domingo, 10 de agosto de 2008

CAPÍTULO VI.

Ya habían pasado dos meses desde que iniciara la investigación. Una agencia de detectives lo hubiera hecho más rápido pero, si no se había animado a decir “siga a ese coche”, menos podría contar su caso ante desconocidos. Además, ni siquiera sabía si existen agencias de detectives, como aparece en las películas.
Por eso prosiguió sola, con los recursos que le daba su ingenio. Así, siguiéndolo de a tres o cuatro cuadras, un día pudo descubrir el lugar donde estacionaba el coche.
Seguirlo en su trayecto a pie ya fue más sencillo. Para evitar que la reconociera desde lejos, durante la semana compró un vestido de corte antiguo y se cuidó muy bien de que Federico no lo viera. El sábado se puso un pañuelo negro en la cabeza lo que, sumado al vestido, la hacía aparecer a la distancia como más vieja. O por lo menos eso supuso. Aún con todas esas precauciones, iba ocultándose en los huecos de las paredes o disimulaba, mirando alguna vidriera. Pero ni una sola vez Federico miró hacia atrás. Entró a un edificio de varios pisos. Ahora Claudia se encontraba en una encrucijada: ¿Cómo saber a qué piso iba? Seguirlo en el ascensor sin que él lo supiera, sería imposible. Esperarlo en los pasillos, más difícil aún. ¿Dónde esconderse?
Decidió volver a su casa para pensar todo con más tranquilidad. Antes de abandonar el lugar, vio que una mujer medianamente joven entraba al edificio.
A mediodía casi no comió. Se encontraba en un callejón sin salida. La alegría que la había dominado los dos últimos meses por los progresos que iba logrando, se convirtió en desazón.
Trató de tranquilizarse y encontrar la solución. Mirar un programa de televisión la distrajo bastante y pudo volver a pensar. Cerca de las cinco de la tarde ya sabía cual iba a ser su próximo paso: averiguar a qué hora salía Federico de aquel edificio. No sabía bien a qué la conduciría a aquella pista, pero volvió a recuperar la alegría perdida. La mayoría de las veces, la tristeza está basada en la falta de proyectos.
Suspendió por ese día la investigación porque no quería que su marido llegara a casa antes que ella. Se autoconvenció de que no debía precipitarse para no arruinar todo lo logrado hasta el momento, aunque quizás el verdadero motivo fuera el temor de encontrarse cara a cara con una realidad que sospechaba pero de la que aún no tenía certeza. Esperó hasta el sábado siguiente y esa semana se le hizo larguísima.
A Federico le extrañó que Claudia no saliera antes que él, como acostumbraba los fines de semana.
— Es que esta vez voy a casa de tía Amelia y como ella no suele levantarse temprano...— contestó. Y advirtió: — pero probablemente vuelva algo más tarde.
— No importa, podés volver a la hora que quieras — dijo él con una extraña amabilidad. ¿No estaría sospechando algo?

Llegó al edificio cuando recién había anochecido. La calle estaba desierta y oscura. Se escondió en el hueco de un zaguán y esperó. La mujer que había visto entrar el domingo anterior, salió apresuradamente. Federico salió poco después. Claudia lo siguió hasta que subió al coche y desapareció.
Cuando regresó a casa, su marido ya había llegado. Estaba contenta otra vez. Pero al otro día se preguntó qué había ganado con eso; ella misma se respondió: ¡Nada!
Federico se había mostrado cariñoso. Era lo típico de un marido infiel. La atendía bien físicamente pero la abandonaba espiritualmente. No alcanzó a comprender lo absurdo de sus cambiantes posturas. Dos meses atrás, a Federico lo hacía sospechoso el no ser cariñoso, ahora la sospecha recaía en lo cariñoso que había sido.
Volvió a salir temprano pero esta vez no le dio explicaciones. No las merecía ¿Acaso él le explicaba algo?
Escondida en un zaguán vio pasar a Federico y, al poco tiempo, a la mujer. Ya no le cabía duda alguna: ella era la culpable de la infidelidad.
A mediodía ya tenía planeado el crimen perfecto. Federico guardaba en su escritorio una pistola. No la había registrado y nadie sabía de su existencia, de eso estaba completamente segura: sólo ella y él. Ella callaría y él...
Se puso unos guantes y limpió la pistola para que no quedara ninguna huella.
Esa noche, en el zaguán, vio salir a la mujer. Cuando pasó Federico, le disparó cuatro tiros casi a quemarropa. Uno de los disparos dio en la cabeza. Nunca había usado un arma de fuego pero le pareció natural hacerlo. Metida como estaba, en una ficción que ella misma había construido, se creyó movida por un invisible autor de la trama e irremisiblemente condenada a las acciones que realizaba.
La calle seguía desierta. Tiró la pistola, caminó unas cuatro cuadras y recién allí tomó un taxi. En el viaje abrió la ventanilla y, cuando estuvo segura de que el chofer no la miraba por el espejo retrovisor, tiró los guantes a la calle. Tenía miedo de que alguna huella de pólvora la delatara.
De madrugada recibió a la policía. Un nervioso oficial le comunicó con muchos rodeos el asesinato de su esposo. Lloró y se desesperó.
Después del reconocimiento del cadáver fue a prestar declaración a la comisaría, donde se dio cuenta que estaba libre de sospechas.
— ¿Quién pudo hacerlo? — gemía — ¡ Si él no tenía enemigos!
El comisario carraspeó. Tanto él como el sumariante parecían incómodos. Daban muchas vueltas para decir algo. Al fin se decidió.
— Siento lo que voy a decirle, señora, pero es mi deber dejar debidamente aclarado el caso. Su esposo no contaba con muchas simpatías por parte de sus compañeros de trabajo.
— ¿Por qué? — se sorprendió Claudia. Esta vez no necesitó fingir nada: estaba verdaderamente sorprendida. Nunca había imaginado a los compañeros de trabajo de Federico, menos aún los pensaba enemistados con él.
El comisario proseguía tratando de encontrar el hueco donde la verdad no hiciera daño a Claudia.
— El personal de la empresa estaba en conflicto. Si bien aún no habían declarado un paro, estaban en un estado de quita de colaboración.
— No entiendo eso.
— Al retirar la colaboración — explicó pacientemente el comisario — el personal trabaja a desgano y se niega a hacer horas extras.
— ¿Y eso qué tiene que ver con mi marido?
El comisario se movió incómodo en su silla, hasta que encontró la manera de decirlo para que ella entendiera la realidad sin que él se la dijera de forma directa.
— Es que él, no sólo hacía horas extras, sino que hasta trabajaba sábados y domingos.
Cuando recibió la orden de regresar a la tierra, obedeció instintivamente. Se sentó ante los comandos y movió las palancas necesarias para salir de la órbita en que se encontraba la nave.
Antes de concluir la tarea, se sintió un traidor, un mal amigo, un canalla. Abortó la operación, desconectó la radio y se dispuso a esperar un milagro.