viernes, 8 de agosto de 2008

CAPÍTULO VIII.

Al otro día muy temprano salió hacia la terminal, con su portafolios y su bolso de mano. No se despidió de su eventual huésped. Ni siquiera le advirtió que ya no volvería. Aunque en un primer momento lo analizó como un error, por las sospechas que su actitud podía provocar en la hotelera, se tranquilizó convenciéndose de que ella ya estaría acostumbrada a ese tipo de desplantes.
En el momento en que llegó a la terminal, salía un ómnibus con un cartel que indicaba: El Colorado. Subió y pidió un boleto a ese destino. El azar seguía guiando sus pasos.
Una vez acomodado en su asiento, le dieron una revista que apenas ojeó pero en donde le llamó la atención un pequeño poema que ilustraba un aviso publicitario de una agencia de turismo:
FORTASSE
Destino de desencuentro.
Torpe ironía de los años
y este callejón sin salida.
Estar aquí y allí.
Asomarme a la vida desde los impulsos
y participar en ella desde los huesos.

Acaso sea el azar
lo que mueve mis pasos
y teje mis hilos.
Tal vez me atrape la telaraña que creí tejer.

Me rodea la duda
(el motor que me impulsa,
la razonable guía de mis pasos,
el sutil murmullo que me dicta
los secretos deseos).

Creo.

Antes había relacionado el escrito sobre Los Otros con aquel suicida de la calle Rivadavia. Ahora supuso que ese fortasse, es decir ese quizás o tal vez, tenía que ver directamente con él, aunque no conocía bien el significado de la palabra. No quiso hacer demasiados razonamientos porque eso implicaría suponer que hasta allí, hasta esos lejanos parajes, había llegado también la conspiración que lo obsesionaba.
Volvió a concentrarse en el ómnibus. Era un coche con las mismas características de los de larga distancia, aunque más destartalado. Fue notando por el camino que los pasajeros eran distintos. Subían y bajaban en cualquier parte y en algunas paradas ascendía una gran cantidad de escolares que no abonaban pasaje.
Después de unas tres horas de viaje, cruzaron el río Bermejo, que lo impresionó por sus barrancas. Enormes letras anunciaban que habían entrado a la provincia de Formosa. Después de pasar el control caminero, pidió descender y, como había sucedido en el Chaco, quedó en un cruce de caminos de Formosa, con su bolso y su portafolios. ¿Adónde iba? Sintió el absurdo de salir a caminar sin rumbo por las rutas de una provincia que no conocía y que se le hacía tan exótica como Biafra o Burundi.
Comprendió el error de no haber previsto otro bolso para el dinero. Era seguro que un gringo, caminando con un portafolios al rayo del sol, no podía menos que despertar sospechas. Tardaría algunos años en descubrir que, entre los campesinos, el sentido del ridículo no tiene la misma proporción que entre los porteños o los habitantes de las grandes ciudades: cada uno se viste como quiere o como puede y carga con los bultos que tiene que cargar, sin que a nadie le llame la atención.
A poco de andar por una ruta de tierra, se metió en un pequeño bosque y trató de solucionar lo que consideraba un problema. Sacó los billetes del portafolios y los fue acomodando en el bolso. Para eso tuvo que tirar el traje, que ya no usaría. Hizo un buen trabajo: el dinero quedó en el medio, rodeado de ropas. Así que, aunque el bolso se rasgara por alguna causa externa, no se podría descubrir su valioso contenido.
Volvió a la ruta pero unos segundos después pensó en la posibilidad de que alguien encontrara el portafolios, cosa que podría poner sobre aviso a Los Otros. Regresó para enterrarlo junto al traje abandonado. Le costó algo de trabajo escarbar en la tierra reseca, pero arrancó un pequeño arbusto y aprovechó el pozo. Con las manos fue sacando la tierra suelta que movía con un palo, metió lo que tenía que esconder y lo tapó con el arbusto que había arrancado. Todo quedó perfectamente disimulado. La feraz tierra se ocuparía de hacer crecer en poco tiempo una frondosa vegetación que llevaría el episodio al olvido total.
Durante dos kilómetros del polvoriento camino fue haciendo proporción a los pocos vehículos que pasaban. Ninguno se detuvo, cosa que le hizo creer que era una fábula aquello de la cordialidad del provinciano.
En un cruce había un camión detenido. Se veía a su conductor que aparentemente estaba arreglando una rueda. Apuró el paso con el propósito de ayudarlo en su tarea para luego pedirle que lo llevara. Pero de pronto tuvo una sospecha: ¿Y si todo fuera una trampa? Estaba demasiado ofrecido ese viaje como para que pudiera aceptarlo. Pero, si era cierto que era una trampa, eso significaba que Los Otros habían dado con su paradero. Se volvió a esconder a un costado del camino hasta que vio que el camión arrancaba. Luego volvió a su marcha hacia quién sabe dónde.
El sol de noviembre empezaba a apretar a las once de la mañana, en una provincia tropical. Debía haber previsto un sombrero, pero ¿Cómo podía suponer dónde iría a parar con sus huesos?
Sacó una remera del bolso y se la puso sobre la cabeza. Sonrió al imaginar su figura, caminando transpirado, tapando la cabeza como una campesina. ¡Pensar que había trabajado tanto en aquel bosquecito para no llamar la atención!
Tampoco previó algo para comer y, lo peor, ni siquiera un poco de agua. Cuando la sed comenzaba a apretarlo vio venir a lo lejos un antiguo camión que se detuvo a sus señas. Subió en la caja donde también viajaba un viejo que lo saludó tocando el ala de su sombrero y que, por suerte, no habló en todo el viaje.
Después de una curva empezó a ver a lo lejos unas torres de radio que le indicaban que había alguna población. Entraron en un pueblo de calles de tierra, que se anunciaba con un simple cartel de Vialidad Provincial:

