miércoles, 6 de agosto de 2008

CAPÍTULO X.

Pasó varios días olvidado del mundo. Era como un nuevo nacimiento en otro lugar, con otra vida, con otro nombre.
Supo que la muchachita de trenzas negras que lo había recibido con tereré a su llegada, se llamaba Silvina y vivía con su madre, Felipa, en un rancho construido dentro de la chacra, a unos doscientos metros de la casa principal. Se accedía a él por una senda a través del monte. Las dos estaban destinadas al cuidado de don Faustino. Era Felipa una mujer de unos treinta y cinco años pero, como era habitual en esos pagos, parecía más vieja. No tenía marido, por lo que se decía que Silvina era hija de don Faustino.
El rancho principal estaba construido con ladrillo, revocado en su totalidad con barro y pintado a la cal. El techo era de tejas o, mejor dicho, lo que allí llamaban tejas, largos palos de palmera cortados al medio longitudinalmente y ahuecados ligeramente con hacha. Comprobó lo efectivo de ese techado en más de una tormenta.
El rancho de Felipa, en cambio, tenía techo de paja y había sido construido con adobe sin revocar.
A los dos días de estar allí, con las dos mujeres que continuaron con él la tarea que tenían asignada con don Faustino, vino a buscarlo don Crispino Cuevas que lo llevó a la comisaría donde lo presentó como nuevo habitante de Villafañe. Por el respeto con que lo trataron, comprendió que su supuesto padre (padre nungá, diría después, cuando se acostumbró al habla del lugar), gozaba de prestigio y que era considerado uno de los habitantes más ricos. Pero, contrariamente a lo que sucedía con otros de familia acomodada, nunca había querido mudarse al pueblo, lo que le valió no sólo el respeto, sino también el cariño de aquella gente que lo tenía como uno de los suyos.
Don Crispino lo llevó también al banco. Sergio temió al conocer trámite que tenía que hacer, porque carecía de documentos que lo acreditaran como hijo de don Faustino y ni siquiera sabía cual debía ser su apellido.
¬¬ — ¡Ah, don Pedro! — lo recibió con entusiasmo el encargado del banco, en el que le pareció reconocer a uno de los concurrentes al velorio — Ya tengo todo preparado para que a partir de hoy la cuenta pase a su nombre.
Lo invitó a sentarse y le puso, en un escritorio, unos papeles para firmar. Se enteró entonces que comenzaba a llamarse Pedro Rafael Olivares. Acostumbrado a la burocracia de la capital, empezó inmediatamente a imaginar cómo haría para obtener un documento, pero se rió interiormente de esa preocupación, ya que ni siquiera para pasar a su nombre una cuenta bancaria, se lo habían pedido.
Pedro Rafael Olivares, le habían dicho que se llamaba, y así comenzó a nacer como don Pedro.
— ¿Pagamos los sueldos como siempre? — preguntó el empleado — Ya estamos a fin de mes.
— Por ahora como siempre — le contestó y, como para no continuar con su actitud pasiva, dejándose conducir por todo el mundo, continuó — pero más adelante me gustaría tener una lista de todo el personal, qué hace y cuánto cobra.
— La lista y las cantidades puede ser. Qué hacen no es cosa nuestra.
— De eso me ocupo yo. — dijo don Crispino. Comenzaba a actuar y a ser tratado como “el patrón”
En el camino de vuelta se fue enterando que Crispino Cuevas era el administrador general de los bienes de don Faustino. Como cada tanto se hacía referencia a las épocas pasadas en que supuestamente él vivía en Villafañe, Sergio prefirió elegir la táctica de hacerse el olvidado de todo. Comenzó a utilizar el argumento de que era muy chico cuando se fue de allí.
Todo se le había hecho ya tan familiar que se sentía como si fuera el verdadero Pedro Olivares.
Cuando llegó al rancho, estaba esperándolo doña Matilde, la médica. La atendían Felipa y Silvina que cuando lo vieron llegar se fueron inmediatamente para dejarlos solos.
— Tengo que hablar con vos. — le espetó a modo de saludo — Pero no aquí. Las paredes oyen. Vamos a comer el guisito que preparó la Felipa y después me acompañás hasta Yrigoyen. Tengo que ver a un enfermo. Por el camino hablamos.
Durante el almuerzo gustó de la sabiduría de aquella vieja a la que ya empezaba a querer como parte de su nueva familia. Recordó una frase de san Buenaventura, citada por Umberto Ecco en “El Nombre de la Rosa”: “La tarea de los sabios consiste en expresar, con claridad conceptual, las verdades implícitas en los actos de los simples”.
Apenas tomaron la ruta hacia Yrigoyen, doña Matilde le dijo:
— No creas que me engañaste. Yo sé bien que no sos Pedrito. Aunque no tuviera poderes de predicción, lo que no me falta es memoria. Aquel chico tenía labio leporino y vos no tenés ninguna cicatriz. Por suerte parece que ese detalle fue olvidado por todos, o suponen que hoy en día la cirugía plástica todo lo puede arreglar. Pero hay algo más. Hace como diez años fui al Paraguay llamada por un compadre. Era para que tratara de curar al hijo de Faustino, que había recibido una cuchillada en una pelea. Lamentablemente llegué tarde. Prácticamente murió en mis brazos. Nunca lo dije. Simplemente hice correr el rumor de su muerte, como para que Faustino se preparara para la noticia. Él nunca lo creyó. Decía que su hijo le escribía, y yo fingí creerle.
— Pero... yo no quise engañarla, madrina. — balbuceó Sergio, llamándola “madrina” sin saber porqué — Fue usted la que...
