Se despertó de madrugada por el ruido ensordecedor de la lluvia y los truenos. La energía eléctrica se había cortado. Por el resplandor de un largo relámpago, pudo ver en el reloj que eran las tres de la mañana. A través de la ventana miró el río que durante la noche había crecido unos dos metros y medio. El cielo era un fuego de relámpagos que iluminaban la noche cerrada y por momentos la lluvia era una cortina que no permitía ver a más de dos pasos de distancia. Se volvió a acostar e intentó dormir. Le duró poco. Una gota de agua cayó sobre su cara. Aguardó en la oscuridad hasta que le cayó otra gota. Se levantó y encendió un lampión que siempre estaba preparado para esas emergencias. Había empezado a entrar agua por varias goteras. Comenzó a correr la cama y algunos muebles y a colocar recipientes donde las gotas ya estaban dejando pequeños charcos.
Finalizada esta tarea pensó en Felipa y en su hija. El rancho en que vivían era más precario y estaba en un lugar algo más bajo. Imaginaba a las dos mujeres empapadas, luchando contra las goteras y quizás con el agua del río penetrando bajo la puerta. Buscó un viejo capote que había visto por algún lado, pero no pudo encontrarlo. Se fue a buscarlas en medio de la tormenta sólo protegido por una campera que se suponía impermeable.
Por el camino, aún en la oscuridad, pudo comprobar la magnitud de la tormenta, cuyos efectos no se circunscribían a la crecida del río, sino que también habían caído ramas y árboles enteros.
Contrariamente a lo que pensaba, las dos dormían. Golpeó a la puerta y cuando Felipa se asomó adormilada, le dijo con la mayor tranquilidad que le fue posible:
— No te asustés, pero mirá el río.
Se quedó sin palabras al ver tamaño espectáculo. Era imposible creer en tanta agua junta. Había ya pocos metros entre la casa y el río, que se notaba a ojos vista que seguía creciendo. En una extraña conjunción de tierra y cielo, todo era agua. Costaba creer que ese que ellos llamaban “río” era en realidad un arroyo bautizado con un nombre despectivo: “Riacho Negro”. Ahora estaba desarrollando toda la potencia de que era capaz, llevando las aguas de otros arroyos, riachos y zanjones y drenando los esteros que habían colmado ya sus capacidades.
Sergio comprendió el momento de estupor, pero la lluvia ya había traspasado la campera y le estaba calando los huesos. Comenzaba a sentir mucho frío.
— ¿Me vas a abrir o pensás dejarme aquí hasta que me vaya con el río?
Ella reaccionó de pronto y lo hizo pasar. Sin darse cuenta lo saludó con dos besos, cosa que hasta ese momento nunca había hecho. El agua que Sergio chorreaba le mojó el camisón.
— ¿Qué hacemos? — preguntó con angustia.
— ¿Y qué vamos a hacer...? Tomamos unos mates y esperamos un poco a ver qué pasa. Mientras tanto dejemos que llueva.
El chiste tan viejo y gastado le dio tranquilidad a los dos. Era una forma de tomar con calma algo irremediable. Removieron las brasas para encender el fogón donde Sergio secó sus ropas y donde en poco tiempo la pava dejaba escuchar su chillido. Matearon en silencio. El techo de paja era más resistente que el de tejas que tenía el rancho principal. Había unas pocas goteras pero por suerte no caían en la cama en la que Silvina seguía durmiendo tranquilamente.
La conversación era trivial y giraba siempre sobre el mismo tema, la lluvia y las inundaciones que habían conocido. Felipa se sintió nuevamente amparada, como aquel día en que don Faustino la llevó con él, sacándola de la vida miserable a la que su propia inconsciencia la había llevado. Por su parte, Sergio dejó de sentirse un protegido y volvió a los tiempos de Mercedes y Mirta en los que tenía a quien proteger.
Una hora después, el río seguía creciendo y la lluvia caía con la misma intensidad o quizá mayor, por lo que creyeron conveniente prepararse para abandonar el rancho. Ella preparó una valija con lo necesario para los tres: platos, cubiertos, los documentos y algunas ropas. Evidentemente no era la primera vez que pasaba por una situación parecida. Sergio recordó todo lo que Felipa le había contado y la imaginó preparándose para abandonar aquella parrilla donde un hombre miserable le había dado lo peor y lo mejor de su vida: la degradación de su persona, pero también a su hija Silvina.
