viernes, 15 de agosto de 2008

CAPÍTULO I

Es muy desagradable despertar con un fuerte dolor de cabeza, pero mucho más desagradable es el intuir, entre los sopores del último sueño, que el motivo del dolor es haber contenido el llanto durante muchas horas.
Se sabía solo, pero no quiso pensarlo. Demoró un largo rato esperando que el dolor cesara.
Tuvo la sospecha –la esperanzada sospecha– de que todo había sido una atroz pesadilla. En los sueños pasan horas, días y hasta años, en pocos segundos. Quizás todo el tiempo transcurrido desde que Mercedes había salido con Mirta de la mano, no había excedido de esa noche. Quizás el velorio... los velorios ni siquiera habían existido.
No quiso realizar ningún movimiento que le destrozara esa esperanza. Imaginó a Mercedes durmiendo a su lado. Intentó suponer que apenas él se sentara en la cama, ella iba a murmurar “¿Ya es la hora”? Después, mientras él se afeitara, ella le prepararía el mate y las tostadas; pondría la manteca en la mesa y se iría a dormir nuevamente. Lo dejaba solo para que pudiera disfrutar de esos minutos que tenía para sentirse dueño de su vida. Cuando se agotaba la pava de agua y después de tres o cuatro cebaduras, se preparaba para salir. Iba hasta el dormitorio para darle un beso a Mercedes y a Mirta –que ya había ocupado su lugar en la cama– y rumbeaba al trabajo, como todos los días. Una rutina que, como todas las rutinas, pretendía ser eterna.
Quiso creer que todo ocurría para siempre y que todavía estaba ocurriendo. El despertador aún no había llegado a la hora en que con su estridencia irrumpía en la vida de los humanos, pero él ya lo había detenido. Tenía cinco minutos para creerse dueño de sus horarios, proponerse que no iría a trabajar y luego resignarse. No quería en sus pensamientos nada que le indicara que la rutina se había quebrado para siempre.
Sin encender la luz, fue acercando la mano hacia la derecha de la cama matrimonial. Pronto llegó el resultado esperado y temido: el vacío. Y encontró más vacío al extender el brazo arrastrando los dedos por la fría sábana. Llegar al borde fue como llegar al final del sistema solar o, más aún, de alguna lejana galaxia.

El astronauta gira enloquecido, buscando entre las estrellas que bailan en torno, la lucecita que le indique que allí está la nave, que el regreso a la madre tierra está cercano. Cierra los ojos para ver lo imaginado y sueña que ve.


Quedó un largo rato pensativo. Años después, cuando recordaba aquel momento (que fue el comienzo de todo), no podía determinar cuáles habían sido sus pensamientos. Porque para la mente no existen pasado y futuro. Un presagio tiene la misma entidad que un recuerdo. Todo existe en el presente.
¿Imaginó (o predijo) todo lo que después sucedería? ¿O sólo lloró a su mujer y a su hija, absurdamente muertas “por error” en un atentado terrorista? Tal vez –se dijo en el futuro– no pensé en nada. Fue un dejar que el espíritu vagara por otros mundos (pasados o futuros) absorbiendo la savia nutritiva que luego le determinaría la acción a seguir.
Se levantó abruptamente como buscando (¿perdiendo?) la última esperanza. Rápida pero sigilosamente, recorrió el resto de la casa hasta que se convenció de que era cierto: estaba completamente solo. Supuso un destino fijado de antemano por un dios perverso. “estaba predestinado –se resignó– no había forma de evitarlo”.

Violentamente abre los ojos y gira la cabeza en todos los sentidos. Descubre que lo intuído es cierto: ha quedado flotando en el espacio ¡Para siempre!


