martes, 29 de julio de 2008

CAPÍTULO XVIII.

Pero no todo iban a ser fiestas. Se propuso igualarse a toda la gente que lo rodeaba. Quería ganar su pan con el trabajo y no ser un señorito de la ciudad, aprovechador de la herencia de su padre.
Así fue que llamó a su administrador y le comunicó que deseaba donar a la escuela y al hospital todos los bienes que le había dejado don Faustino, excepto la chacra.
Crispino trató de disuadirlo.
— Don Faustino había querido que fuera usted el que disfrutara de todo lo que él hizo con su trabajo. Para eso lo buscó durante tanto tiempo.
— Pero por lo que me dijo antes de morir, más le gustaría saber que no me olvido de los suyos, de sus pobres, de su escuela. Y que soy feliz ganando lo que como. Disponga lo más pronto que pueda de lo que le pido.
Crispino se resignó y comenzó a esbozar una especie de plan ejecutivo.
— Habrá que hacer un inventario de todo. No sé si sabe que su padre, además de esta chacra, tenía otra detrás del agua potable y una más como yendo a “Villa Dos Trece”.
Nunca se había detenido a revisar los papeles que le habían entregado en el banco cuando oficialmente pasó a ser Pedro Olivares, pero no quiso revelar ese desinterés.
— Ya lo estuve estudiando en los papeles que me entregó hace un tiempo. Pero nunca fui a ver esas propiedades — contestó como al pasar — Creo que lo que mejor podemos hacer es dárselas a doña Matilde, ella sabrá qué hacer para que lleguen a quienes realmente lo necesitan y que puedan hacerlas rendir como corresponda.
Recién entonces Crispino pareció aprobar la cosa.
— ¡De tal palo tal astilla! También don Faustino sabía que para hacer el bien, lo mejor era encargárselo a Matilde. Deje por mi cuenta todos los trámites administrativos. En cuanto a la entrega efectiva de los bienes, creo que lo más conveniente es que usted mismo vaya a ver a don Alcides Paredes, el director de la escuela y a doña Matilde. ¡Ah! Y al doctor Coronel que es el director del hospital.
Pensaba Sergio que para encabezar un ejercito de pobres hay que empezar por ser pobre o, por lo menos, parecerlo. Por esas ironías de la vida, él lo había sido, aunque no lo parecía. Había pasado casi toda su vida contando las moneditas para el colectivo. La humilde casa que logró tener, fue una inesperada herencia que recibió su mujer de un tío que ni conocía. Sin embargo, a fuerza de saber aplicar los pequeños pesos que recibía de su trabajo, parecía tener un buen pasar. Ahora, que tenía tanta plata como nunca había soñado, pasaría a parecer pobre.
¡Cuántas cosas que van pasando por nuestra vida! ¡Y cómo desaparecen! Casi podríamos decir que somos seres inmortales rodeados de infinidad de cosas y de seres efímeros. Allí estaba él: con mucho para gastar, con una mujer y una hija que un año atrás no tenía, viviendo en un lugar que le era desconocido. Le estremeció la idea de que también todo aquello algún día sería nada. O sería recuerdo, que es una forma más sutil de no ser nada.
Dejó esas cavilaciones para encaminarse al rancho de doña Matilde. No tenía muchas esperanzas de encontrarla pero, contrariamente a lo que acostumbraba, estaba mateando bajo un árbol. Era raro que alguna vez descansara, siempre había una parturienta que atender o un empacho que cortar.
— ¡Ave María! — gritó Pedro desde la tranquera.
— ¡Sin pecao! ¡Cómo habrá sido el gualicho para que este hombre me venga a ver, después de tanto tiempo! — le mandó Matilde como saludo.
— Si, es cierto, soy un ingrato y hace rato que no vengo a ver a quien le debo tanto. Pero hoy vine y no por ningún gualicho.
— Si, ya sé. No por nada te estoy esperando.
En eso doña Matilde era desconcertante. Nunca se sabía si realmente adivinaba lo que uno iba a decir o tenía esa habilidad que tienen las gitanas de hacer creer que ya sabían lo que uno les dice. Ella no era gitana pero conocía bien esas mañas.
Se ubicaron en la mesa que había en el patio de tierra, compartiendo el mate que nunca faltaba en ningún rancho cada vez que llegaba una visita, aunque no fuera más que por unos minutos.
— ¿Vas a empezar la lucha? — le preguntó en cuanto Sergio le terminó de contar su proyecto — Hacés bien.
