cuadras de aquí está la escribanía de Herrera. Vos sabés que nos debe algunos favores. No va a tener inconvenientes en hacernos ese poder.
Hacia allá fueron de inmediato y, tal como Sergio lo había previsto, el escribano certificó el poder en pocos minutos.
Ya en la calle Sergio le hizo a Estrada una advertencia.
— Una última gauchada. Quiero que lleves la plata a tu casa, que no la deposites en ningún lado. Si dentro de un año yo no vuelvo...
Estrada insinuó una protesta pero Sergio lo detuvo con un gesto. Seguía intentando la presunción de suicidio
— No es que no piense volver, pero me puede pasar algo. — aclaró — Si en un año no vuelvo, podés gastarla. Te la regalo.
— ¡Pero es mucha guita — hizo un pausa pensativa y lanzó, más como excusa disuasiva que como duda: — ¿Y si antes del año me la roban o “me tiento”?.
— Paciencia. No te voy a poder regalar nada – le contestó mientras lo saludaba con un abrazo. Era un abrazo sincero. De pronto se sintió hermanado con alguien que unos minutos antes era prácticamente un desconocido. Ignoraba que esa hermandad se haría más firme en el futuro.
No le dio tiempo a ninguna otra objeción. Paró un taxi y ascendió a él apresuradamente. Le indicó al chofer la avenida costanera y miró por la luneta trasera a un Estrada desorientado, con el poder en una mano y con la otra amagando un saludo.
En el viaje, su cabeza se transportaba a velocidades vertiginosas por futuros inciertos. Cada tanto volvía a la realidad porque advertía un montón de detalles que debía prever. Uno de ellos era qué hacer con el dinero. Recordó entonces la infinidad de veces que se daba la noticia de portafolios con muchísimo dinero olvidados en los taxis. Tuvo en cuenta que esas noticias sólo se sabían cuando el taxista lo devolvía o cuando el olvidadizo hacía la denuncia. A su entender, la cantidad de veces que se producían los olvidos duplicaban o triplicaban a los que se conocían. Instintivamente, mientras hacía estos razonamientos, apretaba con fuerza su fortuna, de tal manera que temió que el conductor notara su acto reflejo y lo hiciera desconfiar de algo. Pero éste, descuidado de su pasajero, sorteaba con habilidad e imprudencia el tránsito complicado de la ciudad de Buenos Aires. A lo sumo hacía algún comentario que no se sabía a quién iba dirigido. Sergio contestaba con pequeños gruñidos de compromiso.
Ya frente al río, bajó en un sitio cualquiera y esperó a que el taxi se fuera. Paseaba lentamente esquivando a los pescadores que aguardaban su presa con infinita paciencia, hasta que encontró un lugar solitario. Abajo se veía el agua empetrolada y varias maderas negras y podridas que seguramente eran el motivo que ahuyentaba a los pescadores que no querían enredar allí sus sedales. Era el lugar que elegiría para tirarse aquel que quisiera suicidarse, porque a poco de adentrarse en el agua ya no podría safarse de esa sucia viscosidad. Eligió el momento en que no pasaba ningún vehículo por la avenida y tiró por sobre la baranda el saco que llevaba. Quedó enredado en las maderas. En un bolsillo interior estaba su documento de identidad. En unas pocas horas la marea lo cubriría y sólo lo encontrarían al otro día. Entonces habría comenzado a morir para el mundo.
Caminó unas treinta cuadras, cruzándose con otros peatones que elegían la Costanera creyendo respirar el aire puro que la ciudad les negaba. Contrariamente a lo que creían, llevaban a sus pulmones el aire fétido de la inmensa cloaca a cielo abierto que es el Río de la Plata. Algunos, más osados o más inconscientes, “robaban” contaminados sábalos que seguramente volverían a tirar al agua, porque eran incomibles. Paró un taxi que venía del aeroparque y se dirigió a la terminal de ómnibus de Retiro.
Cuando llegó, tuvo conciencia de la infinidad de detalles que no había calculado en su aparentemente tan bien planeada “fuga con presunción de suicidio”. Por ejemplo ¿Cómo cambiar su aspecto?
Pronto reemplazó su repentina incertidumbre por la acción decidida. Iba a comprar nueva ropa y una afeitadora que le permitiría abandonar la barbita candado que le daba un toque de personalidad. Dudó si sacar pasaje antes o después de su metamorfosis pero, siguiendo intrincados razonamientos, optó por lo primero.
