jueves, 14 de agosto de 2008

CAPÍTULO II.

Ese día significó el comienzo de muchas cosas. Había podido descubrir la infinita soledad en que se había convertido su vida. El trino de los pájaros, que en otros días lo había llenado de una alegría inexplicable, hoy tenía gusto a recuerdo, aunque el canto se estuviera produciendo en este mismo momento. Todo tenía la belleza de las cosas añoradas, es decir de las cosas que habían muerto para siempre. Como su infancia.
El tiempo, tarde o temprano, va matando todo y nadie considera a eso una tragedia. La tragedia existe cuando una infinidad de cosas mueren al mismo tiempo. La muerte de un hombre se dramatiza cuando junto a él mueren otras cosas o cuando mueren muchas personas con él. De lo contrario es intrascendente, es algo previsto desde el nacimiento o quizás desde antes. “Pudo ser una tragedia” suelen decir las crónicas, cuando pudieron morir cien personas y sólo murió una. No se tiene en cuenta que para el que murió y para su familia no hay diferencia entre uno y cien. Eso había ocurrido en su tragedia que pudo ser sólo murieron dos personas en un lugar donde transitaban quinientas. La diferencia entre él y los otros (los que transitaban) eran que esas dos eran sus dos.
Recordar el pasado lo llenó de tristeza, y recordar el futuro imaginado lo sumió en una tremenda melancolía. No era aquella melancolía poética, agradable, que lo asaltaba en sus años juveniles, esto era algo patológico que, de no ser remediado, podría llevarlo a la tumba.
Comprendió lo absurdo que es suponer que el futuro es algo, que es una entidad palpable, que existe.
Siempre encontró gracioso aquella forma de hablar que tenemos. Decimos: “mi futuro suegro” o “mi futura nuera”, haciendo una apropiación ilegítima de lo que todavía no ha sucedido. Cuando alguna pareja de novios se separaba, al encontrar a alguno de ellos, solía hacerle preguntas como: “¿Hace mucho que no ves a tu ex-futuro-suegro?
Ahora él mismo se encontraba en esa tragicómica situación. La casita de fin de semana que habían soñado comprar, se convirtió de golpe, en ex-futura-casita.
Hoy ya no le quedaba ninguna esperanza. Por lo menos ninguna de las esperanzas que soñó. ¡Quién sabe si alguna vez volvería a tener otra!

Cuando pudo poner en orden sus ideas, descartó de plano la posibilidad de volver a la tierra. Aún logrando imprimir velocidad a su cuerpo, no le alcanzaría la vida para recorrer los miles de kilómetros que lo separaban de ella.


Al recordar las palabras con que despidió a los hombres de la fundación, volvió al razonamiento sobre el suicidio. Con la experiencia que tenía ahora, creyó concluir en forma definitiva e indiscutible, que el único móvil que impulsa a un suicida es descubrir que ya no tiene esperanzas o que su esperanza se limita a un futuro de dolor. Y ese descubrimiento es consecuente con el sentimiento de soledad correspondiente a su primera conclusión. La idea del suicidio le llegaba ahora que él estaba solo ¿Tenía otro futuro?
Casi contra su voluntad, volvió a recordar aquel suicidio del que fuera testigo. Instintivamente buscó bajo la servilleta el escrito que había ocultado apresuradamente cuando llegaron sus extraños visitantes.
Al apartar el paquete con los dólares, notó en el papel rasgado, las iniciales que indicaban su procedencia. Con asombro y temor descubrió que “Los Otros” y “Luis Ordoñes”, tenían las mismas iniciales.
Escribió sobre la fecha final en la carta del suicida, como si fuera una firma: “Luis Ordoñe...” Iba a escribir una zeta pero, leyendo el logotipo, vio que se escribía con ese. Entonces su temor se convirtió en pánico: ambas palabras, no sólo tenían las mismas iniciales, sino que concluían igual:

LUIS ORDOÑES
LOS OTROS

Si no le sorprendió la coincidencia, fue por aquello que escribió Fernando Vidal Olmos en su “Informe Sobre Ciegos” y que le quedó tan grabado cuando lo leyó:

AVISO A LOS INGENUOS: ¡NO HAY CASUALIDADES!

