lunes, 11 de agosto de 2008

CAPÍTULO V.


Aquel año los rosales no florecieron. Claudia vio en eso una señal de mal agüero.
Hacía rato que sabía que su matrimonio estaba en bancarrota. La rutina del desayuno compartido, con algunos comentarios intrascendentes, era lo único que iba quedando de la vida matrimonial.
Una mañana, enredada en sus pensamientos, ni siquiera advirtió que ya Federico había dejado la mesa para ir al trabajo. El ruido del auto al salir del garaje la sacó del ensimismamiento. Repentinamente, ignorando por qué ni para qué lo hacía, tomó una decisión. Se puso sobre los hombros un abrigo, salió a la calle y llamó a un taxi que pasaba en ese momento.
Aunque había pensado bien lo que tenía que decir, no se atrevió a hacerlo. Las veces que lo había oído en televisión o en el cine, le pareció fácil. Y quizás lo fuera, pero no para ella. El “siga a ese coche” que había pretendido, se convirtió en el nombre de una esquina cualquiera. Por suerte esa dirección no quedaba muy lejos y pudo regresar caminando a su casa, poniendo en orden sus pensamientos durante esa caminata inesperada. Se preguntó si estaba bien aquello que había pensado hacer. Sospechar del marido correspondía a otro tipo de mujer, no a alguien como ella. A alguien que hubiera sido tan feliz como ella.
Llegó pronto a su casa, aunque al principio había pensado en demorarse mirando vidrieras. Es que no era para ella ese entretenimiento que consideraba una forma burguesa de perder el tiempo.
Otro domingo de televisión. De televisión y meditación.
Todo comenzó repentinamente. Federico, que hasta entonces había sido un hombre poseído de una excesiva puntualidad, comenzó a demorar más de la cuenta su llegada a casa. La excusa, comprendida por Claudia, fue que tenía que hacer horas extras. Lo que al principio fue una situación excepcional, poco a poco se fue convirtiendo en rutina. Sin embargo, en lo demás, todo continuaba igual. Federico seguía siendo amable, aunque no tan cariñoso con ella como lo había sido siempre. Ese enfriamiento era adjudicado por Claudia al tiempo y a su inevitable secuela de acostumbramiento de la pareja.
Ya hacía poco más de un año que se habían casado. Ella con diecisiete años y él con veintiséis. Quizá fuera por su juventud y falta de experiencia, o tal vez por las telenovelas que miraba todas las tardes, pero la desconfianza se transformó en celos y luego en odio.
Un viernes por la noche él le dijo:
— Mañana tengo que trabajar — y no quiso dar más explicaciones.
De allí en adelante siguió trabajando los sábados y a cada pregunta de Claudia, sólo respondía “tengo que trabajar”. Cada vez se fue volviendo más huraño. Cuando comenzó a trabajar también los domingos, no le quedó ninguna duda: había otra mujer de por medio.
¿Y si su marido fuera inocente? Descartó de inmediato esa posibilidad. No podía ser. Cualquier marido que tuviera que abandonar a su mujer todos los fines de semana, se mostraría con ella más amable de lo que había sido hasta entonces. Con él había sucedido todo lo contrario. Además Federico tenía otro detalle en su contra: jamás había querido decirle donde trabajaba. En el año que llevaban de casados, siempre rehuyó la respuesta. Al fin, a Claudia había dejado de interesarle. Ahora sí hubiera querido saberlo, pero evitó preguntárselo para que no supiera que sospechaba de él. Necesitaba pruebas para creer en su inocencia, aunque también sabía que el que necesita pruebas para creer, no creerá en las pruebas.
La semana pasó más rápidamente que de costumbre. Fue planeando meticulosamente lo que habría de hacer en la próxima aventura de seguimiento. El domingo intentó nuevamente seguir en taxi al automóvil de su marido, pronunciando las palabras que tan meticulosamente había proyectado, pero tampoco se animó a decir aquel dificultoso “siga a ese coche” y volvió a indicarle cualquier dirección. Bajó del taxi, esta vez un poco más lejos que la semana anterior y se dispuso a volver –ahora sí– mirando vidrieras, cuando sorpresivamente vio pasar al Citrôen de Federico. Él siempre acostumbraba a dar rodeos para evitar las calles que tradicionalmente llevan mucho tránsito y como el taxi había hecho un recorrido más directo por una ciudad que, por ser domingo, estaba desierta, llegó a la esquina antes que él. Siguió al coche con la mirada hasta que se perdió de vista por una pequeña curva que hacía la calle. Fue caminando hasta allí pero, por supuesto, ya no pudo verlo.
Volvió a su casa satisfecha. ¡Algo había logrado! No era mucho, pero se sentía un poco triunfadora.
Durante la semana no quiso continuar la investigación porque supuso que la infidelidad la cometería en sábados y domingos o durante lo que él llamaba “horas extras”. Pacientemente esperó el sábado. Cuando llegó ya tenía un plan más elaborado y completo.
Calculó continuar el seguimiento a partir de la curva donde lo vio pasar. Sabía que su encuentro de la semana pasada había sido puramente casual y previó salir antes que él por miedo a no llegar a tiempo. Para hacerlo mintió una visita a una tía, que estaba enferma. Era una excusa real porque justamente unos días atrás se lo habían informado, sólo que a lo de su tía iría después de su tarea de investigadora. Como lo había supuesto, Federico no se ofreció a llevarla y eso le significó otro punto en contra.
Llegó al lugar donde el domingo anterior el Citrôen se perdió de vista. Esta vez llegó en colectivo y se puso a esperar a Federico. A los pocos minutos comprendió que estaba corriendo el riesgo de que él también la viera, por lo que tuvo que buscar un lugar más estratégico. No bien lo hizo, vio aparecer el auto que dobló cuatro cuadras más allá.
El astronauta que quedó en la nave, comprobó con terror que había perdido el contacto con el compañero que había salido al espacio. Por un momento le pareció verlo a través de una de las escotillas, pero luego volvió a perderlo. Desesperado comunicó a la tierra la infortunada novedad.