Cuando volvió a su casa ya había elaborado una especie de esbozo de lo que iba a hacer.
El proyecto consistía en abandonar la casa como quien va a suicidarse. Habría varios detalles que corroborarían la suposición que se harían los vecinos, los parientes (que eran muy pocos) y los amigos (que eran menos); suposición que luego tomaría la policía y Los Otros. Anotó cada uno de los detalles para ir tachando a medida que los iba cumpliendo, como quien prepara el equipaje para irse de vacaciones.
“1°.- Saldré sólo con la ropa puesta, sin llevar ninguno de mis efectos personales. Dejaré en casa el dinero que tenía antes de recibir la visita de Los Otros y abandonaré también la cuenta de ahorros, con el pequeño depósito que estaba destinado a la futura-ex-casita-de fin-de-semana.
2°.- No cobraré el seguro de vida de Mercedes ni el sueldo del mes trabajado.
3°.- Dejaré en el lugar del presunto suicidio, mi saco con el DNI y la cédula de identidad. Yo me quedaré con un documento anterior que había perdido y que luego recuperé. No quiero frustrar mi plan por el simple hecho de que algún policía me pida los documentos.”
Reaccionó a tiempo. “¿A quién le estoy escribiendo esto?”, se preguntó, y rompió apresuradamente el papel. Después le pareció poco y quemó los pedazos.
En realidad su plan se vio frustrado desde el comienzo, porque su idea era ponerlo en práctica ya mismo, pero recordó el detalle de la cita con Estrada que, si bien podía simplemente soslayar (cosa que aumentaría la presunción de suicidio), le interesaba sobremanera por el tema a tratar: la anarquía. De esa reunión sacaría –estaba seguro– las bases para la acción política a desarrollar.
Faltaban dos días para el viernes. Dos días que aprovecharía para difundir entre sus vecinos, la idea de que estaba ya muy cerca del suicidio. Hasta el mismo Estrada quedaría convencido de eso.
También trataría de solucionar en esos dos días, un punto que faltaba agregar a su plan. Cuando todo finalizara, todos –menos él– estarían convencidos de su muerte. Oficialmente se caratularía como “desaparición con presunción de suicidio”, hasta que pasara el plazo legal para darlo por muerto. Pero tanto para la policía como para el juez, él estaría definitivamente finado desde la apertura del expediente.
Se encontraba extraño disponiendo cosas y suponiendo razonamientos para después de su muerte. Eso, poco más o poco menos, casi todos lo hemos hecho, lo extravagante era que estaba planeando su vida para después de su muerte.
El detalle que faltaba resolver, era cómo justificar la desaparición de los dólares. Esa justificación debía ser sólo para Los Otros, ya que el resto del mundo ignoraba su existencia. Para hacerlo debía pensar como Los Otros, aunque sea por un momento.
Cuando llegó el viernes ya había encontrado la solución para esa y otras circunstancias que no quería dejar libradas al azar.
No podía pretender ser otra persona llevando un documento en el que seguiría siendo Sergio Peralta. Eso lo pondría en evidencia ante cualquier control que sus enemigos realizaran para detectar su paradero. Con paciencia y habilidad retocó el DNI viejo, cambiando su nombre por el de “Pedro Peral”. La tarea fue facilitada porque con el tiempo la tinta se había ido desvaneciendo y algunas letras ya casi ni se veían. Quedó más que satisfecho con su trabajo, digno de un falsificador profesional. Es cierto que un estudio a fondo descubriría la superchería, pero estaba en condiciones de superar cualquier inspección de rutina que tuviera que afrontar.
Para poder llevarse los dólares, acomodó los billetes en un portafolios que Mercedes le había regalado en su cumpleaños y que aún no había estrenado. Desde el comienzo había descartado la posibilidad de abrir una cuenta bancaria que luego, para simular el suicidio, tendría que abandonar como su cuenta de ahorros. También quedaba la posibilidad de abrirla con su nuevo documento, pero prefirió reservarlo para cuando fuera estrictamente necesario.