A no ser por aquella advertencia, no hubiera sospechado que, tanto el grupo temido por el suicida como la Fundación, respondían a los mismos parámetros y que quizás fueran la misma organización.
Volvió a recordar el suicidio y lamentó no haberse quedado más tiempo aquel día, para averiguar algo sobre aquel hombre: con quién vivía, dónde trabajaba. Claro ¡cómo iba a imaginar todo lo que sobrevendría después de ese episodio!
Se propuso buscar en alguna hemeroteca, un diario de aquel tiempo que hubiera publicado aquella noticia. No faltaría el periodista que aportara más datos que los que él tenía. Pero ya ni recordaba el año en que se produjo el hecho. Se imaginó horas leyendo páginas y más páginas, buscando una nota que quizá no existía. Al fin de cuentas, hechos como ese se producían diariamente y sólo se publicaban cuando no había otras cosas que llamaran más la atención. Y aunque encontrara lo que buscaba, no tenía ninguna garantía de que no se tratara más que la reproducción de una gacetilla policial y que nadie hubiera ahondado en el caso. Todas esas objeciones le hicieron olvidar para siempre su interés investigativo.
Salió a la calle para tratar de despejarse. El tema de Los Otros había logrado apartar de su mente la tragedia central.
Aún no había amanecido. Recién entonces fue atando cabos, relacionando detalles que hasta ese momento no había tenido en cuenta. Se había levantado muy, pero muy, temprano. Aún así, la gente de la Fundación lo había visitado antes de la salida del sol. Bastante insólito si no tuviéramos en cuenta los qués y los porqués.
Recorrió caminando las 25 cuadras que separaban su casa de la estación ferroviaria, una rutina que sostuvo durante muchos años y que, aunque todavía no lo sabía, había concluido para siempre. Las rutinas son las que nos sostienen cuando se debilitan las convicciones o cuando nos parece que seguir viviendo carece de sentido. Los actos cotidianos como comer, caminar, cepillarse los dientes, no se piensan. Por eso continúan sin que nos las propongamos, como un desafío ante la ausencia de aquellos que ya no pueden realizarlas.
Decidió pasar el día en la capital. Por primera vez en su vida no tenía nada que hacer ni tenía un plan previo.
La ciudad de Moreno tenía el grave inconveniente de estar en el límite que separa “lo lejos” de “lo cerca” y hasta hace muy poco tiempo conservaba un ambiente pueblerino. Un vecino –no tan viejo– recordaba aún que los domingos la banda de música de los bomberos voluntarios tocaba en la plaza. Y se lo contaba como puede contarlo hoy cualquier habitante de un pueblo de campaña. Pero contrariamente a lo que sucede en éstos, en Moreno no se podía desarrollar ni el comercio, ni la industria, ni la vida cultural. Siempre en la Capital se podía comprar más barato, ver un mejor espectáculo teatral, conseguir un mejor trabajo. Por eso las actividades de la gente de Moreno, siempre se desarrollaban fuera de Moreno, ciudad a la que se llegó a llamar “el gran dormitorio”.
Y es por eso que antes del amanecer, los alrededores de la estación eran un hervidero de gente que corría a tomar el tren.
Se ubicó en una de las cinco colas que se alineaban frente a las boleterías. Miró con ternura a los cientos de “cabecitas” que aguardaban con estoica paciencia, que les tocara el turno para acceder al pasaje que les permitiría el discutible privilegio de llegar a su lugar de trabajo. Iban con su bolso deportivo, en el que se adivinaban algunas herramientas junto al guiso que sobró de anoche; los más “facheros” usaban un portafolios para simular que llevaban importantes documentos y no el sánguche de milanesa.
¡Cuántas veces se enojó contra los que afirmaban que a los “cabecitas” –o a los argentinos– no les gusta trabajar!
— Hay que pararse en Moreno, o en Merlo, o en Morón desde las cuatro de la mañana y se va a ver quienes son los que hacen el país – solía responderles.
Esperó el segundo tren porque el primero ya estaba repleto. Quería ir sentado para “disfrutar” de sus meditaciones. Ya en el viaje, observando a los que se apretujaban cada vez más en los pasillos del tren, se preguntó: “estos que me acompañan ¿Son nuestros o de Los Otros?”.
Poco tardó en comprender que era una ingenuidad pensar que se trataba, simplemente, de dos bandos: Los Nuestros y Los Otros. La Fundación Luis Ordoñes era la prueba de que había una diferencia esencial:

LOS OTROS ESTÁN ORGANIZADOS

y eso es lo malo, lo que realmente nos pone en desventaja. El acostumbramiento licuó nuestra organización, si es que alguna vez existió como relataba el suicida de la avenida Rivadavia.
Recordó que la primera vez que leyó aquella historia, creyó que se trataba de una alegoría. Más tarde cayó en la cuenta de que la única alegoría es la que se refiere a Los Nuestros, a la organización de Los Nuestros. Los Otros, su multiplicación y su mimetismo, representan una realidad incontrastable.
Volvió a encontrarse con la idea del suicidio. Si lo hiciera, si realmente se suicidara, Los Otros sentirían una alegría indescriptible. Es que ahora se había convertido involuntariamente en su enemigo.
En su trato con ellos (los hombres de la Fundación), había cometido algunos errores que podían costarle la vida.
En primer lugar fue imperdonable haber dejado sobre la mesa el escrito del suicida. Aunque estaba disimulado, la perspicacia de Los Otros pudo haberlo descubierto. Quizá por eso pusieron sobre él el paquete con los dólares: como un desafío.
También fue un error haber preguntado irónicamente sobre la participación de la Fundación (Los Otros) en aquel “accidente”. A aquellos hombres no podía escapársele la sospecha de que él era un iniciado en los secretos de la organización. Su desventaja era abismal. Los Otros creían que él sabía, pero él sólo tenía una pálida sospecha, la punta de una madeja que intentaba desenrollar.
A pesar de esos errores, dejó una puerta de escape cuando afirmó: “me voy a suicidar”. La táctica que elaboró a continuación no incluía el suicidio, pero trataría de que ellos así lo creyeran.
En cierto modo, el Sergio Peralta que existió hasta entonces, había muerto. Lo único que tendría que simular, sería la muerte física o, al menos, la muerte civil. Fue el primer esbozo de un futuro posible que no incluía a la muerte como realidad concreta.
En la ciudad que recién despertaba, se dirigió al bar donde habitualmente se reunía con sus compañeros de trabajo antes de entrar a la oficina. La rutina seguía dominando sus actos.
El flaco Estrada gesticulaba, como siempre, una larga arenga anarquista. Sabía que su prédica caía en saco roto porque nadie lo tomaba en serio, pero intentaba que al menos alguna de sus palabras germinara en el corazón de alguien.
—... hasta la misma iglesia se contradice, con su sistema jerárquico. Si el hombre nació para ser amo de la creación, como dice la Biblia ¿Por qué demonios tiene que ser mandado por otros? ¿Por qué tiene que entrar, le guste o no, en una sociedad con reglas tan estrictas que le impiden desarrollar su libertad?
Cuando vieron a Sergio, se hizo un largo y penoso silencio. Candotti atinó a poner la mano sobre su hombro y a balbucear una especie de pésame embarazoso.
Los demás asintieron como dando su solidaridad.
— No estás solo — dijo alguien.
— Si, lo sé — agradeció Sergio, sin hacerle notar que justamente ese era el problema: que había quedado solo.
— No tenías porqué venir hoy. Sabés que tenés cinco días de licencia.
A Sergio siempre le resultó ridícula esa compensación que hasta se tabulaba de acuerdo a la supuesta importancia del parentesco. Padre, madre, cónyuge y/o hijo: cinco días; abuelos y/o hermanos: dos días. “Tomémonos unos días de descanso y luego volvamos a la actividad como si nada hubiera pasado.” Estuvo tentado de preguntar, para completar el absurdo, si en su caso se sumaban los días de licencia por fallecimiento de cónyuge a los que le correspondían por fallecimiento de hijo. Pero se limitó a una respuesta convencional.
