jueves, 7 de agosto de 2008

CAPÍTULO IX.

Después de más de media hora de traqueteado viaje, en el que cruzaron por lo menos dos esteros, llegaron a un rancho donde había varias personas en la puerta.
Apenas bajó, alguien le alcanzó un vaso de vino que bebió rápidamente por la sed que tenía. Otro le bajó el bolso y lo colocó sobre un tronco que hacía de banco, bajo el alero del patio. Escuchó murmurar: “¡Lo trajo, nomás!” Y supo que el tono de admiración con se pronunció, iba dirigido a la vieja. Se notaba que era ella el líder de toda aquella gente. Pocas veces percibió un poder de mando así. Todos obedecían, sin que nadie diera órdenes. Era un poder que no se basaba en la dominación sino en el respeto.
Aquello parecía el campamento de alguna expedición más que una casa con sus habitantes. Poco a poco fue descubriendo a otras personas que se dedicaban a diversas tareas.
— ¿Tereré? — escuchó que preguntaban a su lado.
Se volvió para ver a una muchachita de unos once o doce años, de trenzas muy negras, que le ofrecía un mate.
Estuvo a punto de aceptarlo, porque el vino no había logrado aplacar la sed de muchas horas, pero la vieja detuvo el ofrecimiento de la nena.
— Dejá. Ya va a tener tiempo de tereré. — dijo y, dirigiéndose a él, le ordenó — Pasá.
Lo hizo entrar en el rancho. En la semipenumbra pudo distinguir un catre donde gemía alguien. Hacía un calor insoportable. Sergio notó la transpiración que le corría pegando su ropa al cuerpo. El vino en el estómago vacío lo había mareado.
— Te lo traje, Faustino — le susurró la vieja, con una ternura que hasta el momento no había dejado traslucir.
Los ojos de Sergio comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad. Antes de detenerse en la figura del lecho, sus ojos se posaron sobre una estampita del Sagrado Corazón bajo la que ardía una vela. Recién después notó al viejo que yacía moribundo. Se preguntó si en aquel lugar de Formosa donde había caído, todos –salvo la muchacha del tereré– eran viejos.
— ¿Lo trajiste, Matilde? — preguntó el moribundo sin creerlo.
Doña Matilde, que había convertido en ternura toda su figura, antes casi autoritaria, le contestó con una sonrisa, señalando a Sergio:
— Ahí lo tenés.
El viejo lo miró y pareció repentinamente curado. Le tomó la mano.
— Te esperé mucho tiempo. Eras un chico cuando te fuiste. Ya decía yo que era una mentira aquella historia de que habías muerto en una pelea en el Paraguay. La única que me creyó fue Matilde y me prometió encontrarte.
Ella sonreía con la satisfacción del deber cumplido.
— Estaba viviendo en Buenos Aires. – Lo apuró: – Pero ya queda poco tiempo. Decile lo que le tenés que decir.
— Todo lo que tengo es para vos — le fue diciendo a Sergio como quien dicta un testamento — y es para vos porque siempre trabajé pensando que ibas a volver y porque sé que no te vas olvidar de Matilde ni de los pobres. Quiero que mantengas a la gente que trabaja en la chacra. Siempre me fueron fieles. En el banco hay unos pesos. Usalos como vos sabés.
Siguió con las recomendaciones mientras doña Matilde asentía como un escribano que toma nota. De pronto interrumpió sus palabras y comenzó a dar estertores.
— Ya murió. — dijo la vieja — Podés salir. Nosotras nos ocupamos de todo.
No necesitó preguntar quienes eran nosotras. En cuanto salió del rancho, otras dos viejas entraron.
Los hombres estrechaban su mano con sincero dolor. Cuando hubo pasado el desfile de condolientes, lo llevaron a la parte de atrás donde un gran árbol preservaba del calor. En una parrilla se asaban chorizos y grandes trozos de carne cortados en forma distinta a la que se acostumbra en Buenos Aires. Descubrió que tenía mucha hambre. No había comido nada desde que salió de Resistencia, y ya habían pasado varias horas.
Durante el almuerzo se fue enterando de muchas cosas. Poco a poco supo que había sido confundido con el hijo de don Faustino que, según todos los indicios, había muerto hacía ya varios años en el Paraguay. La confusión fue posible porque el supuesto difunto había salido de la provincia con su madre cuando sólo tenía ocho o nueve años. Parece ser que había un parecido físico entre Sergio y el verdadero hijo o, por lo menos, así lo habían querido creer todos los que lo conocieron y ansiaban su regreso.
Doña Matilde era la “médica” del lugar. Le llevó algún tiempo descubrir la diferencia entre “médico” y “doctor”. El primero era el curandero, mientras que al médico diplomado se lo llamaba doctor o, mejor dicho, “dotor”.
Esta médica tenía fama, además, de hacer predicciones infalibles. Curaba con yuyos y de palabra, era partera y consejera matrimonial. Había criado infinidad de chicos que la llamaban “madrina”. Era temida por los malos, respetada por los ilustrados y amada por los simples. Sus palabras eran tenidas como santas: eran las tablas que Moisés bajó del Sinaí.
