sábado, 2 de agosto de 2008

CAPÍTULO XIV.

La inundación duró tres meses. Durante ese tiempo la Municipalidad repartía comida a la gente que no podía trabajar. Cada casa del pueblo se había convertido en refugio de una o más familias de evacuados.
A Sergio ese tiempo le sirvió para conocer a casi todos los habitantes de la zona. No sólo trabajó personalmente, sino que además pensó en Marcial, al que seguía pagando su jornal para que ayudara en todas las tareas emprendidas en beneficio de la comunidad.
El asunto era encontrarlo. Sin actividad ninguna para realizar y sin familia que cuidar, se había dedicado a lo que mejor hacía y que más disfrutaba: prenderse a la botella desde la mañana a la noche.
Lo encontró durmiendo la mona bajo el alero de la casa de Néstor y lo creyó uno más para el ejército de los desposeídos. Era borracho pero en ningún momento dejaba de ser respetuoso con su patrón. Los códigos impuestos por la sociedad, que destina a unos para mandar y a otros para obedecer, habían logrado que la obediencia fuera más fuerte que el alcoholismo que lo dominaba. Sergio no podía perder lo que él suponía un diamante en bruto para su planeada campaña. Por las noches, le hablaba de la opresión de los poderosos, tema que Marcial escuchaba en silencio, simulando entender.
Así como don Faustino fue muy querido, también lo fue este don Pedro que había ocupado su lugar. Organizó un comedor popular que, más tarde, cuando bajó la inundación, se transformó en comedor escolar. Trabajó, junto a otros sesenta voluntarios, para hacer terraplenes de contención y desagotar la ruta 1, que va hacia El Colorado. Siempre era “uno más”, salvo cuando había que pagar alguna cuenta o comprar algún insumo o un remedio para alguno de los cientos de evacuados. Entonces volvía ser “don Pedro”
Con el tractor de la municipalidad había traído la camioneta. La hizo reparar por Ángel Rodríguez, un mecánico que había venido hacía unos pocos años de Buenos Aires y que, aunque estaba poco menos que en la miseria, no quiso cobrarle. Con ella trasladaba hasta el pueblo las pertenencias que los inundados habían dejado en las chacras.
Felipa, encontró una changuita para solventar sus gastos y los de su hija. Comenzó a vender ravioles que había aprendido a hacer cuando vivía con las monjas y que en Villafañe no se conocían.
Sergio se cansaba de decirle que no necesitaba de eso, que le seguiría pagando el sueldo, pero ella siempre le respondía, entre risueña y severa:
— No sos mi marido... — haciendo suponer que faltaba completar la frase con un “...todavía”.
Se había producido una situación embarazosa cuando llegaron a casa de Néstor, porque éste les asignó una habitación para los tres, creído de veras que ya eran pareja. Sergio le explicó la situación y, por esa noche hizo dormir a las mujeres en la cama matrimonial y él se acostó en un catre que Néstor armó para Silvina. Al otro día alquiló, a media cuadra de allí, una piecita que milagrosamente había quedado sin ocupar, en aquel pueblo abarrotado de gente hacinada. Allí escondió la plata que fue a buscar a su casa.
Cada tanto Nestor le preguntaba:
—¿Cuándo vas a juntarte con la Felipa?— respuesta que él persistentemente eludía.
Marcial era más directo:
—¿Cómo es que no duerme con su mujer?
Cuando bajaron las aguas la chacra era un desastre. La tierra cultivable era un barrial. Las vacas se habían ahogado o perdido; las gallinas que no habían ido a parar a la olla popular, habían sido robadas; los chanchos no estaban más. Ocupado en las tareas comunitarias, había olvidado sus propios intereses.
Crispino le informaba que su cuenta estaba casi en cero y que, aunque quedaban algunas letras y algunos plazos fijos, no estaban disponibles. Le recomendó tomar un préstamo que otorgaba el banco a los chacareros damnificados por la inundación. Pero él lo tranquilizó diciéndole que iría a Buenos Aires a traer unos pesos que tenía ahorrados. Sabía que para tramitar un crédito, que venía de la casa central del banco, tendría que exhibir los documentos y no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
Fueron con Felipa a ver el rancho y comprobaron que prácticamente había que reconstruirlo.
Algo mejor estaba la casa, aunque también había que hacerle unos arreglos.
— El rancho está inhabitable — le dijo — será mejor que ustedes dos se trasladen aquí. Le voy a pedir a Marcial que arregle lo que haga falta. Cuando yo vuelva de Buenos Aires ya veremos.
Ella no dijo una sola palabra. Lo tomó de la cintura y lo besó en la boca.
— Quedate con nosotras — le pidió suavemente.
Ni se sorprendió ni rehuyó el convite. Sólo quedó algo herido en su machismo por haber permitido que ella tomara una iniciativa que le correspondía a él.
Esa noche quedaron los dos solos en la casa y fue su corta luna de miel. Al día siguiente fueron los dos a buscar a Silvina y cuando le comunicaron la novedad, no pareció sorprenderse.
— De ahora en adelante te voy a llamar papá — dijo simplemente. Y Sergio se tuvo que confesar que era un flojo cuando los ojos se le llenaron de lágrimas. “Otra mujer y otra hija”, había dicho doña Matilde.
Néstor se sumó a la alegría, destapó una botella de sidra y llamó a Marcial para que brindara con ellos. No se hizo rogar y, aunque no entendía nada, también reía.
Ese día lo ocuparon en acondicionar la casa y preparar un dormitorio para Silvina. Lo trajo a Marcial y lo ubicó en el rancho que había sido de Felipa, con la condición de que lo arreglara. Le recomendó el cuidado de las mujeres mientras durara su ausencia. En el tiempo que lo había conocido supo que, aunque borracho, era un tipo de confianza.
También dejó orden a Crispino de que les comprara lo que necesitaran y les entregara plata si es que se la pedían.
— Mire don Pedro que no queda mucha. — volvió a advertirle el administrador.
— Mucha no van a necesitar. Pero si fuera necesario pida prestado. En cuanto vuelva de Buenos Aires la devuelvo.
En poco tiempo se había acostumbrado a ese nuevo estilo de vida en que bastaba su palabra para obtener cosas que en cualquier ciudad le llevaría infinidad de trámites.
Le costó desprenderse de su nuevo hogar para regresar a lo que fue su hábitat durante casi toda su vida. Se le hacía que era como volver a meterse en un mundo de peligros que casi había olvidado en los pocos meses en que había estado ausente.
— Es necesario que solucione algunos temas que dejé pendientes. — le dijo a Felipa — Ya te voy a contar a la vuelta. Lamento tener que dejarte sola.
— Ya no estoy sola. — le contestó ella sin aparatosidad, desde el alma.
Ya había subido a la camioneta para emprender el viaje, volvió a mirarla y la encontró más hermosa que nunca. Quizá fuera subjetivo, pero ya no le parecía verla con la angustia que le cargaba años a su verdadera edad.
— ¡Qué linda debe haber sido tu mamá! — le dijo
—¿Te costaba mucho decirme directamente que soy linda, sin buscar comparaciones?– le reprochó con una sonrisa. Y esa fue la imagen que se llevó en el viaje a su antiguo mundo de terror.
Antes de tomar la ruta pasó por lo de Néstor que le encargó llevar unas cosas a una casa que tenía en Rosario.
— Está vacía — le dijo — si te hace falta podés usarla para pasar alguna noche.
También doña Matilde le encargó mensajes para algunos de sus numerosos ahijados que tenía desparramados por Resistencia, Santa Fe, Rosario y Buenos Aires.