— ¿Acepta las chacras que eran de mi padre? — como comprendiendo con quien estaba hablando, se rectificó de inmediato — digo... de don Faustino.
— ¿Cómo no las voy a aceptar, si no son para mí, sino para mi gente? Mientras hablabas ya estaba pensando en algunos hombres del Curé cuá que están sin trabajo y a los que le vendría al pelo poner esas chacras en funcionamiento. Porque no sé si sabés que están abandonadas.
— No. Le comentaba a don Crispino que no las conozco. A usted le puedo confiar que ni siquiera sabía que existían.
— El monte se ha ganado hasta las casas. Habrá que hacer un rosao para, por lo menos, tirar unas semillas de algodón... Bueno, pero ya tendremos tiempo para eso.
Quedaron un rato, charlando de distintos temas. A Sergio le gustaba hablar con la vieja médica porque siempre aprendía cosas nuevas sobre la zona y sobre la vida en general. Y como ella sabía toda la verdad, era la única con la que podía hablar sin reservas y sin el temor de revelar, descuidadamente que él no era el verdadero Pedro.
Cuando volvió a la chacra encontró a Crispino con la noticia de que ya había cumplido su encargo. Pero había una novedad:
— Fui a ver a don Alcides Paredes y al doctor Coronel, aunque usted había quedado encargado. Los dos quedaron muy agradecidos y entusiasmados con su ofrecimiento, pero ponen alguna condición.
— ¿ Ponen condiciones para recibir bienes sin cargo? — se asombró Sergio.
— En primer lugar quieren que la donación se realice en un acto público donde usted reciba los homenajes correspondientes.
— No me gusta mucho.
— Y en segundo lugar — prosiguió Crispino, sin hacer caso al comentario — que tanto un aula de la escuela como una sala del hospital, reciban el nombre de Faustino Olivares.
— Eso me parece más razonable.
— En realidad querían ponerle Pedro Olivares, pero yo los convencí de lo que en definitiva aceptaron.
— Hizo bien.
— Por lo poco que lo conozco sé que no le gustaría esa especie de homenaje en vida. Además, logré que, en el acto público que se quiere hacer, usted haga entrega de los bienes, pero en nombre de su padre.
— Gracias. Veo que me está conociendo bastante.
— Creo que es un acto de justicia ya que, si bien es usted quien dispuso la donación, fue don Faustino el que trabajó para hacer lo que hizo. Usted disculpe ¿No?
Crispino tenía una gran preparación y carecía de los prejuicios que tiene la gente más humilde, que nunca se anima a decir lo que piensa. Sin embargo cada tanto le surgía el “usted disculpe”, con el que volvía a su condición de subordinado.
— No tengo nada que disculpar sino, por el contrario, agradecer. Me ha interpretado fielmente.
— Aunque no estaría de más que usted también recibiera su homenaje. La forma en que se comportó durante las inundaciones lo ha hecho merecedor. Y si no hubiera sido así, igual. No es moco ‘e pavo donar todos sus bienes, simplemente porque no fue usted quien trabajó para ganarlos.
Si no conociera ya a esa gente, Sergio podría haber supuesto que ese elogio era un disfraz para echarle en cara que estaba usufructuando algo que no le había costado ganar.
No podía explicarle que en realidad la cosa era más grave de lo que parecía, ya que todo lo hacía porque era un impostor. Y ni siquiera sabía por qué esa circunstancia le impedía disfrutar plenamente de esta nueva vida. El concepto de pecado, que desde chicos se nos ha ido inculcando – solía discurrir– nos impide recibir las cosas como son. Si una mujer se nos ofrece, pura y fresca, y tenemos otro compromiso, la duda nos impide aceptarla aunque estemos enamorados hasta los huesos de ese pecado en forma de mujer. Y si logramos aceptarlo, la culpa no nos deja disfrutar.
Casi sin notarlo se despidió de Crispino mientras seguía con sus cavilaciones. Pensaba que eso le ocurría a quien como él había tenido una férrea y antigua educación católica, pero que seguramente se extendía a todas las religiones y quizás a toda educación que se hiciera basándose en la moral. En algún rincón de su memoria se anidaba lo que alguien había escrito o le había contado: que la etimología de moral y la de ética, era la misma: costumbres. Por eso lo que era inmoral en una cultura era moral en otra. Para los esquimales, por ejemplo, era costumbre, y por lo tanto moral, que el dueño de casa ofreciera su mujer al visitante. Lo inmoral era que éste no la aceptara.