Cuando terminó de acomodar el dinero se arrepintió, sospechando que el portafolios nuevo sería una pieza demasiado expuesta, no ya para Los Otros, sino para cualquier ratero común que se tentara simplemente por el envase. Con la paciencia que habría de caracterizar su vida futura, volvió a acomodar los dólares en otro portafolios menos tentador. El que lo viera imaginaría que allí llevaba el sánguche de milanesa.
Mientras manejaba los billetes de uno a otro destino, comenzó a acostumbrarse a la cantidad, que ya no le pareció excesiva, y proyectó una futura escasez (¡la rutina!). Lo asaltó por un momento esa dosis de codicia a la que están expuestos los seres humanos, por más líricos o generosos que sean. Como en aquel cuento de “La moneda volvedora”, en la que un avaro moría de hambre, rodeado de dinero.
Aunque austeramente, el dinero entregado por Los Otros le podría alcanzar para vivir el resto de sus días, pero le pareció que despreciar el monto del seguro era un lujo excesivo.
Se propuso cobrarlo y después, con cualquier excusa, se lo entregaría a alguien (pensó que podía ser Estrada). Así, un posible seguimiento de las huellas del dinero, culminaría en el depositante que, por supuesto, corroboraría la presunción de suicidio. Una vez “suicidado” ya pensaría la manera de recuperarlo.
Al principio cumplió con sus planes al pie de la letra, logrando hacer volar sobre él un hálito de muerte. A todos sus interlocutores, fueran vecinos, proveedores o parientes, trataba de convencerlos de las ventajas de abandonar este mundo que tantos dolores nos causaba. Interpretaba tan bien su papel, que por las noches tenía que someterse a una autoterapia destinada a recuperar sus ganas de vivir y su proyecto de luchar contra Los Otros. Al finalizar cada día, se transformaba en Pedro Peral, líder de Los Nuestros.
Durante el tiempo de espera hasta la cita con Estrada, se dedicó a cambiar dólares por pesos. Lo hizo en varias casas de cambio para no despertar sospechas por la cantidad.
Por fin llegó el viernes. Salió de su casa llevando solamente el portafolios donde ahora había pesos argentinos, junto con algunos dólares que había reservado previendo futuras devaluaciones. Antes de salir revolvió los cajones y rompió la cerradura de la puerta de atrás. De esa manera simulaba que los ladrones habían aprovechado su ausencia para robar las cosas de valor. Si Los Otros entraban a investigar, supondrían que se habían llevado el dinero que ellos le entregaron.
Estrada ya estaba esperándolo en el lugar establecido para la cita.
— Puntual como buen burgués — le lanzó a modo de saludo.
— Pero no tanto como vos — se defendió Sergio, aunque le pareció raro el hecho de estar defendiéndose por tener puntualidad, algo que debería ser una virtud.
— Estás equivocado. Yo no fui puntual: llegué media hora antes, que es una forma de ser impuntual sin joder a nadie.
— Creía que a los anarquistas les gusta joder a los demás.
— En eso también te equivocás. Lo que queremos es joder a la estructura, no al prójimo.
— ¿Y cuando el prójimo es parte de la estructura?
— Entonces... llego tarde.
Rieron. Fue oportuna esa distensión. Ambos venían cargados por expectativas que no tenían mucho que ver con lo esperable. Sergio estaba ansioso porque iba a preguntar sobre un tema que resultaba trascendente para su vida futura, para la lucha que estaba dispuesto a entablar. Estrada se preguntaba para qué diablos lo había citado alguien que sólo era un compañero de trabajo más, con quien nunca había mantenido una relación de amistad. Como siempre sucede en estos casos, comenzó una charla informal que Sergio aprovechó para dejar sentada la impresión de suicidio.
— ¿Alguna vez pensaste en suicidarte? — le preguntó sin rodeos, después de haber llevado la conversación hasta un punto que hacía coherente la pregunta.
La respuesta no se demoró.
— Por supuesto. Pero no porque ya haya tenido la intención de hacerlo, sino porque, como yo no creo en Dios, cuando la vida pierda su interés no me quedará otra que terminarla yo mismo. ¿Para qué prolongar una agonía si no creo en el premio de una vida después de la muerte?
— Quiere decir que para vos el suicidio es un simple trámite y no producto de la soledad.