Una de las predicciones que hizo era que antes de la muerte de don Faustino volvería el hijo que, casualmente, se llamaba Pedro ¡Igual al nombre que había inventado en su documento falso! (¡NO HAY CASUALIDADES!)
Todo lo que podían haberle dicho sobre doña Matilde, Sergio lo había descubierto ya. Su autoridad, cuando lo indujo a subir al carro; el madrinazgo, con aquella vieja que le pidió la bendición; el cariño popular, con los chicos que se empeñaban en complacerla sin pedir recompensa. No le extrañaba la actitud de la gente que la veneraba, porque supo de la ternura interior de aquella mujer aparentemente tan severa.
También le explicaron que lo que hicieron las viejas en el momento en que don Faustino murió, era preparar al difunto. Lo desnudaban, lo lavaban y afeitaban y luego lo vestían con sus mejores ropas, a la que previamente le habían sacado todos los botones “para que’lalma pueda escapar”. Había en aquellos hombres y mujeres, un respeto ancestral por la muerte. Aquella comida era casi un ritual con el que se preparaban para lo que seguía.
Apenas terminado el almuerzo, se distribuyeron las tareas. Algunos hombres fueron hacia el cementerio a preparar la tumba, otros a la municipalidad para buscar el féretro. Las mujeres se ocupaban de difundir la noticia en las chacras vecinas y recoger flores para el velorio.
La muchacha de trenzas se sentó a su lado y comenzó a cebarle tereré. Notó una suerte de cortejo que había a su alrededor para acompañarlo y servirlo, en silencio y ceremoniosamente en todo los actos. La muerte presidía el lugar. Mientras algunas mujeres limpiaban, dos hombres cortaban leña.
Se sintió querido y protegido: a salvo de Los Otros. Infinidad de pensamientos pasaban por su cabeza. ¿Cómo iba a superar el problema de la identidad? En medio de la seguridad que le daba el lugar, lo atemorizó el futuro. Estaba seguro que en cuanto se quisiera hacer cargo de los bienes que le había legado su supuesto padre, lo primero que tendría que hacer es acreditar su identidad. ¿Qué iba a presentar ante las autoridades? ¿Su documento a nombre de Pedro Peral? Quizá podría retocarlo otra vez y colocar en vez de “Peral”... ¿qué apellido? Si ni siquiera sabía cual era el de don Faustino. Y aunque lograra embaucar a todos ¿Podría él hacerse cargo de la chacra? Sus conocimientos del campo eran más que limitados. Por un momento pensó en huir de aquel extraño lugar, antes de que se descubriera la superchería de la que era culpable, aunque fuera por omisión, por no aclarar que él no era el Pedro que buscaban. Pero por otra parte sentía que ese era su lugar. Decidió no preocuparse hasta que se fueran presentando los problemas.
¡Cuántas cosas aprendió en aquellas pocas horas! No pudo menos que comparar las diferencias que había entre la muerte de una persona en Buenos Aires y la de otra en Formosa. Allá la muerte era un negocio, aquí un momento culminante que todos respetaban y temían. El féretro donde reposaba don Faustino, había sido construido con un armazón de varillas de madera cubierto con harboard y no tenía manijas. En eso ya se destacaban singularmente las diferencias pero lo más importante era la actitud de la gente que venía a homenajear al difunto. No se podía ver en ellas ni hipocresías ni aparatosidades.
Cada uno trataba de participar en el velorio de la manera en que sus posibilidades le permitían. Algunos traían velas, otros café o yerba, ginebra o cognac, empanadas o pasteles. No siempre era el amor lo que los movía, a veces era el temor a lo que el difunto podía hacerles si no le prestaban el debido respeto. Pero de una u otra manera no había falsedad ninguna.
Un hombre joven, de grandes bigotes negros, preparó el fuego donde se iba poniendo carne y chorizos que se fueron consumiendo durante toda la noche. Se enteró que habían matado una vaquillona para la ocasión y así supo también que aquella gente no comía las entrañas del animal, las que eran devoradas furiosamente por la infinidad de perros que acompañaba la ceremonia.
Durante toda la noche las mujeres se iban turnando en el rezo del rosario y en los llantos plañideros que sonaban como lo único prefabricado. Pero no era falsedad lo que los motivaban, sino una costumbre ancestral, un rito que no podía faltar.
Conoció a varias personas que le pidieron que los visitara, como el concejal Mencho Zaragoza y don Smith, encargado de la planta de agua potable. Un tal Báez lo invitó a su aserradero, después que Sergio intervino en una discusión que se había entablado entre éste y Arroyo, dueño de otro aserradero. Báez hacía tirantes y tablones cortando con un gran serrucho tronzador los troncos que él mismo traía del monte. En cambio Arroyo había incorporado varias maquinarias que hacían el trabajo con más velocidad y precisión y discutía con el otro, calificando de “prehistóricas” sus habilidades. Báez llevaba las de perder porque Arroyo era uno de los políticos más prestigiosos del pueblo y sus argumentos superaban ampliamente a los suyos.
