martes, 5 de agosto de 2008

CAPÍTULO XI

A Faustino Olivares se le había ido la mujer hacía ya varios años. Se llevó con ella al único hijo y también sus ganas de volver a tener una pareja. Sus relaciones con el sexo opuesto se habían limitado a encuentros circunstanciales y, a veces, a alguna china que se quedó a dormir con él por dos o tres días. No más, porque siempre temió “encariñarse”, como decía, por no decir enamorarse.
Todo el amor que tenía para dar, se había dedicado a volcarlo en los más necesitados, en los chicos de la escuela, en la iglesia. No era un asistente habitual a los oficios religiosos, pero tenía una profunda fe, como suelen tener los hombres simples de esos parajes.
El guaraní, como casi todos los aborígenes de América, se ha asimilado a la religión cristiana de los conquistadores. Esa fue la gran conquista. Sin embargo, quedaban resabios de creencias primitivas que no han podido hacerlas desaparecer. Permanecen ocultas dentro de cada nativo sin que él mismo lo sepa. Don Faustino, que no era originario del lugar, se fue compenetrando de esas creencias que flotan en el aire. Él comprendía las miserias que se escondían hasta en las almas más puras, aceptando una dualidad que, sin saberlo, correspondía a la antigua religión.
El guaraní creía que el hombre tiene dos almas: una es responsable de las buenas acciones y la otra de las malas. Algunos creían con gran sabiduría, que había una tercer alma, identificada con la palabra. Quién sabe si porque lo había leído en algún lado o porque lo intuía, ante alguna actitud inexplicable solía decir:
— Es el alma mala que todos llevamos dentro.
Y hablaba lo menos posible, cuidándose de los efectos de la tercer alma.
Había podido amasar una pequeña fortuna gracias a esas cualidades “religiosas” y por algunos detalles que lo distinguían de los otros chacareros. Por de pronto, nunca se emborrachaba, si bien bebía moderadamente en las comidas o tomaba algún traguito en el boliche. Tampoco jugaba, lo que le permitía hacer ahorros cuando la cosecha venía buena.
Aquellos años en que hubo que pelear con la inundación o con la sequía, no tuvo que depender del fiado para subsistir. Eso, de por sí era suficiente para ponerlo en ventaja con los demás.
Además, no se había limitado a sembrar algodón, como hacía la mayoría, sino que en su chacra había papas, maíz, porotos, morrones, cebollas, acelga.
El monocultivo favorecía la indolencia de los chacareros, ya que su tarea se limitaba a arar, sembrar algodón al voleo y sentarse a esperar que los copos estuvieran a punto de ser cosechados. Entonces comenzaba la época de verdadero trabajo. Ya sea con la familia o mediante el contrato de cosecheros, según fuera la extensión de lo sembrado, se cosechaba el algodón que se llevaba un acopiador. Con lo obtenido se pagaban las deudas acumuladas durante el año. A veces, si la ganancia era mucha, se compraba algún vehículo o cualquier pavada que ofrecían los viajantes, el resto del dinero se jugaba y se chupaba en el boliche. Después otra vez a endeudarse, hasta la próxima cosecha. Otra de las diferencias era que Faustino tenía estudios secundarios y una afición por la buena lectura que no lo había abandonado desde sus años mozos.
Aquel día había ido a Buenos Aires con su camioneta y decidió volver por una ruta más larga, sólo por conocer nuevos paisajes. Se detuvo en una parrilla de mala muerte donde comió unos churrascos con ensalada.
Sobre el mostrador, un paisanito algo picado apuraba unos vinos y charlaba con el patrón del lugar. Era éste un desagradable gordo que no hacía más que babearse contando sus conquistas amorosas.
— Yo también he tenido lindas mujeres, aquí donde me ve— decía el paisanito sacando pecho.
—¡Mujeres! ¿Qué sabés vos lo que son lindas mujeres? Yo te voy a mostrar — dijo el gordo y, asomándose por una cortina gritó hacia adentro — ¡Felipa!