Aquí lo pensó un poco más.
— Puede ser... puede ser. Yes I’m lonely. Wanna die, if I ain’t dead already — canturreó— ¿Lo conocés? Es de John Lennon: “Sí, estoy solo. Quiero morirme, si no estoy ya muerto”. El que queda solo ya está muerto. Para él sí que el suicidio será un simple trámite. No sé si leés a Borges...
— No tengo esos vicios — bromeó Sergio.
— Probalo, es una adicción con grandes beneficios. Te hacía esa pregunta porque Borges dice en uno de sus relatos, como para indicar que la muerte es algo intrascendente: “...francamente no recuerdo si nos suicidamos aquella noche.”— hizo otra pausa como trayendo a la memoria ciertos recuerdos — Pero hay otras cosas que pueden mover al suicidio...
— El auto-castigo, por ejemplo.
— Eso es más lógico. El auto-castigo o el castigo a alguien o a algo. ¿Conocés la historia de Eratóstenes?
— No.
— ¿En serio? ¿De veras que no te la conté? ¡Vos sos un filón sin explotar, viejo!
Otra vez la risa iba aflojando la tensión.
— Eratóstenes era un filósofo griego que también era poeta, matemático, astrónomo, geógrafo y todas esas cosas que en la antigüedad se acostumbraba a estar unidas en una sola persona. Vivió doscientos años antes de Cristo y fue el primero que midió la distancia al Sol, la circunferencia de la Tierra y la inclinación del eje terrestre. Todo con una precisión increíble, teniendo en cuenta los elementos con que contaba en aquellos tiempos. Este tipo fue director de la famosa biblioteca de Alejandría y se quedó ciego.
—Como Borges. — acotó Sergio.
—Como Borges.— confirmó Estrada y pensó un momento en el tema — ¡Mirá vos! No había pensado en este paralelismo que venís a plantearme vos, que no leés a Borges: Borges también era un bibliotecario ciego. Claro que hay alguna diferencia, porque él ironiza en su “Poema de los dones”:
El proyecto consistía en abandonar la casa como quien va a suicidarse. Habría varios detalles que corroborarían la suposición que se harían los vecinos, los parientes (que eran muy pocos) y los amigos (que eran menos); suposición que luego tomaría la policía y Los Otros. Anotó cada uno de los detalles para ir tachando a medida que los iba cumpliendo, como quien prepara el equipaje para irse de vacaciones.
“1°.- Saldré sólo con la ropa puesta, sin llevar ninguno de mis efectos personales. Dejaré en casa el dinero que tenía antes de recibir la visita de Los Otros y abandonaré también la cuenta de ahorros, con el pequeño depósito que estaba destinado a la futura-ex-casita-de fin-de-semana.
2°.- No cobraré el seguro de vida de Mercedes ni el sueldo del mes trabajado.
3°.- Dejaré en el lugar del presunto suicidio, mi saco con el DNI y la cédula de identidad. Yo me quedaré con un documento anterior que había perdido y que luego recuperé. No quiero frustrar mi plan por el simple hecho de que algún policía me pida los documentos.”
Reaccionó a tiempo. “¿A quién le estoy escribiendo esto?”, se preguntó, y rompió apresuradamente el papel. Después le pareció poco y quemó los pedazos.
En realidad su plan se vio frustrado desde el comienzo, porque su idea era ponerlo en práctica ya mismo, pero recordó el detalle de la cita con Estrada que, si bien podía simplemente soslayar (cosa que aumentaría la presunción de suicidio), le interesaba sobremanera por el tema a tratar: la anarquía. De esa reunión sacaría –estaba seguro– las bases para la acción política a desarrollar.
Faltaban dos días para el viernes. Dos días que aprovecharía para difundir entre sus vecinos, la idea de que estaba ya muy cerca del suicidio. Hasta el mismo Estrada quedaría convencido de eso.
También trataría de solucionar en esos dos días, un punto que faltaba agregar a su plan. Cuando todo finalizara, todos –menos él– estarían convencidos de su muerte. Oficialmente se caratularía como “desaparición con presunción de suicidio”, hasta que pasara el plazo legal para darlo por muerto. Pero tanto para la policía como para el juez, él estaría definitivamente finado desde la apertura del expediente.