Nadie sabe qué cosas o qué pequeños signos llevan al hombre a recordar momentos que estaban aparentemente perdidos para siempre. Otra vez los recuerdos y los presagios se mezclaban o, mejor dicho, se convertían en una sola entidad. Mientras ponía a calentar el agua para el mate (¡él, no Mercedes!), pasó por su cabeza como una ráfaga, el recuerdo de aquel suicida y del enigmático escrito que él le atribuyó, quizás caprichosamente.
Todo lo que le había sucedido le hizo retomar, sin razón visible, la memoria del suceso.
¿Cómo olvidarlo? Como tantas veces, revivió el día en que caminaba por la avenida Rivadavia, aislado del mundo en medio de sus cavilaciones. Llegando a la altura de la estación Liniers, vio que un gran muñeco caía desde lo alto de un edificio.
“¡Qué descuido!”, pensó. “¡Si hubiera caído sobre alguien, podría haberlo matado!”
Después se dio cuenta de que lo que había caído no era un muñeco, sino un hombre. Mejor dicho: que había sido un hombre.
Como siempre ocurre en estos casos, la gente se arremolinaba en torno al guiñapo que había quedado en el suelo, haciendo los más variados comentarios.
— Hace rato que lo vengo mirando — dijo un viejo pelado, señalando un balcón — “este se tira”, pensé. ¡Y se tiró, nomás!
Miró alrededor buscando aprobación, acaso admiración. Su gesto era el de aquel que cree que se las sabe todas. Quizás suponía que el haberlo previsto modificaba en algo la suerte de aquel despojo descalabrado que miraba a la concurrencia con ojos desorbitados. Alguien utilizó los avisos clasificados del diario que llevaba bajo el brazo, para taparlo piadosamente. No creyó necesario desperdiciar las hojas que aún no había leído en quien ni siquiera lo notaría y menos se lo agradecería.
Decidió alejarse sin investigar causas o motivos. ¿Para qué torturarse con aquel espectáculo cuyo final ya conocía?
El recuerdo de aquel suicida lo llevó a las mismas cavilaciones que tuvo aquella vez, cuando prosiguió su camino con un nuevo interrogante: ¿Qué extraño recoveco en la mente de un hombre lo lleva al suicidio? Sabido es que el ser humano ha ido suprimiendo sus instintos en beneficio de su inserción en la civilización. Pero un suicidio no responde ni al instinto ni a la cultura.
Otra de las respuestas que habría que encontrar, estaba referida al modo en que el suicida elige para terminar con su vida. En el caso que había podido presenciar, quien indefectiblemente iba a morir, tuvo tiempo de pensar, mientras caía, que ya no había remedio, que todo acabaría ¡YA! con la muerte.
Otros eligen una forma más expeditiva: un balazo en la sien. Quizás tengan dudas hasta el momento mismo de apretar el gatillo. Después, ni dudas. No tienen ni una fracción de segundo para pensar.
También están los que se tiran bajo un tren. Puede ser que éstos lo hagan con la esperanza de no morir. Tienen unos segundos para pensar en su trágico final. Algunos sobreviven varias horas y hasta varios días. Los menos, no alcanzan a morir y quedan mutilados, deformes o con taras mentales permanentes. ¡Cuánto tiempo para el ya inútil arrepentimiento!
La conclusión a la que arribó fue que el motivo que llevaba a un ser humano al suicidio no era sino la soledad. Y eso no significa estar sin familia o sin amigos, sino que la soledad deberá ser más íntima y profunda.
En cuanto a la forma elegida, estará más emparentada con el auto castigo o el castigo a quienes lo dejaron solo.
¡Cuántas cosas había para razonar cuando alguien cometía el acto insensato de un suicidio! Porque también está el tema de la vida eterna. No es muy creíble que todos los suicidas crean en otra vida en la que disfrutarán de la paz y el bienestar que ésta no les brinda.
Recordó también que aquella tarde lo sacó de sus meditaciones el hallazgo de un extraño papel. Le llamó la atención porque tenía dibujado con lapicera verde, un recuadro como el que hacen algunos mientras hablan por teléfono o esperan en algún consultorio o en alguna oficina pública. No entendía por qué lo recogió del suelo aunque aparentemente no se distinguía de otros papeles que lo rodeaban. Tampoco tenía mucha lógica relacionarlo con el suicida, ya que lo encontró a más de una cuadra de donde se tiró, pero calculando la dirección del viento lo encontró posible, casi imprescindible. Lo llevó a su casa donde cada tanto lo leía, tratando de encontrarle nuevos sentidos: al escrito y al suicidio.
Olvidando la circunstancia en que lo encontró, alguna vez lo leyó objetivamente y le gustó como cuento. Hasta estuvo tentado de enviarlo a un concurso literario, lo que lo obligó a borrar el “a quien corresponda” original y a titularlo “Los Otros”, con poca imaginación. Al fin lo recluyó en el cajón de donde hoy lo rescataba.
Tras todo lo que había vivido, aquella página cobraba un nuevo significado. Un cruento significado. Una vez más la leyó y, a medida que recorría las palabras, iba encontrando simetrías, paralelos con la vida real.