A eso de las cinco, la lluvia amainó un poco por lo que, aunque aún no había amanecido, Sergio salió para ver el estado de su casa y saber si todavía podía brindarles un refugio seguro. Llegó caminando por las partes altas con el agua que le llegaba a las rodillas. Las goteras ya habían desbordado los recipientes que había puesto para contenerlas y el agua se desparramaba por el piso. Desistió de vaciarlos y volver a colocarlos porqué supo que allí no estarían para nada seguros y porque presentía que su ausencia sería larga y que en poco tiempo el río llegaría hasta allí. Juntó unas ropas y los documentos. Recién entonces pensó en el dinero que había traído de Buenos Aires. Estaba enterrado bajo una baldosa floja. Ahí corría peligro. Lo sacó, cambió la bolsa de nylon que lo resguardaba, por una más seca y lo escondió en un hueco de la pared, más arriba de la altura de su cabeza.
La camioneta estaba en una parte baja y el agua le llegaba hasta el motor, por lo que estaba inutilizable. No tuvo más remedio que apelar a un recurso ancestral: ató un caballo al carro. Esa tarea era efectuada habitualmente por Marcial que la cumplía con naturalidad aún estando tomado, pero a él se le convirtió en una misión difícil, un poco por la penumbra y otro poco por su propia inexperiencia. Tratando de recordar lo que había visto muchas veces, logró su propósito, aunque sabía que después, los que desataran el caballo, soltarían alguna burla por los nudos mal hechos o por las correas omitidas.
Regresó al rancho de Felipa cuando el agua ya había llegado a la altura de la puerta y de nuevo estaba lloviendo. Esperaron a que amaneciera y recién entonces despertaron a Silvina. A las siete, bajo una leve llovizna, se fueron al pueblo.
La gente estaba en las calles. Poco a poco, charlando con uno y con otro, se fueron enterando de las novedades. Villafañe estaba aislado, no se podía ir ni hacia Misión Laishí ni hacia El Colorado. Viejos y jóvenes coincidían en que nunca se había visto una cosa igual. En todas las casas había entrado agua, por el techo o por la puerta.
Decidieron ir hasta la casa de Néstor, un arador amigo que en cuanto los vio llegar con sus bártulos, comenzó a reírse. Sergio comprendió la ridiculez de su carro mal atado y mal cargado y continuó la broma.
— No creas que estamos escapando de la inundación. Te venimos a buscar para que nos ares el campo.
Finalizada esta tarea pensó en Felipa y en su hija. El rancho en que vivían era más precario y estaba en un lugar algo más bajo. Imaginaba a las dos mujeres empapadas, luchando contra las goteras y quizás con el agua del río penetrando bajo la puerta. Buscó un viejo capote que había visto por algún lado, pero no pudo encontrarlo. Se fue a buscarlas en medio de la tormenta sólo protegido por una campera que se suponía impermeable.
Por el camino, aún en la oscuridad, pudo comprobar la magnitud de la tormenta, cuyos efectos no se circunscribían a la crecida del río, sino que también habían caído ramas y árboles enteros.
Contrariamente a lo que pensaba, las dos dormían. Golpeó a la puerta y cuando Felipa se asomó adormilada, le dijo con la mayor tranquilidad que le fue posible:
— No te asustés, pero mirá el río.
Se quedó sin palabras al ver tamaño espectáculo. Era imposible creer en tanta agua junta. Había ya pocos metros entre la casa y el río, que se notaba a ojos vista que seguía creciendo. En una extraña conjunción de tierra y cielo, todo era agua. Costaba creer que ese que ellos llamaban “río” era en realidad un arroyo bautizado con un nombre despectivo: “Riacho Negro”. Ahora estaba desarrollando toda la potencia de que era capaz, llevando las aguas de otros arroyos, riachos y zanjones y drenando los esteros que habían colmado ya sus capacidades.
Sergio comprendió el momento de estupor, pero la lluvia ya había traspasado la campera y le estaba calando los huesos. Comenzaba a sentir mucho frío.
— ¿Me vas a abrir o pensás dejarme aquí hasta que me vaya con el río?
Ella reaccionó de pronto y lo hizo pasar. Sin darse cuenta lo saludó con dos besos, cosa que hasta ese momento nunca había hecho. El agua que Sergio chorreaba le mojó el camisón.
— ¿Qué hacemos? — preguntó con angustia.
— ¿Y qué vamos a hacer...? Tomamos unos mates y esperamos un poco a ver qué pasa. Mientras tanto dejemos que llueva.