Algunos presentes reprocharon a los contendientes la inoportunidad de esa discusión en un momento tan solemne y miraron al supuesto don Pedro como pidiendo disculpas por esos desubicados. Sergio creyó necesario dar su opinión.
— Es indudable — dijo — que las máquinas ahorran tiempo y trabajo y que se hacen imprescindibles en este mundo tan acelerado...
Arroyo lo palmeó con aprobación y miró a los demás, especialmente a Báez, como diciendo “han visto que yo tenía razón”.
— ... pero el trabajo artesanal se valora mucho en las grandes ciudades porque es algo que lamentablemente se va perdiendo. — continuó Sergio — No nos olvidemos que San José y hasta el mismo Jesús eran carpinteros... y ellos no tenían máquinas.
Ahora era Báez el que sonreía triunfante. Sergio había ganado dos amigos. Los demás estaban satisfechos con la solución salomónica. A partir de allí Sergio comenzó a sentirse Pedro, aunque todavía ignoraba, no sólo su apellido, sino también de dónde había sacado esa referencia evangélica él, que no tenía ninguna formación religiosa. Se acordó de Estrada y se sintió erudito ante aquella gente de escasísimos conocimientos.
Por la mañana algunos fueron hasta la carpintería de Arroyo y trajeron de allí unos tirantillos con los extremos redondeados. Báez había ido a buscar su camioneta, de lo contrario se hubiera ofendido por la elección de su rival. Otros salieron a buscar algunos coches. Cerca de las nueve de la mañana, estaban frente a la casa, la camioneta de Báez, que serviría como carroza fúnebre y unos cinco o seis autos que serían la caravana mortuoria.
Poco a poco todos fueron pasando por la capilla ardiente para despedir al finado. Pasando los tirantillos por debajo del ataúd, varios ayudaron a Sergio a trasladarlo hasta la camioneta. Se acomodó con los otros junto donde yacía “su padre”. Lamentó no haberlo mirado más detenidamente antes de que el cajón fuera cerrado para siempre. Corría el peligro de no reconocerlo en alguna foto que le mostraran o cuando le preguntaran sobre algún rasgo de su cara. Aunque siempre le quedaba el recurso de alegar lo chico que era cuando se fue del pueblo.
Era evidente que don Faustino era una persona muy querida, porque el cortejo fúnebre, que comenzó con unos pocos vehículos, se iba incrementando por el camino con automóviles, camionetas y carros. Entraron en el pueblo polvoriento donde los que no integraban la caravana se alineaban respetuosamente en las veredas para despedir al muerto. Se detuvieron frente a la iglesia, bajaron el féretro y lo llevaron hasta el altar entre una doble fila de escolares. Don Faustino había sido presidente de la cooperadora y la escuela quería despedirlo institucionalmente. Un diácono laico, que era el que hacía todas las tareas parroquiales, pronunció un responso e invitó a los presentes a decir una oración que todos rezaron respetuosamente. Es que en el pueblo no había cura. Una vez por mes llegaba uno a oficiar misa y volvía a irse.
Volvieron a emprender la marcha hacia el cementerio. Cuando llegaron los esperaba más gente que se cubría del sol con paraguas y sombrillas. Ante la Cruz Mayor volvieron a orar por el difunto y se encaminaron a la tumba. Ésta había sido construida sobre la tierra. Era una especie de nicho completamente cerrado, salvo uno de los extremos, por donde metieron el cajón, empujándolo sobre unos rústicos rodillos de madera. Concluida esa operación, los albañiles comenzaron a construir la pared que cerraría totalmente el túmulo.
No vio el final porque alguien lo tomó del brazo y lo condujo a un auto para llevarlo de vuelta al rancho.
Le extrañó no haber vuelto a ver a la vieja.
— ¿Y doña Matilde? — preguntó a sus acompañantes durante el viaje.
— Está atendiendo a la Ramona Pereyra. — dijo uno y siguió hablando, un poco para Sergio y otro poco para el resto de los pasajeros — Viene mal el chico. Creo que esta vez va a tener que llamar al dotor.
— ¡Qué va...! – respondió otro.
Durante el regreso fue tratando de fijar en la memoria algunos detalles del camino, cosa que no había hecho ni cuando lo llevó doña Matilde ni cuando salió para el cementerio. Poco pudo lograr. Todos los lugares le parecían iguales.
Al llegar se sintió desorientado. La gente que quedaba se fue despidiendo de él y poniéndose a sus órdenes. Quedó solo en “su casa”.
Las mujeres ya habían limpiado la pieza del rancho y cambiaron la ropa del catre. Se acostó y quedó inmediatamente dormido. Tranquilo como sólo lo había estado en el regazo de su madre.
La desesperación había cedido poco a poco. La inmensidad del espacio les había hecho comprender la fragilidad del ser humano. Sintieron el abrazo de Dios y se supieron protegidos por Él. Aunque estaban separados por un abismo espacial, coincidieron en los pensamientos. Comprendieron que a la eternidad del universo, le resulta intranscendente la mortalidad de dos pequeños seres. Desde el nacimiento sabemos que la duración de nuestra vida significa menos que un segundo para un mundo que mide sus cambios en millones de años. Los dos durmieron con una paz plena.