miércoles, 30 de julio de 2008

CAPÍTULO XVII.

En un primer momento, Felipa lo miró como si la mujer que trajo con él viniera a reemplazarla. Y no era para menos. Aún no podía creer en la felicidad que la rodeaba, por lo que la sentía inestable. Bastó una breve explicación durante la cena, para que recibiera a Claudia como una hermana. Para todos sería hermana de Sergio o, mejor dicho, de Pedro porque así era conocido hasta por Felipa.
La ubicaron en el dormitorio de Silvina, que sólo aceptó cuando le aseguraron que era por unos pocos días, hasta que le hicieran a Claudia su propio lugar. El ser humano se adapta rápidamente a las nuevas situaciones, especialmente cuando éstas son para mejor. En unos pocos días, después de vivir toda su vida en un rancho de una sola habitación, Silvina se consideraba con el derecho de defender “su territorio”.
Cuando Sergio y Felipa quedaron solos en el dormitorio, se abrazaron largamente y con ternura. Después de todos los dolores sufridos, eran como una pareja con largos años de matrimonio en donde el sexo ya no ocupaba el primer lugar. Antes de confundirse en un cuerpo, fueron transmitiéndose mutuamente el amor. Y después quedaron muchas horas charlando, haciendo planes para el futuro. Eso volvió a inquietar a Sergio que recordó su ex - futuro, por lo que resolvió retomar su proyecto de lucha.
— Mañana quiero reunir a Néstor, a Claudia y a vos, para explicarles algunas cosas.
— Mañana no puede ser — le contestó Felipa — Es el día de la bandera y en el pueblo hay una gran fiesta.
Se durmieron muy tarde y a las ocho de la mañana los despertó el estruendo de las bombas con que comenzaban los festejos.
Silvina los apuró a levantarse para que la llevaran a la escuela, porque tenía que desfilar.
Casi sin desayunar salieron en el sulky a participar de la fiesta. Casi todo el pueblo estaba formado en una de las veredas y en el bulevar de la calle principal. Las autoridades estaban en una especie de palco en la plaza. Los chicos corrían cruzando de vereda a vereda y los grandes hacían corrillos: los hombres por un lado y las mujeres por otro.
Comenzó el desfile encabezado por un contingente de la policía cuyos integrantes, en su ingenuidad pueblerina, imaginaban que ellos eran las fuerzas armadas del pueblo. Los seguían las enfermeras con los dos médicos, Areco y Coronel, a la cabeza y pegada a ellas, los chicos de la Cruz Roja de la escuela 242, entre los que estaba Silvina. Se sintió orgulloso sin saber por qué. Orgulloso de quien ya consideraba su hija y del que ya consideraba su pueblo.
En ese otro mundo que festejaba su inclusión en nuestro país por medio de un símbolo tan querido para los argentinos como es la bandera, disfrutó uno por uno todos los actos que se habían organizado. Mucho después, en los viajes que hizo a otros lugares del interior del país, al ver flamear la bandera en alguna escuelita metida en un monte o en medio de la pampa, no había podido evitar alguna lágrima de emoción al recordar aquel 20 de junio en su pueblo.
Ese día le presentaron a don Lalo Canteros quien dijo ser un amigazo de quien todos suponían su padre. Como pudo, evitó trabar conversación con él, temeroso de que le hiciera preguntas o le exigiera recuerdos que, por supuesto, él no tenía.
Cada una de las instituciones del pueblo buscó la manera de obtener algunos ingresos en su beneficio. La Municipalidad organizó un asado que vendía en porciones, la escuela secundaria vendía empanadas, la primaria bollos dulces y pan, también un gran locro que dirigía Alcides Paredes, director de la escuela.