— Ya sé. Sólo vine de paso, a charlar un poco con ustedes.
— Hiciste bien — dijo “el sapo”, aunque todos parecían estar incómodos por su presencia.
Sergio lo notó y los comprendió. Él también alguna vez había tenido ese tipo de incomodidades. Al encontrarse con un amigo al que se le había muerto algún familiar y ya era tarde para los pésames, no sabía si mencionar el tema o tratarlo como si nada hubiera pasado.
— Nos enteramos por los diarios al otro día — balbuceó Aguirre a modo de disculpa –si no, imaginate, hubiéramos ido al velorio.
— Claro, claro. No se preocupen. Pero si no les molesta, prefiero no hablar del tema. Vine para distraerme un rato.
Como aliviado de una pesada carga, Estrada reanudó la perorata interrumpida.
— ... y lo más lindo es que los que luchan contra el sistema, lo hacen para imponer otro sistema. Y lo único que logran es perjudicar al pobre diablo que no está con ninguno de los sistemas que le quieren imponer. Los dueños del poder dictan reglas cada vez más estrictas para evitar que puedan alterar su hegemonía de mando. En conclusión: estas reglas no son aplicables a los poderosos, porque justamente son ellos los custodios de su aplicación, pero tampoco se pueden aplicar a los que se oponen al poder, porque no las respetan. Lo único que logran es joder al pobre diablo y no a Los Otros.
Cuando Sergio escuchó “Los Otros”, se estremeció. Quizás solamente dijo “los otros” y fue él quien imaginó que se refería a la organización que lo venía alterando las últimas horas.
Las palabras en las que uno normalmente no repara, se convierten en repetitivas, a poco de empezar a prestarles atención. Así Sergio fue escuchando durante muchos años los otros, y agregándole o no las mayúsculas, de acuerdo a lo que reflejaba la frase.
Esta vez estaba casi convencido de que Estrada había remarcado esas dos palabras, con un énfasis que seguramente sólo existió en su imaginación. O, en realidad, ese énfasis estaba puesto en todo lo que decía, sin hacer distingo de palabras.
— Aquí mismo tenemos un ejemplo de lo que digo — prosiguió señalando a Sergio — Un comando terrorista atenta, supuestamente, contra el gobierno y ¿quién la liga?: la mujer y la hija de Peralta. Eso termina siendo funcional al gobierno, porque la gente instintivamente repudia la injusticia y supone que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, entonces apoya al gobierno, enemigo del terrorismo.
— Parala, flaco — gritó alguien — Peralta vino a distraerse y no a que vos le recuerdes su tragedia.
Recién entonces Estrada pareció darse cuenta de la barbaridad que estaba haciendo al ejemplificar su teoría apelando al dolor de alguien que estaba junto a él. Nombraba la soga en casa del ahorcado. Comenzó a esbozar una disculpa que Sergio interrumpió con un ademán. La situación desembocó en una serie de gestos de disculpa, reproches y perdones, en un silencio que cada vez se hacía más pesado.
Mirando la hora en el viejo reloj de pared del bar, uno a uno se fueron despidiendo de Sergio para aprontarse a comenzar sus tareas laborales.
Mientras pagaba su café, el flaco había vuelto a su discurso, ahora murmurando como para sí:
— ¡Anarquistas! — dijo con desprecio — ¡Aquellos eran anarquistas y no éstos! En las épocas de la F.O.R.A., cuando había que matar a alguien se lo mataba. No como ahora, que cae cualquiera menos el que tiene que caer.
