lunes, 4 de agosto de 2008

CAPÍTULO XII.


En los siguientes meses, Sergio (ahora don Pedro) estuvo ocupado en enterarse de los pormenores de la chacra y en hacerse cargo efectivo de su administración. Poco a poco fue conociendo al personal, tanto a los jornaleros como a los directamente dependientes. La gente más allegada a la casa, además de Felipa y Silvina, eran Marcial Robles y Ambrosio Báez. Eran una suerte de cortejo personal que se adelantaba a sus deseos. Pero no era la obsecuencia a que lo tenían acostumbrado los capitalinos, sino la simpleza de los que fueron criados con la misión de servir.
En ese tiempo había olvidado a Los Otros. Sus prioridades se centraban en la cantidad de hectáreas que había que dedicar al cultivo de algodón y el espacio a sembrar con otras cosas. No le preocupaba tampoco la forma de cobrar ni de invertir el dinero, ya que Crispino se ocupaba eficazmente de ese tema.
También olvidó, aunque fuera momentáneamente, su proyecto de organizar a los marginados en aras de la anarquía.
Una tarde lluviosa, estaba leyendo un ejemplar del primer tomo del Quijote, que había en la casa junto con una Biblia y algunos otros clásicos. Felipa ponía en el fogón, siempre encendido, unas mandiocas a asar y otras a hervir. Era media tarde y Silvina estaba en la escuela. Marcial y Ambrosio estarían en el boliche, meta vino y truco, aprovechando que la lluvia impedía cualquier tarea rural.
Cuando Felipa notó el libro que Sergio tenía en las manos, le advirtió como excusándose:
— Al tomo dos lo tengo en mi rancho. Don Faustino me lo había prestado.
Se sorprendió.
—¿ Leés los clásicos? — le preguntó en un tono medio burlón, del que luego se arrepintió.
— Muy pocos. Apenas algunos de esos que están en el estante. Tartufo, Los Amantes de Verona y La Dama del Alba, por ejemplo, me resultaron amenos. Pero en otros, especialmente los de los autores rusos, no pude pasar de la segunda página.
Más sorprendido quedó con ese lenguaje y esa soltura. Hasta ahora había tratado a Felipa como a algo que había heredado, como un mueble más de su nueva propiedad. No imaginó que la que había creído una inculta campesina, pudiera haber leído a Cervantes, a Shakespeare, a Moliere, a Casona.
La hizo sentar frente a él y le pidió que le contara su historia, como se lo había prometido.
Quizá por matar el aburrimiento o acaso como una necesidad esperada mucho tiempo, Felipa accedió al pedido. Se produjo en ella un cambio visible. Transformó su personalidad. Pasó a ser la muchacha segura de otros tiempos, sin por eso perder la humildad que la caracterizaba. Era ahora alguien que había vivido y que había sufrido. Alguien con una vida aletargada que estaba esperando la oportunidad de volver a la luz.
Le contó que, hasta los diecisiete años, vivió en un asilo de huérfanas que una congregación religiosa tenía en Resistencia. Allí, entre la severidad y el amor de las monjas, aprendió desde las primeras letras hasta el quinto año del secundario. Siempre ignoró si sus padres habían muerto o si la abandonaron. Todas las preguntas que les hacía a las monjitas eran castigadas con padrenuestros y avemarías. Sólo supo que su nombre se debía al santo que figuraba en el almanaque el día en que llegó al asilo. En ese lugar donde la presencia masculina se limitaba a los sacerdotes que oficiaban misa y la confesaban, no tuvo una visión real del mundo. Hacía mucho tiempo que había abandonado sus deseos de conocer su origen y hasta de imaginarlo.
Un día, su compañera Estela la llevó al sótano a conocer un secreto. Bajaron por escaleras de mármol severamente prohibidas para las pupilas y llegaron a una habitación utilizada por las monjas para amontonar los trastos viejos. Por la tierra acumulada y la ausencia de huellas, se veía que hacía mucho que nadie aparecía por ahí. Estela había encimado dos mesas y una silla hasta llegar a un ventiluz que daba a la vereda. Desde allí había entablado una relación con un chico de su edad. Todos los días, aprovechando los descuidos de las celadoras, las dos se turnaban para bajar por esa escalera que las acercaba a la vida real. Un día Estela rompió el vidrio y por allí se escapó. Nunca pudo saber más de ella. Felipa tardó varios días en meditarlo y resolver que también ella escaparía. Cuando volvió al sótano, por primera vez sola, descubrió que habían tapiado el ventiluz. Seguramente al descubrir la fuga, las monjas, sin decir nada para evitar el escándalo o que el ejemplo fuera imitado, tomaron medidas para que no se volviera a repetir.