Todas esas lucubraciones lo llevaron al recuerdo de su mujer y de su hija. No de Felipa y de Silvina, sino de aquellas que ya parecían perdidas en el tiempo y en el espacio. ¡Había pasado tanto desde entonces! ¿Tanto tiempo o tantas cosas? No quiso buscar un almanaque, ni siquiera recordar la fecha del atentado que les quitó la vida, pero fue enumerando todo lo que sucedió desde entonces. Cosas que parecían imposibles; que eran imposibles antes de que sucedieran.
Recordaba a su mujer pero no tanto a su hija. ¿Cómo se llamaba? Tuvo que hacer un esfuerzo para que llegara hasta su boca aquel nombre querido en otros tiempos y ahora perdido en la injusticia del olvido: Mirta.
¿Dónde estarían ahora Mercedes y Mirta? ¿Existiría un mundo donde eran felices para toda la eternidad? O andarían vagando, buscando a un Sergio Peralta que ya no existe. Algunos seguidores de Alan Kardec afirman que durante un tiempo los espíritus permanecen recorriendo los lugares donde habían vivido, acompañando a sus seres queridos. ¡Cómo lo buscarían! ¿Y si ya lo hubieran encontrado y por eso asomaban a sus recuerdos de donde parecían haberse perdido? Y allí volvió a brotar ese sentimiento de culpa que impide la felicidad plena: el pecado. ¡Qué rápido las había olvidado!
Esa noche volvió a soñar con ellas. Como generalmente ocurre con todos los sueños, el de aquella noche era extraño y comprendía distintas etapas de su vida que jamás podrían encontrarse en la realidad. Paseaba con Mercedes que llevaba de la mano a Silvina. Pero no era la Silvina que conoció, sino una nena de unos tres años. La subían a una calesita y Mercedes se quedaba con ella. Él esperaba ansioso verlas pasar en cada vuelta. Pero, sin que él se asombrara, cada vez que pasaban cambiaban de forma. En una vuelta pasaba Mercedes con Silvina, en la siguiente Felipa con Mirta. Le seguía Mercedes con Mirta y después Felipa con Silvina. Todo sin orden ni regularidad. Nunca estaban juntas Mercedes con Felipa ni Mirta con Silvina, como si cada una fuera una reencarnación de la otra. Pero eso lo pensó después, cuando ya había despertado. Durante el sueño todo le parecía normal, salvo algo que lo aterrorizó. Miró al que sostenía la sortija que Silvina (Mirta) quería alcanzar: era uno de los hombres de la Fundación. Murmuraba algo y se acercó para escucharlo.
— El consejo directivo de la Fundación ha dispuesto algunos dólares para vos.
Notó que en vez de sortija sostenía unos papeles verdes que parecían dólares. Quiso atacar al hombre, pero cuando estaba por alcanzarlo, subía a la calesita y lo perdía. Lo único que se le ocurrió era huir. Cuando pasaron frente a él, tomó a Mirta en brazos y a Mercedes de la mano y las arrastró entre la infinidad de gente que paseaba por el parque de diversiones donde estaba la calesita. Al salir de él, vio en la casilla donde se vendían entradas al otro hombre de la Fundación. Llegó a la calle y, cuando quiso esquivar a un automóvil estacionado, éste explotó y su mujer y su hija se dividieron en cientos de pedazos.
Despertó jadeando, transpirando. Felipa había encendido la luz y no atinaba a decirle nada. Corrió a buscarle un vaso de agua y cuando volvió, Sergio (ahora plenamente Pedro) lloraba el llanto contenido por meses (¿años?).
Cuando se calmó, morbosamente quiso retomar aquel sueño. Quería darle un final feliz. Si no podía esquivar la explosión, al menos quería seguir escapando con Felipa y Silvina. Era el final del bíblico cuento de Job, aquel que, perseguido por la mala suerte, terminaba siendo feliz con otra familia y otros bienes.
Aquellos sueños lo preocupaban. Si seguía esa recurrencia tendría que consultar a un psicólogo. Una vez le planteó al flaco Estrada esa posibilidad y él le contestó con una copla popular.

Cuando la suerte se inclina
a joder a los mortales,
son al pedo los candeales
y los caldos de gallina.
Ahora, además de sentirse solo, se sentía encerrado. Era una sensación que, a través de varios años de entrenamiento, parecía haber desaparecido. Acaso fuera su imaginación, pero creyó ver a su compañero que desde algún lugar en el espacio le hacía un ademán como abarcando su alrededor. Junto a él comenzó a buscar el punto donde estaban sus hogares, sus familias, sus recuerdos.