Hubo carreras de sortijas, de bicicletas y pedestres, con y sin obstáculos. Cuando estaba por empezar una de esas carreras, Sergio fue a comprar unos bollitos a Silvina cuando escuchó un gran griterío. Se acercó hasta el lugar desde donde llegaban risas y sapucai. La diversión había sido provocada por Marcial –ya bastante picadito por el vino– que había estado tratando de conquistar a una borracha algo gordita y vestida en forma provocativa. Otro caú trató de intervenir en el plan de conquista, por lo que Marcial comenzó a provocarlo a pelea. El gentío divertido incitó a los dos borrachos para que participaran de la carrera que estaba por empezar. Sin esperar la aceptación de los rivales los llevaron hasta la largada. Entre la risa general, comenzaron a correr a los tumbos, hasta que Marcial cayó redondo al piso, y el otro cruzó triunfal la meta.
El peón de su chacra no pudo soportar la derrota y menos aún que su rival festejara abrazado a la borracha que él pretendía, así que lloraba, sentado en medio de la calle. Cuando la gente se cansó de reír, pretendió sin éxito desalojar a los contendientes para que la carrera suspendida se pudiera llevar a cabo. La cosa terminó con el ganador y la borracha durmiendo la mona en un calabozo y Marcial refugiado en la casa de los Saragoza, una familia de influencia política en Villafañe y en la provincia.
Ya había caído el sol cuando volvieron a la chacra.
Sergio creyó que ya finalizada la fiesta podría dedicarse a la tarea que había planeado. Ocupó los primeros días en tomar conocimiento de los resultados de la administración de Crispino. Repuso el dinero que le habían prestado y fue convenciendo a todos, de que sus negocios en Buenos Aires le estaban dando el bienestar de que podía gozar. Con eso lograba dos propósitos: poder dedicarse a su ocupación principal sin que nadie se preguntara de qué trabajaba y evitar que alguno sospechara de que su intención era apoderarse de los bienes del viejo Faustino.
Pero los fríos comenzaban y había que prepararse para su “crudeza”. A la gente, acostumbrada a los grandes calores formoseños, cualquier temperatura cercana al cero le parecía glaciar. Sonreía cuando recordaba aquella vez que Ambrosio le dijo:
—¡Bruta helada!— admirado porque con los primeros rayos de sol, se notaba en algunos pocos lugares, rastros del rocío helado.
Aquella señal, que apenas alcanzaba a blanquear la punta de algún poste y los rincones más sombríos, era para él, acostumbrado a las heladas de su Moreno, un símbolo de otoño y no del invierno que comenzaba. Años después se fue habituando a llamar frío a cualquier temperatura que bajara de diez grados.
Lo cierto fue que el tapar agujeros de los ranchos y preparar albergues para los animales, le llevó los escasos cuatro días que había entre los festejos de la bandera y los de San Juan Bautista.
En realidad ignoraba totalmente que se festejara aquel día que en algunas culturas se tiene como nefasto. Paradójicamente, ese conocimiento le vino por la suspensión de la fiesta.
¬¬ — ¡Se suspendió! — le gritó Marcial desde el sulky.
— ¿Qué cosa?
— La fiesta. Es por la lluvia. No le hace bien a las brasas. Se va a hacer el sábado, si Dios quiere. — Y se fue a llevar las provisiones a la casa, suponiendo que ese lenguaje telegráfico podía ser entendido sin ninguna otra explicación.
Néstor, que llegaba a matear después de una larga jornada de trabajo en la trilladora, comprendió lo absurdo de la explicación y, después del ataque de risa que acostumbraba, se avino a contarle que los 24 de junio era tradicional hacer la fiesta del fuego, incluyendo el pase por las brasas. Una pequeña llovizna, que en otras fiestas no influiría para nada en el ánimo de la gente, podía hacer que al caminar por las brasas éstas se pegaran en las plantas de los pies de los transitantes. No quiso decirle más.
— No lo entenderías. Mejor esperá al sábado (si no llueve) y vas a ver de qué se trata.