Durante casi un año fue elaborando distintos planes que, por una u otra causa fallaban. Pese a ello, las monjas nunca descubrieron su intención, de lo contrario hubiera sido vigilada cuidadosamente.
Una tarde en que habían salido con su curso a conocer la casa de gobierno, se retrasó y sin que nadie lo notara se metió bajo la lona de un camión estacionado. Nadie se dio cuenta. El camión arrancó casi de inmediato.
Durante casi tres horas siguió el viaje. Cuando paró se dispuso a bajar, pero el conductor la sorprendió antes.
Era el dueño de una parrilla de mala muerte ubicada a un costado del camino. Fue inútil tratar de explicarle. Era bruto y desconsiderado. Desde entonces la hizo su mujer a cambio de un plato de comida diario. Aquella bestia nunca tuvo para ella una palabra amable. La tomaba y la dejaba con la misma brutalidad con que la usaba.
Al tiempo nació Silvina, llamada así en recuerdo a una monja italiana que, en la infancia que ahora parecía tan lejana, la había tratado como una madre.
— Aquel bruto a veces me exhibía ante sus amigos como un trofeo y dejaba que me manosearan. Aunque nunca dejó que pasaran de allí, más por egoísta que por protegerme, me sentía violada por él y prostituída ante los demás. Fue don Faustino el que me sacó de esa situación. Me arregló el rancho que ahora ocupo y por primera vez fui tratada como persona.
— ¿ Fuiste su mujer?
— No. Siempre me trató como una hija. Si alguna vez sintió por mí algo más, lo supo disimular muy bien. Al principio me advirtió: “Van a decir que estamos acollarados. Vos dejalos que hablen. Ni confirmes ni desmientas nada. Te conviene que lo sospechen, pero no que estén seguros. Al sospecharlo, te van a respetar por miedo a mi posición. Al no estar seguros, no vas a espantar del todo a ningún mocito que te guste”. Como usted sabe, la gente dice que Silvina es hija de él. A mí me gusta y me conviene. La prefiero hija de mi protector y no de aquel gordo infame. Además lleva mi apellido porque recién la anoté cuando vine a Villafañe, aprovechando una amnistía.
Aquello era muy común. Metida en el monte la gente no se preocupaba por anotar sus hijos. Cada tanto había una amnistía que los eximía de multas y se inscribían para aprovechar algún subsidio que el gobierno daba por cada hijo. Pero como habían olvidado la fecha real del nacimiento, los anotaban con meses y hasta con años de diferencia. También era habitual que se cruzaran de país para hacerlo, así un chico paraguayo podía ser anotado como argentino y viceversa.
Sergio había escuchado conmovido y en silencio toda la historia de Felipa.
— Ahora van a decir que te juntaste conmigo.
Felipa no contestó. Se ruborizó y no habló más. Volvió a su tarea y Sergio a su libro, que cada tanto bajaba para poder mirarla. Era linda y, como dijo doña Matilde, era más de lo que él creía.
Con el correr de los meses tuvieron oportunidad de charlar mucho y ella le tomó confianza. Hasta comenzó a tutearlo.
Se podía decir que la chacra se manejaba sola, por lo que Sergio creyó llegado el momento de retomar su idea de organizar a Los Nuestros a partir de los marginados. ¿Quién mejor que Felipa para convertirse en la primera recluta?
A partir de entonces comenzó a encarar la charla desde otros temas menos personales. Le habló de la injusticia que cometen los que mandan y lo relacionó con lo que ella había sufrido.
Aunque no se animó a hablarle de Los Otros, le contó su propio pasado que ahora le parecía menos terrible, comparándola con lo que Felipa había vivido. Lo suyo había sido una vida de felicidad con un final dramático. Lo de ella, toda la vida había sido una tragedia, con un presente relativamente feliz. Dudó y dio muchos rodeos para evitar decirle que no era el Pedro que simulaba, ni que había recibido una cuantiosa fortuna a cambio de lo perdido. Ella se conmovió con la historia y le acarició la cabeza. Sergio temió enamorarse (¿encariñarse?). No creía conveniente confundir un reclutamiento con un casamiento, pero las relaciones entre ambos cada vez se hacía más peligrosamente estrechas. La gente comenzaba a murmurar.
Después de varias horas de sueño recién tomó conciencia de que estaba definitivamente condenado morir. Y lo que era peor: a morir solo. Decidió suavizar la rigidez de su agonía mitigando la soledad. Miró el punto luminoso más grande e imaginó que era un planeta donde vivían infinidad de seres que eran sus amigos. Allí una pobre campesina sacaba del horno de barro un pan que sus hijos esperaban ansiosos sentados a la mesa. Esa mujer y ese pan redimían a todos los habitantes de aquel planeta.
Y lo redimían a él.