Se encontraba extraño disponiendo cosas y suponiendo razonamientos para después de su muerte. Eso, poco más o poco menos, casi todos lo hemos hecho, lo extravagante era que estaba planeando su vida para después de su muerte.
El detalle que faltaba resolver, era cómo justificar la desaparición de los dólares. Esa justificación debía ser sólo para Los Otros, ya que el resto del mundo ignoraba su existencia. Para hacerlo debía pensar como Los Otros, aunque sea por un momento.
Cuando llegó el viernes ya había encontrado la solución para esa y otras circunstancias que no quería dejar libradas al azar.
No podía pretender ser otra persona llevando un documento en el que seguiría siendo Sergio Peralta. Eso lo pondría en evidencia ante cualquier control que sus enemigos realizaran para detectar su paradero. Con paciencia y habilidad retocó el DNI viejo, cambiando su nombre por el de “Pedro Peral”. La tarea fue facilitada porque con el tiempo la tinta se había ido desvaneciendo y algunas letras ya casi ni se veían. Quedó más que satisfecho con su trabajo, digno de un falsificador profesional. Es cierto que un estudio a fondo descubriría la superchería, pero estaba en condiciones de superar cualquier inspección de rutina que tuviera que afrontar.
Para poder llevarse los dólares, acomodó los billetes en un portafolios que Mercedes le había regalado en su cumpleaños y que aún no había estrenado. Desde el comienzo había descartado la posibilidad de abrir una cuenta bancaria que luego, para simular el suicidio, tendría que abandonar como su cuenta de ahorros. También quedaba la posibilidad de abrirla con su nuevo documento, pero prefirió reservarlo para cuando fuera estrictamente necesario.
Cuando terminó de acomodar el dinero se arrepintió, sospechando que el portafolios nuevo sería una pieza demasiado expuesta, no ya para Los Otros, sino para cualquier ratero común que se tentara simplemente por el envase. Con la paciencia que habría de caracterizar su vida futura, volvió a acomodar los dólares en otro portafolios menos tentador. El que lo viera imaginaría que allí llevaba el sánguche de milanesa.
Mientras manejaba los billetes de uno a otro destino, comenzó a acostumbrarse a la cantidad, que ya no le pareció excesiva, y proyectó una futura escasez (¡la rutina!). Lo asaltó por un momento esa dosis de codicia a la que están expuestos los seres humanos, por más líricos o generosos que sean. Como en aquel cuento de “La moneda volvedora”, en la que un avaro moría de hambre, rodeado de dinero.
Aunque austeramente, el dinero entregado por Los Otros le podría alcanzar para vivir el resto de sus días, pero le pareció que despreciar el monto del seguro era un lujo excesivo.
Se propuso cobrarlo y después, con cualquier excusa, se lo entregaría a alguien (pensó que podía ser Estrada). Así, un posible seguimiento de las huellas del dinero, culminaría en el depositante que, por supuesto, corroboraría la presunción de suicidio. Una vez “suicidado” ya pensaría la manera de recuperarlo.
Al principio cumplió con sus planes al pie de la letra, logrando hacer volar sobre él un hálito de muerte. A todos sus interlocutores, fueran vecinos, proveedores o parientes, trataba de convencerlos de las ventajas de abandonar este mundo que tantos dolores nos causaba. Interpretaba tan bien su papel, que por las noches tenía que someterse a una autoterapia destinada a recuperar sus ganas de vivir y su proyecto de luchar contra Los Otros. Al finalizar cada día, se transformaba en Pedro Peral, líder de Los Nuestros.
Durante el tiempo de espera hasta la cita con Estrada, se dedicó a cambiar dólares por pesos. Lo hizo en varias casas de cambio para no despertar sospechas por la cantidad.
Por fin llegó el viernes. Salió de su casa llevando solamente el portafolios donde ahora había pesos argentinos, junto con algunos dólares que había reservado previendo futuras devaluaciones. Antes de salir revolvió los cajones y rompió la cerradura de la puerta de atrás. De esa manera simulaba que los ladrones habían aprovechado su ausencia para robar las cosas de valor. Si Los Otros entraban a investigar, supondrían que se habían llevado el dinero que ellos le entregaron.