Compró un jean, una remera, un pulóver y un par de zapatillas. Eligió colores claros, contrastando con el traje y los zapatos abotinados negros que usaba hacía muchos años. No había elegido ninguno de los comercios cercanos. Prefirió meterse en una tiendita de saldos distante a unas cuatro cuadras. Se estaba haciendo un maestro de la fuga. En una ferretería compró una tijera y en un pequeño quiosco una afeitadora y un aerosol con espuma de afeitar.
Volvió a la terminal y se colocó en una de las colas de los que esperaban para comprar pasajes. Hizo esa elección razonando rápidamente que no podía ir a ninguna de las ventanillas donde no había gente y preguntar “¿Para dónde puedo comprar pasaje aquí?”, porque despertaría sospechas. Eligió la cola donde, entre otros, había un matrimonio con tres chicos y dos señoras mayores, sabiendo que las viejas tardan mucho con los trámites, porque no escuchan o porque no entienden y que los chicos hacen perder el tiempo a sus padres mientras los vigilan para que no cometan tropelías (“vení acá... no levantes eso del suelo... sacate el dedo de la nariz...”). De esa manera, mientras esperaba, pudo mirar los carteles que había en los vidrios y las listas de precios. Y también escuchar lo que pedía la gente. Así, su destino se vio condicionado por la cantidad de personas que aguardaban y no por un lugar preciso. Le gustó ese juego de azar sin reglas prefijadas.
Eligió “Las Lomitas”, en la provincia de Formosa, porque le gustó el tonito provinciano con que una de las viejas pidió su pasaje. Saldría en una hora en un ómnibus de la empresa Ghiroldi.
Con el pasaje en el bolsillo, su portafolios y un bolso con las cosas que había comprado, se metió en uno de los baños. Esquivó la mirada del cuidador, cosa que no le costó mucho, porque estaba adormilado detrás de los jabones, las toallas y el papel higiénico. En uno de los retretes se cortó la barba al ras con la tijera y se cambió la ropa. Después fue al espejo y se afeitó. Lamentó que no pudiera hacer que su siempre recortado cabello creciera con rapidez. Se echó una mirada y se encontró más juvenil. Parecía otro... era otro.
Cuando terminó su transformación, metió el traje en el bolso y abandonando los zapatos en un retrete, salió del baño. El ómnibus ya había arribado a la plataforma. Decidió esperar a que subieran los pasajeros, que se apuraban como si ya no quedara tiempo. Algunos despachaban sus valijas y bultos envueltos en forma casera y otros se despedían de los familiares y amigos. La mayoría eran provincianos. Unos parecían retornar de una corta estadía en la ciudad, otros irían a visitar los parientes que quedaron en sus provincias cuando ellos emigraron a Buenos Aires.
La misma ternura con que miraba a los “cabecitas” que tomaban el tren en Moreno, le despertaban estos que quizá hacía años que vivían aquí, pero que recuperaban sus raíces cada vez que se encontraban con su gente y volvían a hablar con acento pronunciado y a los gritos.
Su asiento estaba por el final –cosa que le alegró– y no tenía compañero. La algazara de la despedida entre los que se iban y los que quedaban, lo introdujo en un nuevo mundo, una nueva vida, despidiendo mentalmente a la que dejaba.
En la parada de Panamericana y avenida Márquez ocupó el asiento vecino un hombre que, apenas se sentó, se conectó auriculares por donde salía un “chin- chan” que hacía suponer una música moderna contrastante con la edad del que la escuchaba y un volumen propio del que busca evadirse de la realidad. También se alegró de no haber tenido que lidiar con uno de esos acompañantes que se empeñan en entablar relaciones circunstanciales.
Supo que los choferes eran formoseños. Trataban con amabilidad campechana a todo el mundo. Era como si ese ómnibus fuera una suerte de embajada de su provincia.
A medianoche cenó en Reconquista, donde quedó su compañero de asiento, así que siguió solo hasta su destino, porque ya no habría más paradas.
“¡Formosa!”, pensó antes de dormirse ¿Serás tan hermosa como hace suponer el origen de tu nombre?.
— A mí me da no sé qué ir a cobrarlo. — se justificó — Es como si estuviera comerciando con la muerte de Mercedes. Además quiero irme unos días a la casa de unos amigos en La Pampa.
Quién sabe por qué cambió de pronto el plan de cobrar el seguro y luego darle la plata a Estrada. Tampoco supo de dónde sacó la idea de decir que iba a ir a La Pampa, provincia que no conocía y donde no tenía ni amigos ni parientes. Ya se iría acostumbrando a ese tipo de decisiones repentinas, sin aparente razonabilidad.