LOS OTROS.
“Nadie sabe bien de dónde vinieron. Se dice que el primero de ellos apareció en un pueblito de España llamado Peñalba o Piedralba. Unos decían que llegó caminando desde una aldea vecina, otros que nació allí mismo, por generación espontanea o por degeneración de la especie. Abundaron las teorías. Cada uno arriesgaba la suya, y el nacimiento de una, originaba la contrapuesta. El que decía que lo había enviado el diablo, se encontraba con el que lo consideraba enviado de Dios. Y aquella teoría que afirmaba que era el mismísimo diablo, engendró la otra, la que decía que era Dios.
Lo cierto es que el revuelo que causó la novedad dejó lugar, poco a poco, a lo que sería el primer error de Los Nuestros: se acostumbraron.
Cuando apareció su hembra sólo provocó algún comentario aislado. Naturalmente, como resultado inevitable, Los Otros se multiplicaron.
Al principio no causaban demasiadas molestias. Eran tan distintos, que los Nuestros los apartaban de la sociedad. Con el correr del tiempo se produjo un fenómeno de mimetismo y Los Otros se fueron confundiendo cada vez más con Los Nuestros. Claro que el parecido era sólo físico, porque sus costumbres estaban cada vez más alejadas de las nuestras.
Durante un tiempo todo siguió sin mayores inconvenientes. Casi sin notarlo. Los Nuestros se encontraron dentro de tal confusión, que se vieron obligados a ejercer una vigilancia estricta para evitar los perjuicios que podían causarles las acciones de Los Otros. Al principio esa vigilancia se hacía en turnos rotativos entre Los Nuestros, pero cuando Los Otros se transformaron en un latente peligro para la seguridad, hubo que crear un cuerpo especialmente dedicado a tal tarea.
Cuando yo era chico, todos los que me rodeaban eran Nuestros y cuidaban muy bien que no viera a Los Otros. Recuerdo que el primero que vi era tan raro que casi me causaba repugnancia. Con el correr de los años he visto a muchos y, paradójicamente, cada vez se me hace más difícil reconocerlos.
Son tantos los que descubro a mi alrededor, que a veces creo ser el único.”


A modo de firma sólo decía “1968”, escrito a mano con la misma lapicera verde con que estaba recuadrado. Teniendo en cuenta que el resto del escrito era mecanografiado, no dejaba de extrañar aquella data. ¿A qué se refería? ¿A la fecha en que el suicida lo escribió (si es que realmente lo había escrito) o al año en que lo encontró (si es que él no fuera el autor)?
¿Y por qué con tinta verde? El color verde, en la creencia popular, es esperanza. Recordó una vieja coplita que le cantaba su madre:

“Me gusta la cinta verde
porque es color de esperanza,
pero más me gusta la torta frita
porque me llena la panza”

No pudo menos que sonreír ante ese recuerdo tan intempestivo y tan lleno de nostalgias. Aquel recuerdo que lo llevaba a otros tiempos más llenos de ternura de madre que de atentados terroristas, más poblados de tortas fritas en tardes lluviosas que de mate solitario en las madrugadas desveladas.
Al fin, la elección de la tinta verde, podía haber respondido sólo a la necesidad de utilizar la única lapicera que tenía disponible el que había colocado aquella desconcertante fecha.