A su grito salió una muchacha jovencita que parecía importada de otros parajes. En su cara sufrida se veía un terror pánico. Faustino imaginó el castigo a que seguramente la sometía aquel hombre brutal.
La tomó por un brazo y la arrojó delante del mostrador exponiéndola a la mirada entre asombrada y libidinosa del borrachín.
—¡Esto es linda mujer! — Y de un tirón arrancó la parte delantera de su solero, dejando a la vista dos senos en los que se notaba que estaba amamantando.
La aterrada mujer no atinaba a moverse.
— Toque, toque — decía el gordo, aceptando el otro el convite.
Ahora las caras de los tres se transformaron. La muchacha demostraba asco, el borracho, erotismo y el gordo comenzaba a mirar como celoso ante el deseo despertado por la mujer, por su culpa.
—¿Cuánto vale?— dijo el paisanito hurgando en sus bolsillos.
— No, compañero. No se confunda. Es mercadería sólo para mí. Ni se vende ni se alquila — y, transformándose aún más, lo increpó violentamente — ¿O estás diciendo que mi mujer es una puta?
Y para completar el cuadro absurdo, sacó un enorme revolver que dejó sobre el mostrador. Ante tamaño despropósito el borracho sacó plata del bolsillo, pagó lo que debía y, sin esperar el vuelto, salió más que volando.
Faustino, que era el único que había permanecido impasible durante el tiempo que duró aquella escena, se dirigió hacia el mostrador rodeando a la muchacha, que permanecía inmóvil, con los senos descubiertos. Simuló que ella era para él sólo una cosa, como las mesas y las sillas.
— ¿Cuánto le debo, patrón?— le gritó mientras se acercaba con mucho dinero en la mano.
El gordo comenzó a sacar unas cuentas. Aprovechando su distracción, Faustino tomó el revolver que había quedado sobre el mostrador. El otro lo miró desconcertado cuando vio que le apuntaba. Miró a la mujer y después a Faustino, que con certera puntería le atravesó el corazón.
— Nunca me gustó que se basuree así a una mujer — exclamó un poco para sí y otro poco para el muerto. Y dirigiéndose a la chica, sólo le dijo — ¡Vamos!.
Ella recién entonces salió de su inmovilidad y resueltamente volvió a entrar por la puerta por donde había salido. No tardó más de un minuto para reaparecer, cubierta por una camisa y con una criatura en brazos.
Subieron a la camioneta y partieron lentamente, para no despertar sospechas. Por muchos kilómetros la mujer no abrió la boca y Faustino respetó su silencio.
— Gracias — dijo al fin. Y luego de una pausa preguntó — ¿Dónde me lleva?
— Seguro que a algún lugar donde vas a estar mejor que donde estabas.— le contestó con una sonrisa a la vez tranquilizadora y protectora.— Si tenés donde ir, te llevo.
— No. ¡Qué voy a tener!— y quedó en otro silencio melancólico en el que se vislumbraban los recuerdos que pasaban por su mente.
— Entonces confiá en mí.
Cuando llegaron a la chacra, la llevó hasta el rancho vacío que tenía tras el monte.
— Por esta noche vas a dormir aquí. Mañana veremos.
Pero al entrar al rancho, encontró que estaba inhabitable. Se dio cuenta que ya hacía más de tres meses que lo habían abandonado sus últimos moradores, por lo que llevó a madre e hija a su propia casa y, una vez instaladas, les deseó buenas noches y fue él a dormir al rancho.
Felipa nunca olvidó ese gesto.
Las autoridades políticas seguían la aventura desde sus despachos con la tranquilidad del deber cumplido. Comenzaron a inquietarse cuando el vocero del sector científico comenzó a espaciar los informes. Cuando les comunicaron que había algunas dificultades no previstas, decidieron reunirse para decidir cómo afrontarían el golpe político que sobrevendría a un eventual fracaso de la misión.
Los familiares de los astronautas comenzaron a llamarlos preguntando por la expedición. Hasta ellos se había filtrado un inquietante rumor que hablaba de algún tipo de inconveniente.