El flaco dudó un momento.
— Ya sabés que yo no tengo problemas en hacerte las gauchadas que quieras, pero creo que eso no es tan fácil. Necesitaría un poder...
— A tres cuadras de aquí está la escribanía de Herrera. Vos sabés que nos debe algunos favores. No va a tener inconvenientes en hacernos ese poder.
Hacia allá fueron de inmediato y, tal como Sergio lo había previsto, el escribano certificó el poder en pocos minutos.
Ya en la calle Sergio le hizo a Estrada una advertencia.
— Una última gauchada. Quiero que lleves la plata a tu casa, que no la deposites en ningún lado. Si dentro de un año yo no vuelvo...
Estrada insinuó una protesta pero Sergio lo detuvo con un gesto. Seguía intentando la presunción de suicidio
— No es que no piense volver, pero me puede pasar algo. — aclaró — Si en un año no vuelvo, podés gastarla. Te la regalo.
— ¡Pero es mucha guita — hizo un pausa pensativa y lanzó, más como excusa disuasiva que como duda: — ¿Y si antes del año me la roban o “me tiento”?.
— Paciencia. No te voy a poder regalar nada – le contestó mientras lo saludaba con un abrazo. Era un abrazo sincero. De pronto se sintió hermanado con alguien que unos minutos antes era prácticamente un desconocido. Ignoraba que esa hermandad se haría más firme en el futuro.
No le dio tiempo a ninguna otra objeción. Paró un taxi y ascendió a él apresuradamente. Le indicó al chofer la avenida costanera y miró por la luneta trasera a un Estrada desorientado, con el poder en una mano y con la otra amagando un saludo.
En el viaje, su cabeza se transportaba a velocidades vertiginosas por futuros inciertos. Cada tanto volvía a la realidad porque advertía un montón de detalles que debía prever. Uno de ellos era qué hacer con el dinero. Recordó entonces la infinidad de veces que se daba la noticia de portafolios con muchísimo dinero olvidados en los taxis. Tuvo en cuenta que esas noticias sólo se sabían cuando el taxista lo devolvía o cuando el olvidadizo hacía la denuncia. A su entender, la cantidad de veces que se producían los olvidos duplicaban o triplicaban a los que se conocían. Instintivamente, mientras hacía estos razonamientos, apretaba con fuerza su fortuna, de tal manera que temió que el conductor notara su acto reflejo y lo hiciera desconfiar de algo. Pero éste, descuidado de su pasajero, sorteaba con habilidad e imprudencia el tránsito complicado de la ciudad de Buenos Aires. A lo sumo hacía algún comentario que no se sabía a quién iba dirigido. Sergio contestaba con pequeños gruñidos de compromiso.
Ya frente al río, bajó en un sitio cualquiera y esperó a que el taxi se fuera. Paseaba lentamente esquivando a los pescadores que aguardaban su presa con infinita paciencia, hasta que encontró un lugar solitario. Abajo se veía el agua empetrolada y varias maderas negras y podridas que seguramente eran el motivo que ahuyentaba a los pescadores que no querían enredar allí sus sedales. Era el lugar que elegiría para tirarse aquel que quisiera suicidarse, porque a poco de adentrarse en el agua ya no podría safarse de esa sucia viscosidad. Eligió el momento en que no pasaba ningún vehículo por la avenida y tiró por sobre la baranda el saco que llevaba. Quedó enredado en las maderas. En un bolsillo interior estaba su documento de identidad. En unas pocas horas la marea lo cubriría y sólo lo encontrarían al otro día. Entonces habría comenzado a morir para el mundo.
Caminó unas treinta cuadras, cruzándose con otros peatones que elegían la Costanera creyendo respirar el aire puro que la ciudad les negaba. Contrariamente a lo que creían, llevaban a sus pulmones el aire fétido de la inmensa cloaca a cielo abierto que es el Río de la Plata. Algunos, más osados o más inconscientes, “robaban” contaminados sábalos que seguramente volverían a tirar al agua, porque eran incomibles. Paró un taxi que venía del aeroparque y se dirigió a la terminal de ómnibus de Retiro.
Cuando llegó, tuvo conciencia de la infinidad de detalles que no había calculado en su aparentemente tan bien planeada “fuga con presunción de suicidio”. Por ejemplo ¿Cómo cambiar su aspecto?