Comenzó una nueva digresión, esta vez destinada a recordar qué sucesos históricos habían ocurrido en 1968, pero no era muy versado en historia y en política, así que ni siquiera tenía presente qué gobierno había en aquella época. El sonido del timbre de calle lo sobresaltó. Torpemente escondió bajo una servilleta la carta del suicida, sin saber muy bien por qué lo hacía. Más tarde comprendió que su intuición lo había salvado.
Corriendo apenas la cortina de la ventana, pudo entrever a dos hombres junto a la puerta y a un tercero recostado en un automóvil estacionado. Creyó adivinar a otro en el asiento del conductor, pero pudo haber sido el apoya-cabeza del respaldo.
“Siempre vienen de a cuatro”, se sorprendió pensando, aunque no sabía muy bien quienes eran los que venían siempre de a cuatro, ni porqué venían siempre de a cuatro. Y si así fuera ¿Cómo sabía él que siempre vienen de a cuatro? Sin responderse a esos cuestionamientos, completó la idea: “número par”, se dijo. Y quedó satisfecho por haber redondeado el concepto, aunque de esa manera ahondaba más el misterio.
Su primera intención fue atenderlos en el porche o directamente no atenderlos pero, sin saber porqué se encontró invitando a entrar a esos dos hombres jóvenes que con amabilidad, pero también con firmeza y autoridad, no parecían admitir ninguna negativa.
Uno de ellos traía un gran bolso del tipo marinero. Con pocas palabras le refirieron que pertenecían a la Fundación Luis Ordoñes, dedicada a obras de filantropía y que traían el encargo de entregarle una importante suma de dinero como compensación por el accidente sufrido.
Sergio se alarmó. En un primer momento pensó en el seguro que tenía Mercedes, pero inmediatamente descartó que la compañía aseguradora le viniera a pagar a domicilio, cuando se sabe que normalmente para cobrar hay que enredarse en infinidad de trámites, cuando no iniciar un juicio. Le pareció en extremo inverosímil que dos personas desconocidas, después de haberse enterado de su “accidente”, se acercaran a él con una bolsa llena de dinero destinado a indemnizarlo. Eso podría ocurrir cuando alguien es culpable de algo e intenta detener un posible pedido de indemnización. Pero en este caso no se trataba de un accidente automovilístico que justificaría una demanda, sino de un hecho terrorista cuyos autores no habían sido descubiertos.
—¿Qué tiene que ver la fundación con ese “accidente”?– preguntó casi con indignación. Además puso algo de ironía (por lo menos eso creyó) al decir “accidente”. No parecieron sorprenderse ni molestarse por la pregunta.
— Nada, por supuesto. Comprendemos que la forma en que planteamos la cosa puede llevarlo a confusión. No somos terroristas ni subversivos. Como le explicamos recién, la nuestra es una organización filantrópica. La ayuda que presta está destinada a personas que como usted sufren alguna pérdida no material, en forma completamente injusta.
— La muerte siempre es injusta — replicó Sergio, comprendiendo inmediatamente lo desubicado de su acotación filosófica dentro del marco en que se daba la conversación.
Con la misma paciencia con que se atiende a un chico caprichoso, prosiguió aquel hombre:
—Usted sabe que su tragedia se divulgó a través de la prensa. Eso conmovió a los integrantes del Consejo Directivo y en su última reunión resolvieron destinar unos dólares para usted.
— Claro que de ninguna manera se trata de una indemnización por el dolor padecido — prosiguió el otro como leyendo sus pensamientos– Nunca podrá compensarse lo que ha perdido. Pero se ha creído que con ese dinero podrá hacer lo necesario para que su vida cambie: viajar, mudarse, tener otro trabajo o, en fin, cualquier cosa que le ayude a superar este duro trance.
Algo no le cerraba a Sergio.
— Mucha gente sufre dramas parecidos ¿Por qué me ayudan únicamente a mí?
—Eso es lo que usted cree. Son muchos los beneficiados y casi todos nos hacen la misma pregunta. Es que la ayuda que prestamos se realiza en forma absolutamente anónima. Justamente una de las condiciones que le imponemos antes de entregarle el dinero, es guardar el más estricto silencio. Ese silencio, claro está, puede tener la excepción de algún amigo discreto en quien usted confíe, pero de ninguna manera puede hacerse público.
— ¿Y si después no cumplo con lo pactado? ¿Me van a pedir que lo devuelva?
— No va a hacer eso — replicó el más alto — sabemos bien quien es usted y el grado de cumplimiento que tiene de sus promesas. Por eso no le haremos firmar ningún compromiso, nos bastará con su palabra.
— ¿Y cómo saben que soy confiable? — prosiguió Sergio con el mismo tono de protesta resignada que venía utilizando absurdamente ante esos hombres que venían a entregarle porque sí un montón de plata. Hasta que comprendió — Me investigaron...
— ¿No cree que es lógico? — El tono del hombre volvió a tornarse amable pero autoritario, aunque inmediatamente volvió la paciencia. — Pero no se preocupe. No se trata de una investigación tipo inquisición o servicio secreto. Bastaron unas preguntas a sus compañeros de trabajo y a algunos vecinos, para saber que usted es una persona de confianza y, por lo tanto, digna de nuestro apoyo. Sepa que tenemos una basta experiencia en el tema y que muchos que se encontraban en las mismas condiciones que usted han sido calificados como no aptos para recibir ayuda.