Cuando Sergio escuchó “F.O.R.A.” y “anarquistas”, intuyó fuerzas organizadas que podían oponerse a esa otra tan temida. Ignoraba por completo qué era esa sigla, si es que era una sigla, pero le sonaba a algo áspero, rebelde. Quizá Estrada pudiera vincularlo con algunos grupos ácratas que lo ayudaran a comenzar la lucha. Había vislumbrado que la anarquía era la causa por la que había que pelear. Lo tomó del brazo.
— Flaco, un día de estos quisiera hablar con vos. — le dijo en una media voz que le pareció apropiada para esa naciente unidad conspirativa.
Arreglaron encontrarse el viernes a la noche, a la salida de la oficina. Cuando quedó solo pidió un café doble y una ginebra. No acostumbraba a tomar bebidas alcohólicas y menos por la mañana, pero ese día estaba dispuesto a levantar el ánimo de cualquier manera. Abrió el diario que había comprado en el tren y se deleitó morosamente con la ginebra, aunque sabía que era una bebida para tomar de un sorbo, echando la cabeza atrás y limpiándose después la boca con la manga.
Cuando acabó de leer las páginas políticas, que terminaron convenciéndolo de la necesidad de la lucha que se había propuesto, hizo un plan para ese día (que luego no cumpliría). Cuando pagó, se dio cuenta que no había traído mucho dinero, por lo que su día tenía que ser austero. No pudo menos que sonreír cuando recordó el paquete de dólares que había dejado sobre la mesa de su casa. Era evidente que su rutina era andar con la plata justa, ahorrando para el futuro.
Comió en un bodegón cercano al puerto porque su presupuesto no daba para el restaurante que había elegido en el plan previo. Caminó lentamente con las manos en los bolsillos y se metió en uno de los cines continuados de la calle Lavalle. Ni se enteró de la película que proyectaban porque se durmió profundamente apenas se acomodó en la butaca.
Esa tarde, en el cine, comenzó a tener sueños que vinculaban su vida pasada con el futuro (si es que el futuro existe, aunque nunca haya sucedido). Soñó que estaba en un parque de diversiones. En un stand, había una cinta sobre la que se deslizaban muñecos que tenían la cara de los hombres de la Fundación. Estrada les arrojaba pelotitas que hacía con los dólares que él le alcanzaba, sacándolos de un gran paquete. El paquete tenía un membrete que decía “Los Ordoñes” y que cada tanto cambiaba por “Luis Otros”. Cada vez que terminaba una serie de cinco pelotitas, Sergio reía a carcajadas y le decía a Estrada:
— ¡Perdiste, flaco! ¡Me tenés que pagar!
Entonces Estrada sacaba un fajo de dólares del bolsillo de su saco y se los entregaba a Sergio que los acomodaba en el paquete, de modo que éste nunca se terminaba sino que, por el contrario, crecía (con envoltura y todo) hasta alcanzar el techo. Allí se dejaba de ver el membrete. En una imagen que se iba desvaneciendo poco a poco, Jorge Washington y Benjamín Franklin arrojaban dólares contra Sergio, que se deslizaba por la cinta gritando:
— ¡Perdiste, flaco..!
Aunque estaba firmemente decidido a utilizar su arma para impulsarse hacia cualquier parte, prefirió dormir antes un rato. Lanzarse hacia alguna dirección significaba salirse de los lugares lógicos donde podría buscarlo una supuesta operación de rescate. Después de dormir tendría mayor serenidad para tomar cualquier decisión. Acaso en sueños encontrara una salida. Pero ¿Con qué habría de soñar un náufrago espacial? No con el futuro, sino con los mismos puntos luminosos que lo rodeaban en la realidad. Más o menos brillantes, en uno u otro lugar, pero que eran siempre los mismos puntos.