Pronto reemplazó su repentina incertidumbre por la acción decidida. Iba a comprar nueva ropa y una afeitadora que le permitiría abandonar la barbita candado que le daba un toque de personalidad. Dudó si sacar pasaje antes o después de su metamorfosis pero, siguiendo intrincados razonamientos, optó por lo primero.
Compró un jean, una remera, un pulóver y un par de zapatillas. Eligió colores claros, contrastando con el traje y los zapatos abotinados negros que usaba hacía muchos años. No había elegido ninguno de los comercios cercanos. Prefirió meterse en una tiendita de saldos distante a unas cuatro cuadras. Se estaba haciendo un maestro de la fuga. En una ferretería compró una tijera y en un pequeño quiosco una afeitadora y un aerosol con espuma de afeitar.
Volvió a la terminal y se colocó en una de las colas de los que esperaban para comprar pasajes. Hizo esa elección razonando rápidamente que no podía ir a ninguna de las ventanillas donde no había gente y preguntar “¿Para dónde puedo comprar pasaje aquí?”, porque despertaría sospechas. Eligió la cola donde, entre otros, había un matrimonio con tres chicos y dos señoras mayores, sabiendo que las viejas tardan mucho con los trámites, porque no escuchan o porque no entienden y que los chicos hacen perder el tiempo a sus padres mientras los vigilan para que no cometan tropelías (“vení acá... no levantes eso del suelo... sacate el dedo de la nariz...”). De esa manera, mientras esperaba, pudo mirar los carteles que había en los vidrios y las listas de precios. Y también escuchar lo que pedía la gente. Así, su destino se vio condicionado por la cantidad de personas que aguardaban y no por un lugar preciso. Le gustó ese juego de azar sin reglas prefijadas.
Eligió “Las Lomitas”, en la provincia de Formosa, porque le gustó el tonito provinciano con que una de las viejas pidió su pasaje. Saldría en una hora en un ómnibus de la empresa Ghiroldi.
Con el pasaje en el bolsillo, su portafolios y un bolso con las cosas que había comprado, se metió en uno de los baños. Esquivó la mirada del cuidador, cosa que no le costó mucho, porque estaba adormilado detrás de los jabones, las toallas y el papel higiénico. En uno de los retretes se cortó la barba al ras con la tijera y se cambió la ropa. Después fue al espejo y se afeitó. Lamentó que no pudiera hacer que su siempre recortado cabello creciera con rapidez. Se echó una mirada y se encontró más juvenil. Parecía otro... era otro.
Cuando terminó su transformación, metió el traje en el bolso y abandonando los zapatos en un retrete, salió del baño. El ómnibus ya había arribado a la plataforma. Decidió esperar a que subieran los pasajeros, que se apuraban como si ya no quedara tiempo. Algunos despachaban sus valijas y bultos envueltos en forma casera y otros se despedían de los familiares y amigos. La mayoría eran provincianos. Unos parecían retornar de una corta estadía en la ciudad, otros irían a visitar los parientes que quedaron en sus provincias cuando ellos emigraron a Buenos Aires.
La misma ternura con que miraba a los “cabecitas” que tomaban el tren en Moreno, le despertaban estos que quizá hacía años que vivían aquí, pero que recuperaban sus raíces cada vez que se encontraban con su gente y volvían a hablar con acento pronunciado y a los gritos.
Su asiento estaba por el final –cosa que le alegró– y no tenía compañero. La algazara de la despedida entre los que se iban y los que quedaban, lo introdujo en un nuevo mundo, una nueva vida, despidiendo mentalmente a la que dejaba.
En la parada de Panamericana y avenida Márquez ocupó el asiento vecino un hombre que, apenas se sentó, se conectó auriculares por donde salía un “chin- chan” que hacía suponer una música moderna contrastante con la edad del que la escuchaba y un volumen propio del que busca evadirse de la realidad. También se alegró de no haber tenido que lidiar con uno de esos acompañantes que se empeñan en entablar relaciones circunstanciales.
Supo que los choferes eran formoseños. Trataban con amabilidad campechana a todo el mundo. Era como si ese ómnibus fuera una suerte de embajada de su provincia.
A medianoche cenó en Reconquista, donde quedó su compañero de asiento, así que siguió solo hasta su destino, porque ya no habría más paradas.
“¡Formosa!”, pensó antes de dormirse ¿Serás tan hermosa como hace suponer el origen de tu nombre?.
Aunque parecía quieto en el espacio, sabía que estaba recorriendo distancias enormes hacia algún planeta desconocido. ¿Cómo serían sus habitantes? ¿Monstruos salvajes o refinados y hermosos?