Estrada ya estaba esperándolo en el lugar establecido para la cita.
— Puntual como buen burgués — le lanzó a modo de saludo.
— Pero no tanto como vos — se defendió Sergio, aunque le pareció raro el hecho de estar defendiéndose por tener puntualidad, algo que debería ser una virtud.
— Estás equivocado. Yo no fui puntual: llegué media hora antes, que es una forma de ser impuntual sin joder a nadie.
— Creía que a los anarquistas les gusta joder a los demás.
— En eso también te equivocás. Lo que queremos es joder a la estructura, no al prójimo.
— ¿Y cuando el prójimo es parte de la estructura?
— Entonces... llego tarde.
Rieron. Fue oportuna esa distensión. Ambos venían cargados por expectativas que no tenían mucho que ver con lo esperable. Sergio estaba ansioso porque iba a preguntar sobre un tema que resultaba trascendente para su vida futura, para la lucha que estaba dispuesto a entablar. Estrada se preguntaba para qué diablos lo había citado alguien que sólo era un compañero de trabajo más, con quien nunca había mantenido una relación de amistad. Como siempre sucede en estos casos, comenzó una charla informal que Sergio aprovechó para dejar sentada la impresión de suicidio.
— ¿Alguna vez pensaste en suicidarte? — le preguntó sin rodeos, después de haber llevado la conversación hasta un punto que hacía coherente la pregunta.
La respuesta no se demoró.
— Por supuesto. Pero no porque ya haya tenido la intención de hacerlo, sino porque, como yo no creo en Dios, cuando la vida pierda su interés no me quedará otra que terminarla yo mismo. ¿Para qué prolongar una agonía si no creo en el premio de una vida después de la muerte?
— Quiere decir que para vos el suicidio es un simple trámite y no producto de la soledad.
Aquí lo pensó un poco más.
— Puede ser... puede ser. Yes I’m lonely. Wanna die, if I ain’t dead already — canturreó— ¿Lo conocés? Es de John Lennon: “Sí, estoy solo. Quiero morirme, si no estoy ya muerto”. El que queda solo ya está muerto. Para él sí que el suicidio será un simple trámite. No sé si leés a Borges...
— No tengo esos vicios — bromeó Sergio.
— Probalo, es una adicción con grandes beneficios. Te hacía esa pregunta porque Borges dice en uno de sus relatos, como para indicar que la muerte es algo intrascendente: “...francamente no recuerdo si nos suicidamos aquella noche.”— hizo otra pausa como trayendo a la memoria ciertos recuerdos — Pero hay otras cosas que pueden mover al suicidio...
— El auto-castigo, por ejemplo.
— Eso es más lógico. El auto-castigo o el castigo a alguien o a algo. ¿Conocés la historia de Eratóstenes?
— No.
— ¿En serio? ¿De veras que no te la conté? ¡Vos sos un filón sin explotar, viejo!
Otra vez la risa iba aflojando la tensión.
— Eratóstenes era un filósofo griego que también era poeta, matemático, astrónomo, geógrafo y todas esas cosas que en la antigüedad se acostumbraba a estar unidas en una sola persona. Vivió doscientos años antes de Cristo y fue el primero que midió la distancia al Sol, la circunferencia de la Tierra y la inclinación del eje terrestre. Todo con una precisión increíble, teniendo en cuenta los elementos con que contaba en aquellos tiempos. Este tipo fue director de la famosa biblioteca de Alejandría y se quedó ciego.
—Como Borges. — acotó Sergio.
—Como Borges.— confirmó Estrada y pensó un momento en el tema — ¡Mirá vos! No había pensado en este paralelismo que venís a plantearme vos, que no leés a Borges: Borges también era un bibliotecario ciego. Claro que hay alguna diferencia, porque él ironiza en su “Poema de los dones”:
Nadie rebaje a lágrima o reproche,
esta declaración de la maestría de Dios,
que con magnífica ironía,
me dio a la vez los libros y la noche.
esta declaración de la maestría de Dios,
que con magnífica ironía,
me dio a la vez los libros y la noche.