El chiste tan viejo y gastado le dio tranquilidad a los dos. Era una forma de tomar con calma algo irremediable. Removieron las brasas para encender el fogón donde Sergio secó sus ropas y donde en poco tiempo la pava dejaba escuchar su chillido. Matearon en silencio. El techo de paja era más resistente que el de tejas que tenía el rancho principal. Había unas pocas goteras pero por suerte no caían en la cama en la que Silvina seguía durmiendo tranquilamente.
La conversación era trivial y giraba siempre sobre el mismo tema, la lluvia y las inundaciones que habían conocido. Felipa se sintió nuevamente amparada, como aquel día en que don Faustino la llevó con él, sacándola de la vida miserable a la que su propia inconsciencia la había llevado. Por su parte, Sergio dejó de sentirse un protegido y volvió a los tiempos de Mercedes y Mirta en los que tenía a quien proteger.
Una hora después, el río seguía creciendo y la lluvia caía con la misma intensidad o quizá mayor, por lo que creyeron conveniente prepararse para abandonar el rancho. Ella preparó una valija con lo necesario para los tres: platos, cubiertos, los documentos y algunas ropas. Evidentemente no era la primera vez que pasaba por una situación parecida. Sergio recordó todo lo que Felipa le había contado y la imaginó preparándose para abandonar aquella parrilla donde un hombre miserable le había dado lo peor y lo mejor de su vida: la degradación de su persona, pero también a su hija Silvina.
A eso de las cinco, la lluvia amainó un poco por lo que, aunque aún no había amanecido, Sergio salió para ver el estado de su casa y saber si todavía podía brindarles un refugio seguro. Llegó caminando por las partes altas con el agua que le llegaba a las rodillas. Las goteras ya habían desbordado los recipientes que había puesto para contenerlas y el agua se desparramaba por el piso. Desistió de vaciarlos y volver a colocarlos porqué supo que allí no estarían para nada seguros y porque presentía que su ausencia sería larga y que en poco tiempo el río llegaría hasta allí. Juntó unas ropas y los documentos. Recién entonces pensó en el dinero que había traído de Buenos Aires. Estaba enterrado bajo una baldosa floja. Ahí corría peligro. Lo sacó, cambió la bolsa de nylon que lo resguardaba, por una más seca y lo escondió en un hueco de la pared, más arriba de la altura de su cabeza.
La camioneta estaba en una parte baja y el agua le llegaba hasta el motor, por lo que estaba inutilizable. No tuvo más remedio que apelar a un recurso ancestral: ató un caballo al carro. Esa tarea era efectuada habitualmente por Marcial que la cumplía con naturalidad aún estando tomado, pero a él se le convirtió en una misión difícil, un poco por la penumbra y otro poco por su propia inexperiencia. Tratando de recordar lo que había visto muchas veces, logró su propósito, aunque sabía que después, los que desataran el caballo, soltarían alguna burla por los nudos mal hechos o por las correas omitidas.
Regresó al rancho de Felipa cuando el agua ya había llegado a la altura de la puerta y de nuevo estaba lloviendo. Esperaron a que amaneciera y recién entonces despertaron a Silvina. A las siete, bajo una leve llovizna, se fueron al pueblo.
La gente estaba en las calles. Poco a poco, charlando con uno y con otro, se fueron enterando de las novedades. Villafañe estaba aislado, no se podía ir ni hacia Misión Laishí ni hacia El Colorado. Viejos y jóvenes coincidían en que nunca se había visto una cosa igual. En todas las casas había entrado agua, por el techo o por la puerta.
Decidieron ir hasta la casa de Néstor, un arador amigo que en cuanto los vio llegar con sus bártulos, comenzó a reírse. Sergio comprendió la ridiculez de su carro mal atado y mal cargado y continuó la broma.
— No creas que estamos escapando de la inundación. Te venimos a buscar para que nos ares el campo.
En la lentitud con que se movía, fue girando en el espacio hasta que creyó ver otra vez a la nave. Quizás sólo fuera una ilusión, porque desde la tierra ya deberían haber dado la orden de regresar. Esa era la consigna. Ningún pequeño detalle –ni la vida de un hombre– debía frustrar la misión.
De todas manera alentó esa ilusión y se impulsó con el arma hacia lo que creía que era la nave, pero adelante, al igual que en todo su derredor no había más que espacio, esa palabra creada para designar la nada. Sin embargo hasta le parecía ver a su compañero que desde una imaginaria escotilla le hacía un gesto amistoso.