MAYOR VICENTE EDMUNDO VILLAFAÑE

Iba a indicar al conductor que se detuviera, pero vio la comisaría y decidió seguir un poco más. De todas maneras, el camión paró algo más adelante, frente a un cartel que indicaba: “Comedor El Negro”. Le agradó encontrar en castellano lo que en cualquier otra parte se hubiera llamado restaurante.
— ¿Aquí? — le preguntó el conductor.
— Sí, gracias — contestó Sergio.
Sintió hambre. Había pensado cruzarse hasta el comedor a comer y tomar algo, cuando vio venir a la carrera a un caballo que arrastraba un carro de una sola vara. Casi frente a él, se detuvo un instante para esquivar un automóvil estacionado y quiso retomar la carrera. Quién sabe por qué instinto, Sergio tomó en ese momento las riendas sobre la boca del caballo y lo detuvo. Llegaron a la carrera dos chicos que lo ayudaron a sujetarlo, esperando que llegara hasta el lugar la dueña del carro, una vieja muy arrugada y totalmente vestida de negro.
No le dio las gracias pero se mostró agradecida y después como sorprendida. Lo miró de arriba a abajo y sólo le preguntó:
— ¿Sos vos?
Nunca supo si contestó que sí o si la vieja tomó su silencio como una afirmación.
— Subí — le ordenó lacónicamente.
Pese al modo imperativo, la voz de la vieja no sonaba como una orden, sino como un fatalismo pronunciado en palabras. No le quedó más remedio que subir al carro sin decir nada, olvidando en el suelo su bolso, que los chicos se apresuraron a colocar detrás del carro. Antes de que la vieja subiera se escuchó desde lejos, detrás de él:
¡Maína! ¡Maína!
Era otra vieja, no tan arrugada, que se acercaba corriendo.
— La bendición, che maína. — le dijo en cuanto llegó, a lo que la primera vieja hizo con la mano abierta, la señal de la cruz, mientras repetía en un murmullo:
— Que Dios te bendiga, che memby. En el nombre del Padre, del Hijo, del espíritu santo. Amén.
De esa manera Sergio aprendió una de las costumbres de la zona: el mayor de la casa da a los demás la bendición. Un homenaje a los ancianos que sólo había leído en algunos libros pero que no sabía que aún se usaba.
Por el camino, creyó oír que la vieja le decía algo así como:
— Él te está esperando.
Ahora los náufragos eran dos. Uno por fatalismo y el otro por opción. Aunque ellos mismos lo ignoraban había fatalismo en ambas situaciones. Y quizá el primero de los náufragos, el que había sufrido el accidente, también había optado por ese destino. Quién sabe en qué recovecos de la mente se anidaba la ilusión infantil de huir de un mundo perverso y hostil para hundirse en la infinitud de la creación.