Pero a Eratóstenes no le resultó tan fácil la cosa. Al comprender que los libros eran ya inalcanzables para él, optó por suicidarse. Primera inducción al suicidio: sin libros se sentía absolutamente solo, quizás muerto, en ese nuevo mundo de sombras. Pero lo terrible fue la forma de suicidarse: dejó de comer, es decir que murió de hambre. El que muere de hambre sufre atroces dolores porque, después que el organismo consume sus grasas, el estómago comienza a digerirse a sí mismo. Segunda inducción al suicidio: el auto castigo, o mejor aún, el castigo a otro.
— ¿Castigo a quién? ¿Quién era culpable de su ceguera?
— Dios. El tipo le dijo: “¿Me dejaste ciego? Entonces mirá lo que hago con tu criatura” y se mandó el viaje sufriendo lo más posible.
— ¿Cómo me decís eso? Si vos no creés en Dios.
— Pero Eratóstenes sí.
Volvieron a reír y la conversación fue derivando hacia otros temas. A cada paso Sergio se sorprendía de la erudición de ese, hasta entonces intrascendente, compañero de trabajo, que ahora veía pasear por senderos de la filosofía, la historia y la psicología. Cuando se habló de las actividades extralaborales, aprovechó para preguntarle abiertamente por su actividad anarquista.
Estrada se sorprendió.
— ¿Qué actividad?
— No sé. La organización en la que trabajás, las personas que frecuentás, la prensa que leés, los libros que tenés...
— No, viejo. Yo no integro ninguna organización. ¿No te digo que soy anarquista? Si querés ubicarme en algún cuadro estadístico, soy “no sabe/no contesta”. Las personas que frecuento son las mismas que frecuentás. Y no me va mal. Siempre hay alguno como vos que se interesa en mis ideas y yo se las explico. ¿Lo que leo? Cualquier libro o periódico que llega a mis manos. De ellos saco mi propia conclusión. No quiero ser un ignorante adoctrinado por el anarquismo ni por Clarín y su multimedia. Por supuesto que he leído también a los maestros: a Kropotkin, a Proudhon, a Bakunin, pero te aseguro que ya no recuerdo cuáles eran los colectivistas, cuáles los individualistas y cuales los utópicos. Mi anarquismo se ha convertido en una filosofía de vida, que hice viviendo más que leyendo. Si querés te lo explico, pero te advierto que puedo llegar a ser muy pesado. Cuando hablo de mis ideas, suelo ponerme discursivo y no soy nada agradable.
Después de asegurarle que oiría con sumo agrado todo lo que quisiera decirle, Sergio soportó más de dos horas de un alucinante ensayo de anarco-ficción, mezclado con una épica fantástica. Entre pensamientos absolutamente quiméricos, sobrenadaban algunas ideas fundamentales que le permitieron comenzar a trazar el plan que llevaría a cabo.
Remontó una lucubración que se bifurcaba a partir de algunas de las palabras de Estrada. El principio elemental del plan consistía en recoger a los oprimidos, a los marginados. Estaba convencido de que ellos estarían ansiosos por eliminar a los opresores y a los marginadores. Si lograba convencerlos de que Los Otros eran los culpables de todas sus angustias, le sería fácil alcanzar la ansiada revolución anarquista.
Si hubiera estado atento hubiera escuchado que Estrada, en ese momento, le hablaba del ingenuo Espartaco, que creyó que los esclavos de Roma correrían alborozados al encuentro de la libertad que él les traía. Ese tema lo desvió después hacia la filosofía de la libertad.
— ...¿o acaso tampoco leíste a Schopenahuer? — lo sorprendió Estrada.
— Si... claro... sólo que... — buscó una frase que le evitara tener que confesar que sólo había dejado ante él una cara atenta, pero su Yo había remontado el arduo camino de un hipotético futuro — ...he pasado ya la etapa de las citas literarias. Una vez que incorporo los conceptos, borro las palabras y pasan a formar parte de mi pensamiento. Como te pasa a vos con la anarquía.
Estrada lo miró casi con admiración. Después de un silencio prolongado, pidió otro café y, volviendo a su mirada admirativa, afirmó asintiendo lentamente con la cabeza.