A continuación se desarrolló una escena casi absurda. Mientras uno de aquellos hombres sostenía el bolso marinero, el otro sacó de él un gran paquete envuelto en papel madera, que llevaba como única inscripción un pequeño logotipo que decía: “Fundación Luis Ordoñes” y, un poco más destacadas, las siglas “L.O.”
Se despidieron con amabilidad mientras Sergio seguía sentado con la actitud indiferente que había adoptado desde el principio.
— Quizás no sea la circunstancia oportuna, pero como seguramente ya no nos veremos más, nos gustaría desearle la mayor felicidad en su nueva vida.
— Tal vez me suicide, así paso a “mejor vida” – respondió lacónicamente pero sin intentar el tono de ironía que usó durante casi toda la conversación.
Tampoco esto sorprendió a los visitantes y, en un análisis posterior, Sergio imaginó un cierto gesto de alivio.
Ni siquiera los acompañó hasta la puerta que ellos mismos abrieron y cerraron luego. Estuvo un largo rato sentado mirando el paquete, hasta que se decidió a abrirlo. Descubrió con sorpresa que el dinero era tanto, que ni trabajando veinte años podría ganarlo. Eran dólares de baja denominación y con un cierto uso, como los que se exigen en el pago de un rescate.
Con el dinero a la vista prosiguió la mateada interrumpida, poniendo ahora su evasivo pensamiento entre la “nueva vida” y la “mejor vida”. Ahora sí que la escena era totalmente absurda.
¡Tantas veces había deseado tener lo suficiente para vivir sin sobresaltos y ahora que lo tenía no le daba importancia! Es que le faltaba el objetivo de su existencia: su mujer y su hija.




En medio de su turbación, descubre el arma con que está dotado su equipo de astronauta y duda entre usarla para evitar la lenta agonía que le espera en el espacio o impulsarse con ella hacia una esperanza remota.