sábado, 9 de agosto de 2008

CAPÍTULO VII.

Cuando despertó ya había amanecido. El sueño le había hecho bien y le había evitado la desgastadora tarea que tienen los viajeros insomnes, de mirar por la ventanilla tratando de encontrar en la oscuridad alguna señal que les indique dónde están. Hacía más de dos horas que habían abandonado la provincia de Santa Fe, con sus trigales hasta donde se perdía la vista. Aquí sólo se veían pequeños montes de palmeras y arbustos espinosos. Pocos campos sembrados y muchos esteros donde algunos vacunos, que parecían cebúes, pastaban con el agua tocándole el vientre.
Repentinamente se levantó de su asiento, tomó el portafolios y el bolso y fue a pedirle al chofer que lo dejará en la ruta.
— ¿En la rotonda? — le preguntó.
— Si — contestó Sergio, sin saber de qué rotonda le estaban hablando.
— ¿Tenés equipaje?
— No.
Eso fue un alivio, más para los otros pasajeros que para los choferes. Cuando algún pasajero con equipaje bajaba en la ruta, la amabilidad y la pachorra de los choferes les hacía perder mucho tiempo mientras abrían las puertas de los depósitos y encontraban las valijas.
Bajó frente a un destacamento caminero. Varias personas “hacían dedo” o, como dicen allá, trataban de viajar “a proporción”, es decir intentaban que alguien los llevara sin pagar.
Se cruzó al otro lado de la rotonda sin saber bien qué hacía allí ni dónde estaba. Una camioneta paró a pedido de varios hombres que hacían “proporción”. Él corrió con ellos y subió, cada vez más perplejo con sus propias actitudes. Razonó, sin embargo, que si él estaba desorientado, más lo estarían Los Otros en el supuesto caso de que aún lo estuvieran siguiendo.
Observó a sus ocasionales compañeros de viaje. Un viejo paisano que sostenía su sombrero para evitar que el viento se lo llevara, trató de entablar conversación con él.
— ¿ De Buenos Aires? — le preguntó.
— Sí — contestó Sergio e inmediatamente se arrepintió. Tenía que inventar otro lugar de origen si quería borrar todo rastro que pudiera llevar a alguien hasta su pasado. No es que desconfiara del viejo, (no creía que Los Otros fueran capaces de simular tan perfectamente una personalidad ¡Inocente credulidad!) sino por hipotéticas trampas que pudieran hacerle. Miró con recelo al resto de sus acompañantes, pero estos permanecían ajenos, mirando, de cara al viento, la ciudad de anchas veredas en la que estaban entrando y que después supo que era Resistencia, la capital de la provincia del Chaco.
— Yo tengo un hermano en Buenos Aires ...— siguió el viejo esperando una respuesta— Montenegro, se llama... Vive en Lomas de La Mora, o algo así.
Asombrado, Sergio comprendió que el viejo esperaba que le contestara si conocía a ese Montenegro, que vivía en el Gran Buenos Aires, seguramente en Lomas de Zamora. Supondría que Buenos Aires era un pueblito como los que él conocía. Hasta la misma Resistencia se le haría inconcebible.
— Trabaja en una fábrica que hay por allí — insistió el viejo y volvió a esperar una respuesta que ahora, con los nuevos datos aportados, estaba seguro que podría darle.
Le causó gracia la simplicidad del viejo, al que por suerte no tuvo que contestar porque la camioneta se había detenido. Todos bajaron y Sergio se apuró a alejarse del grupo.
Cruzó una gran plaza de por lo menos cuatro hectáreas. Casi todos los árboles tenían debajo, un cartelito con su nombre, como en un jardín botánico. En el centro había un grupo de jóvenes, chicas y chicos, que mateaban con sus termos sentados en una pared que rodeaba un árbol. Le pareció hermoso verlos en una tertulia que no se veía en las grandes ciudades, salvo en las uruguayas.
Al principio caminaba con apuro, siguiendo la costumbre adquirida en sus años de porteño, (¡otra vez la rutina!) pero después se tranquilizó y caminó con el ritmo que le trasmitía el lugar. Compró el diario “El Litoral” y tomó una calle cualquiera. Para él todas eran iguales. No habían sido originales para ponerles nombre. La que había elegido se llamaba “Alberdi”, como en cualquier ciudad o pueblo de la Argentina. Llamó a la puerta de un edificio de dos o tres pisos que anunciaba: “Hotel Celta”. Esperó pacientemente con el portafolios en una mano, el bolso colgado al hombro y el diario bajo el brazo.
Una señora muy amable lo atendió sin hacerle preguntas y lo alojó en una habitación sencilla pero limpia y bien arreglada. Para ella sería un viajante de comercio o un vendedor más de todos los que recorren el país de punta a punta.
Se tiró vestido sobre la cama y dedicó un momento a tranquilizarse. Al rato comenzó a sentir hambre. Se sentía extrañamente satisfecho, pero no analizó el porqué. Se bañó con el agua caliente de una pequeña ducha eléctrica y se dispuso a organizar sus próximos pasos.
Salió a caminar por la ciudad y descubrió la terminal de ómnibus a dos cuadras de allí. Comió en un restaurante de las cercanías.
Volvió al hotel donde durmió hasta que empezó a oscurecer. Estaba tranquilo como si en esa ciudad tan alejada estuviera libre de Los Otros.
Ocultó el portafolios entre las frazadas del placard (precaución que no había tomado en su anterior salida) y volvió a salir, caminando en la noche de Resistencia.
Compró algunas ropas y dos libros. El librero también le hizo la pregunta que volvería a escuchar cientos de veces:
— ¿De Buenos Aires?
Esta vez la pregunta no lo tomó desprevenido y mintió un origen que se le ocurrió en el momento. Estaba por decir “Córdoba”, que fue la primer provincia que se le ocurrió, pero inmediatamente supuso que tendría que fingir un tonito cordobés que no estaba seguro de poder adoptar.
— Sí, pero de la provincia. De Junín.
— Por eso digo: de Buenos Aires.
Comenzó a entender que para los provincianos Buenos Aires era una sola: una ciudad con grandes rascacielos. Ni imaginaban las enormes llanuras de la pampa húmeda, aunque lo hubieran estudiado en la escuela.
Ya en el hotel se cambió de ropas y dio una hojeada a “El Litoral” que sólo se distinguía de los diarios nacionales en alguna noticia de la política local que pasaba desapercibida para los porteños. Hasta vio anunciado un cine condicionado.
Al otro día se levantó temprano y fue a la terminal. Quería buscar un lugar donde asentarse definitivamente, aunque aún no tenía decidido si iba a ser en una zona urbana o en una rural.
Tomó un colectivo que iba a Corrientes, adonde llegó en menos de una hora. Aunque admiró el puente General Belgrano y se deleitó en la avenida costanera, al recorrer las antiguas calles céntricas, volvió a sentirse intranquilo. La calle principal parecía la calle Florida de Buenos Aires.
Regresó después de almorzar y, aunque había planeado tomarse tiempo para decidir su destino, resolvió retomar los caminos del azar que venía recorriendo desde que comenzó su huida.
Mentalmente hizo muchísimos cálculos sobre órbitas y distancias. Descubrió la forma de desviar su trayectoria y compararla, mediante observaciones, con los puntitos titilantes que lo rodeaban, aunque eran todos iguales. Por último resolvió esperar tranquilo lo que pasara.