— Sos más inteligente de lo que pensaba. — le adjudicó.
Un poco con la vergüenza de aquel a quien se le atribuyen méritos que él sabe que no posee, pero entusiasmado porque zafó mejor de lo que creía, Sergio continuó sus improvisadas frases de compromiso.
— Hay quienes afirman rotundamente conceptos de otros, mencionando hasta la página del libro donde los leyeron. Lo más probable es que repitan frases y palabras sin conocimiento de lo profundo. Como los Testigos de Jehová.
Estrada asentía caviloso a lo que decía Sergio, pero estas últimas palabras le provocaron un súbito deseo de seguir discurseando.
— Esa es otra ¿ves? –afirmó casi gritando — ¡Las sectas religiosas! ¡O... (¿Para qué vamos a ser sectarios nosotros también?) ...las religiones! Esas organizaciones terrenas que se consideran a sí mismas sucursales del más allá. Casi todas sostienen lo virtuoso que es aquel que nada espera en la tierra, aquel que se somete a los más inhumanos vejámenes con tal de lograr en la vida celestial lo que no logró en la terrenal. Apoyan la jerarquía del dinero o de la sangre, ante una congregación universal de pordioseros que sólo quieren que los mantengan hasta tanto se ocupe de ellos el Padre Celestial.
Y allí comenzó a despacharse nuevamente con sus ideas anarquistas, pero ahora dirigidas a la necesaria, imprescindible necesidad de eliminar esas absurdas y burocráticas oficinas celestiales. Como era su costumbre, Sergio “dejó la cara y se fue”.
Imaginó fatigosas travesías por montes y valles, conduciendo ejércitos de desposeídos que llevaban la bandera anarquista, que ya sería su propia bandera. Y cuando se hubiera cumplido la misión, el hombre habría recuperado el edén.
— ... y así nunca se recuperará el paraíso perdido — volvió a sorprenderlo Estrada.
— ¡Claro! ¡Así no! — le respondió con infinito placer. Había descubierto en esa coincidencia entre las palabras de uno y el pensamiento del otro, la señal auspiciosa de un destino cierto.
— ¿Castigo a quién? ¿Quién era culpable de su ceguera?
— Dios. El tipo le dijo: “¿Me dejaste ciego? Entonces mirá lo que hago con tu criatura” y se mandó el viaje sufriendo lo más posible.
— ¿Cómo me decís eso? Si vos no creés en Dios.
— Pero Eratóstenes sí.
Volvieron a reír y la conversación fue derivando hacia otros temas. A cada paso Sergio se sorprendía de la erudición de ese, hasta entonces intrascendente, compañero de trabajo, que ahora veía pasear por senderos de la filosofía, la historia y la psicología. Cuando se habló de las actividades extralaborales, aprovechó para preguntarle abiertamente por su actividad anarquista.
Estrada se sorprendió.
— ¿Qué actividad?
— No sé. La organización en la que trabajás, las personas que frecuentás, la prensa que leés, los libros que tenés...
— No, viejo. Yo no integro ninguna organización. ¿No te digo que soy anarquista? Si querés ubicarme en algún cuadro estadístico, soy “no sabe/no contesta”. Las personas que frecuento son las mismas que frecuentás. Y no me va mal. Siempre hay alguno como vos que se interesa en mis ideas y yo se las explico. ¿Lo que leo? Cualquier libro o periódico que llega a mis manos. De ellos saco mi propia conclusión. No quiero ser un ignorante adoctrinado por el anarquismo ni por Clarín y su multimedia. Por supuesto que he leído también a los maestros: a Kropotkin, a Proudhon, a Bakunin, pero te aseguro que ya no recuerdo cuáles eran los colectivistas, cuáles los individualistas y cuales los utópicos. Mi anarquismo se ha convertido en una filosofía de vida, que hice viviendo más que leyendo. Si querés te lo explico, pero te advierto que puedo llegar a ser muy pesado. Cuando hablo de mis ideas, suelo ponerme discursivo y no soy nada agradable.
