lunes, 28 de julio de 2008

CAPÍTULO XIX.


Entre transferencias y homenajes pasó el mes siguiente. Le ofrecieron la presidencia de la cooperadora escolar y él la aceptó con gusto. Con la ayuda de varios padres fue organizando, desde el principio, una forma de autosostenimiento de la escuela por medio de festivales y fiestas con calendario fijo.
— Para que no tengamos que depender de ningún filántropo, ni de las dádivas del gobierno — justificó el sistema ante el resto de los integrantes de la cooperadora.
Todas las fiestas que tradicionalmente se hacían en el pueblo, 25 de mayo, 9 de julio, o el día de la bandera, eran organizadas por la cooperadora con participación de todas las otras instituciones intermedias. Sergio tuvo la original idea de que organización fuera conjunta y así se coordinaba todo más fácilmente. Si el colegio secundario preparaba empanadas, el hospital hacía asado y chorizos. La Cooperativa Covisa, aportaba las bebidas y la primaria preparaba un gran locro. Algunos comerciantes o gente con ingenio, instalaba puestos donde se vendían desde bollos (preparados por Ricardo Feldman) hasta miel. Esos puestos abonaban un pequeño canon a las instituciones como retribución por ser las que organizaban todos los juegos y espectáculos. Los clubes deportivos preparaban campeonatos de fútbol donde participaban equipos locales y de pueblos vecinos. Esto además evitaba que la familia tuviera que dividirse cuando había algunos hijos en el jardín de infantes, otros en la primaria y otros en la secundaria, cosa bastante común en esos lugares de familias muy numerosas.
Hasta el Día de los Muertos estaba organizado. Ese día era feriado y todos lo pasaban en el cementerio. No sólo los que tenían deudos enterrados en él, sino también los que iban a charlar o los políticos que hacían proselitismo. Como no era respetable que allí se hiciera esa especie de feria que se hacía en la plaza en otras circunstancias, se sorteó un orden para que en el campo frente al cementerio, una institución cada año, instalara un buffet.
Ahora sí lo sentía su pueblo. La gente lo erigió en su líder natural y hasta hubo quien le ofreció la candidatura a intendente cosa que él declinó en favor del doctor Areco, un médico con el que había trabado amistad y que finalmente fue electo.
Pero ¿Y Los Otros? ¿Y la organización que Sergio quería crear para luchar por la anarquía? ¿Pedro la había olvidado? De ninguna manera. Imaginaba estar en un gran campamento donde todos se preparaban para la lucha. Faltaba sólo un pequeño detalle: la conciencia en la gente de que existía un enemigo y existía una lucha.
Poquito a poco había ido instalando en Felipa, en Néstor, en Claudia y hasta en Areco, la idea de que otros (no Los Otros, todavía) dominaban el mundo y que este pueblo organizado era una trinchera. Pero faltaba un ideólogo. Pedro no atinaba a dar una coherencia orgánica a todas sus ideas. Sus acólitos, si bien entendían los postulados básicos, no llegaban a comprender el objetivo y ni siquiera el modo de lucha. Y tenía que confesar que tampoco él mismo lo tenía bien claro.
Como siempre pasaba en ese pueblo, doña Matilde llegó con el personaje que faltaba.
Ya estaba atardeciendo cuando entró a la casa con su habitual
— ¡Ave María Purísima!
— Sin pecado concebida — contestaron a coro los de la casa.
— Andaba por el pueblo un hombre preguntando por su hermano y me supuse que ese hermano eras vos. Así que te lo traje.
En la oscuridad recién vieron a un emponchado con un gran sombrero de paja encasquetado hasta las orejas que venía caminando detrás del sulky. En un primer momento se asustaron por esa aparición, pero Sergio no tardó en entender.
— Pasá hermano. Ya te andaba extrañando. Somos hermanos aunque tengamos distinto apellido: vos Estrada y yo Olivares. Al verse descubierto, el emponchado tiró su sombrero al aire en señal de alegría y se desembarazó del poncho.
Se abrazaron largamente. En ese momento empezó la verdadera amistad. Hasta entonces habían sido sólo compañeros de trabajo. Esa camaradería, ni siquiera demasiado explícita, subió un escalón cuando Sergio decidió confiar en él como si fuera una suerte de albacea testamentario de su muerte. Ahora, quién sabe por qué rara conjunción astral, se convertía en fraternidad, mediante la ceremonia de ese abrazo. A nadie le pareció raro que Pedro tuviera un hermano. Y menos aún que tuvieran distintos apellidos, lo que era muy común. Y así Rodolfo Estrada –el flaco Estrada– antiguo compañero de trabajo de Sergio Peralta, pasó a ser el hermano de Pedro y de Claudia.
Inmediatamente después de la cena, doña Matilde se fue para cumplir con una de sus visitas “profesionales”. Como el invierno les estaba dando un veranito, ellos pudieron quedarse varias horas en el patio de tierra, demorando la vida en recuerdos y en debates filosóficos. Mientras Silvina cebaba mate, Felipa y Claudia los miraban como si toda la vida hubieran estado junto a ellos. Cerca de la medianoche se les unió Néstor, que había venido a ver qué era eso del hermano que le había “nacido” a Pedro.
Sergio no creyó conveniente utilizar esa noche de tan profunda intimidad, para comenzar la nueva etapa, iniciando a los suyos en los secretos que le habían sido develados, pero dejó deslizar la conversación hacia el tema de la anarquía, como para ir preparándolos. Decidió que al otro día los pondría al tanto de todo.
Silvina ya se había ido a dormir y todos rieron cuando vieron a Claudia que se había quedado dormida sobre la mesa.
— Me parece que la charla de ustedes dos, no a todos les pareció interesante — bromeó Néstor.
— Ya deben ser como las dos de la mañana — advirtió Pedro — será bueno que nos vayamos a dormir. Tengo algunos planes para todos y me gustaría que tengamos una reunión mañana mismo. ¿Podrás olvidar el arado por un día, Néstor?
Néstor además de aceptar el envite, aprovechó para quedarse a dormir. Los tres hombres fueron hasta el rancho de Marcial para preparar un lugar donde pudieran pasar la noche las dos visitas. Por suerte el peón había salido a festejar el sábado y seguramente iba a terminar en un calabozo o durmiendo la mona en cualquier zanja. — Pueden aprovechar el catre de Marcial — les aconsejó Sergio señalándolo. — Gracias, hermano — se apresuró a responderle Néstor — prefiero dormir en el suelo, a pasarme la noche rascándome.
Acomodaron unos cueros en el suelo y, sobre ellos, algunas mantas. Allí quedaron los nuevos reclutas y Sergio volvió a la casa.
Consideró que no prevenir a Felipa antes que a los demás, sobre su usurpada personalidad, podría ser considerado como una traición. Por eso, al quedarse solos, con mucho esfuerzo se lo dijo. Le contó también sobre la visita de Los Otros y la lucha que quería emprender. La explicación de los porqués quedó para el otro día, en la reunión plenaria. Ella lo tomó bien, como si fuera algo que ya suponía. De todas formas, se había enamorado de un hombre, no de un nombre. Aquella madrugada, en el dormitorio del rancho en el que renació Pedro, Sergio sintió que había dejado para siempre de llamarse Sergio.