Así fue. Aunque estaba algo nublado aquel sábado no amenazaba lluvia por lo que, ya oscurecido, llegaron a la pista de baile “25 de mayo”. Una orquesta de todos los ritmos atacaba con un chamamé. Sergio –don Pedro– entró orgulloso con su familia: Felipa, Silvina y Claudia acompañados por el inseparable Néstor. Se sintió respetado cuando la gente le abría paso y se descubría. Las sonrisas y las palmadas despejaban la idea de un caudillismo despótico. Más bien se trataba de una camaradería en la que se destacaba un liderazgo natural y esperado por la gente. Como sucedía con doña Matilde, era un poder no basado en la dominación sino en el respeto.
Eusebio Báez cuidaba el fuego ayudado por Marcial que, en cuanto los vio se apresuró a conseguirles una mesa y cinco sillas, aunque el lugar ya estaba lleno.
Entre el vino y el asado que Marcial les traía diligente, Sergio se animó a bailarse alguna polquita con Felipa y un chamamé con Silvina. Claudia bailó con Néstor. Hasta que llegaron las doce de la noche.
La orquesta dejó de tocar de repente en medio de un valsecito, como para hacer más importante aquel momento. Un gran silencio se apoderó del lugar y todos se arremolinaron alrededor del fuego. Don Eusebio, sabiendo de aquel suspenso ceremonial, cruzó lentamente la pista y frente a las brasas, que previamente habían desparramado y despojado de cenizas, se descalzó, se sacó el sombrero y dijo a la concurrencia:
— Todo aquel que pase estas brasas en el nombre de San Juan Bautista, no se quemará, siempre que tenga fe.
Y para demostrarlo pasó de punta a punta. Caminaba descalzo sobre las brasas sin dar muestras de dolor. Sergio tuvo ganas de romper el silencio con un aplauso pero se contuvo por aquello de donde fueres haz lo que vieres y porque lo contagiaba el público. De todas maneras no tuvo tiempo. Ya un muchachito de unos catorce años se descalzó, tomó una brasa en la mano ¡sin quemarse! y siguió los pasos de Eusebio. Entonces comenzaron a pasar familias enteras con los chicos tomados de la mano. Él no se animó ni tampoco Felipa, pero sí Silvina que, al haberse criado en el lugar sentía aquello como la cosa más natural del mundo. Cada tanto don Eusebio y Marcial apantallaban las brasas para evitar que se acumularan cenizas.
Terminó esa ceremonia que lo apabulló y apareció un grupo de gente disfrazada que comenzó a bailar.
— Son los cambarangá – le aclaró Néstor.
Entre las risas y las burlas cada vez que se reconocía a alguno de los disfrazados, comienza desde la puerta un rumor que luego se fue haciendo gritos.
— ¡El toro candil!
Aparece entonces un hombre que sostiene un armazón simulando un toro. Tenía las guampas encendidas e intentaba topar a los cambarangá y a todos los que jugando entraban al centro de la pista. ¡Extraña cosa: nadie se quemaba! Ni tampoco cuando doña Laura, la dueña de la pista, mojó con kerosene una pelota de trapo y le prendió fuego, arrojándola a la pista. Todos pateaban la pelota-tatá, hasta que se deshizo en deshilachados jirones de fuego.
Esa noche fue aprendiendo muchas cosas que le sirvieron para ir entendiendo esas costumbres donde se mezclaba la fe cristiana con ritos indígenas y africanos, en un sincretismo desconcertante. También conoció algunas palabras del “idioma” del lugar, como tatá, que significa fuego; curé, que es chancho, nungá: algo falso o “con apariencia de”, angá: pobre.
Como lo había pensado, éste era otro mundo. ¿De qué siglo, de que civilización venía esa gente tan pura, tan divertida, tan sufrida? Sintió real amor por todos ellos y supo por qué se había enamorado de una muchacha como Felipa que, aunque ilustrada, había tomado de la simpleza de aquella gente, sus rasgos más característicos.
¿Sería cierto todo aquello? Su pesadilla comenzaba a tomar cuerpo y las estrellas que veía titilar a lo lejos, se iban uniendo formando ciudades, paisajes, personas, según su imaginación, que volaba por recónditas regiones de su pasado o de su imaginado futuro. Quizá al fin fuera cierto que no existe pasado ni futuro. Que todo se funde en el infinito, donde todo es.