Después de asegurarle que oiría con sumo agrado todo lo que quisiera decirle, Sergio soportó más de dos horas de un alucinante ensayo de anarco-ficción, mezclado con una épica fantástica. Entre pensamientos absolutamente quiméricos, sobrenadaban algunas ideas fundamentales que le permitieron comenzar a trazar el plan que llevaría a cabo.
Remontó una lucubración que se bifurcaba a partir de algunas de las palabras de Estrada. El principio elemental del plan consistía en recoger a los oprimidos, a los marginados. Estaba convencido de que ellos estarían ansiosos por eliminar a los opresores y a los marginadores. Si lograba convencerlos de que Los Otros eran los culpables de todas sus angustias, le sería fácil alcanzar la ansiada revolución anarquista.
Si hubiera estado atento hubiera escuchado que Estrada, en ese momento, le hablaba del ingenuo Espartaco, que creyó que los esclavos de Roma correrían alborozados al encuentro de la libertad que él les traía. Ese tema lo desvió después hacia la filosofía de la libertad.
— ...¿o acaso tampoco leíste a Schopenahuer? — lo sorprendió Estrada.
— Si... claro... sólo que... — buscó una frase que le evitara tener que confesar que sólo había dejado ante él una cara atenta, pero su Yo había remontado el arduo camino de un hipotético futuro — ...he pasado ya la etapa de las citas literarias. Una vez que incorporo los conceptos, borro las palabras y pasan a formar parte de mi pensamiento. Como te pasa a vos con la anarquía.
Estrada lo miró casi con admiración. Después de un silencio prolongado, pidió otro café y, volviendo a su mirada admirativa, afirmó asintiendo lentamente con la cabeza.
— Sos más inteligente de lo que pensaba. — le adjudicó.
Un poco con la vergüenza de aquel a quien se le atribuyen méritos que él sabe que no posee, pero entusiasmado porque zafó mejor de lo que creía, Sergio continuó sus improvisadas frases de compromiso.
— Hay quienes afirman rotundamente conceptos de otros, mencionando hasta la página del libro donde los leyeron. Lo más probable es que repitan frases y palabras sin conocimiento de lo profundo. Como los Testigos de Jehová.
Estrada asentía caviloso a lo que decía Sergio, pero estas últimas palabras le provocaron un súbito deseo de seguir discurseando.
— Esa es otra ¿ves? –afirmó casi gritando — ¡Las sectas religiosas! ¡O... (¿Para qué vamos a ser sectarios nosotros también?) ...las religiones! Esas organizaciones terrenas que se consideran a sí mismas sucursales del más allá. Casi todas sostienen lo virtuoso que es aquel que nada espera en la tierra, aquel que se somete a los más inhumanos vejámenes con tal de lograr en la vida celestial lo que no logró en la terrenal. Apoyan la jerarquía del dinero o de la sangre, ante una congregación universal de pordioseros que sólo quieren que los mantengan hasta tanto se ocupe de ellos el Padre Celestial.
Y allí comenzó a despacharse nuevamente con sus ideas anarquistas, pero ahora dirigidas a la necesaria, imprescindible necesidad de eliminar esas absurdas y burocráticas oficinas celestiales. Como era su costumbre, Sergio “dejó la cara y se fue”.
Imaginó fatigosas travesías por montes y valles, conduciendo ejércitos de desposeídos que llevaban la bandera anarquista, que ya sería su propia bandera. Y cuando se hubiera cumplido la misión, el hombre habría recuperado el edén.
— ... y así nunca se recuperará el paraíso perdido — volvió a sorprenderlo Estrada.
— ¡Claro! ¡Así no! — le respondió con infinito placer. Había descubierto en esa coincidencia entre las palabras de uno y el pensamiento del otro, la señal auspiciosa de un destino cierto.
Despertó olvidado de su incierto destino. Tantos años de vida terrestre le habían hecho creer que su sueño había sido interrumpido por el sonido de un despertador. Hasta había iniciado un movimiento para detener la campanilla. Pero cuando notó que ese ademán, normalmente brusco, fue realizado de la manera en que hay que moverse en el espacio, recordó su drama. Tardó un rato en abrir los ojos, usando esa demora para suponer, esperanzado, que aún estaba en la nave.