— No te apurés. Dejá que termine de explicarte. No te asustés antes de tiempo. El Faustino se enfermó feo y yo supe que no había remedio. Me pidió que le trajera al hijo y yo no tuve coraje para decirle la verdad. Se lo prometí. Dos días estuve rezándole al Sagrado Corazón. Él es el que te trajo. Cuando te pregunté “¿Sos vos?”, me preguntaba a mi misma: “¿Éste es el hombre que me manda el Señor?”. No creas que es casualidad que mi caballo se haya desbocado y que se haya detenido por un momento, justo donde vos estabas, para que puedas agarrarlo. ¡No hay casualidades! Allí supe que habías sido elegido. También supe de tu lucha contra ellos.
Fue la primera vez que notó temor en aquella vieja sabia.
— Los Otros — confirmó Sergio.
Se tomó un tiempo para responder y después, sin mirarlo, masculló:
— Llamalos como quieras.
Se desvió unas dos leguas por un sendero que bordeaba un pequeño monte espinoso. Paró en un ranchito muy humilde donde no salieron ni siquiera perros para recibirlos. Entró al rancho sin golpear y estuvo dentro casi dos horas.
Durante todo ese tiempo, sin bajarse del carro, Sergio tuvo tiempo de pensar que las palabras de la vieja, ese “blanqueo de situación” eran como un nuevo documento de identidad. Se sentía tranquilo y más seguro que nunca.
Doña Matilde salió sin hacer comentarios y emprendieron la vuelta. Siguió la conversación como si no hubiera existido el tiempo en que estuvo dentro del rancho.
— Esto va a quedar entre nosotros dos. Quizás te haya extrañado que nadie tratara de verificar tu identidad. Ni el administrador, ni la policía, ni el banco. Es que en este pueblo, basta mi palabra. Yo dije que eras Pedro Olivares y vas a ser Pedro Olivares hasta que vos mismo decidas dejar de serlo.
— No se como agradecerle...
— No tenés nada que agradecerme. Yo con este episodio también reforcé mi fama. Pero si de veras querés agradecerme algo, lo podés hacer portándote como debés.
Cuando lo dejó en su casa le recomendó con picardía:
— Ocupate de la Felipa. Es más de lo que creés. A lo mejor te conviene. Después de todo no te vendría mal otra mujer y otra hija.
A Sergio lo estremeció esa referencia a algo que ya le parecía tan lejano. ¿Por qué le dijo “otra mujer...”? ¿Cómo sabía ella? Doña Matilde comprendió su perplejidad y le sonrió. Parecía que iba a aclararle algo, pero se limitó a una promesa futura.
—Algún día te contaré la historia de la Felipa. O mejor pedile a ella misma que te cuente. ¡Ah! Me gustó que me llamaras madrina.
Quedó un largo rato, absorto en sus pensamientos, mirando el camino por donde se perdió el carro.
— ¿Tereré? — lo sorprendió Silvina con su eterna pregunta.
Ya comenzaba a oscurecer. Se refrescó con aquellos tererés cebados durante más de media hora, con más ternura que servidumbre. El calor había aflojado un poco pero todavía el rancho no estaba habitable. Era costumbre de la zona resguardarse del calor durante el día dentro de las casas, que normalmente permanecían a oscuras, y por las noches pasar muchas horas, y aún dormir, fuera de ella.
La vivienda de don Faustino – ahora su casa– sólo tenía de rancho la construcción. Era confortable y fresco. Estaba equipado con luz eléctrica, mediante un transformador que reducía a doscientos veinte voltios la tensión media de la electrificación rural. El agua era provista por una perforación de donde se extraía con una bomba centrífuga. No obstante ello, había un aljibe que recogía el agua de lluvia desde los aleros. Probablemente ese aljibe era anterior a la bomba. Esa era el agua que normalmente se utilizaba para lavar y cocinar ya que no había tanque ni cisterna y la bomba sólo la ponían en marcha don Faustino o Crispino. Sergio también comenzó a ocuparse de esa tarea.
La habitación principal era una gran sala con un fogón que ardía día y noche, invierno y verano. Allí una gran olla con agua hirviendo recibía papas, mandioca y zapallo y en la parrilla contigua a veces se asaba algún trozo de carne. Afuera, a pocos metros de la casa había un gran horno de barro, no muy esférico, donde se podían asar desde panes hasta lechones.
El baño era un excusado a unos treinta metros de la casa. Era una forma adoptada en casi todos los hogares, hasta en los del centro del pueblo. Parecía inadmisible que un lugar tan poco honorable pudiera ser un recinto dentro de la casa. Para asearse había que llevar un fuentón al dormitorio y llenarlo mediante baldes, previamente calentados si era invierno. El detalle de confort lo daban un ventilador de techo en el dormitorio, una heladera en la cocina y un televisor en el comedor. Mediante ese televisor, Sergio se fue enterando de las costumbres de la zona, ya que sólo captaba un canal de Resistencia y otro de Formosa.
Aunque dentro de la chacra había varios ranchos más, sólo la casa principal tenía electricidad. Mientras Silvina le cebaba, aquel anochecer pudo cambiar, por primera vez, algunas palabras con Felipa que, ante el pedido de Sergio, le prometió que algún día le contaría cómo y porqué había llegado a esos pagos.
Los otros, los que quedaron en la tierra, sintieron otra forma de desesperación. No había en ellos dolor por el compañero perdido. Eran científicos y lo que les desesperaba era no poder completar la tarea que les habían encomendado. Los astronautas eran una pieza más del mecanismo que habían montado ellos para la aventura espacial.