miércoles, 9 de julio de 2008

CAPÍTULO XXXVIII.

Silvina había logrado con Pedro el amor total. Con ella se había convertido en un ser cariñoso, amable, tierno ¿qué más podía pedir? Ya había eliminado hacía tiempo la idea del incesto. Al fin de cuentas no tenían ningún parentesco carnal.
A veces vislumbraba y lamentaba el dolor de su madre que presentía que la relación padre-hija era una pantalla que ocultaba el verdadero vínculo que los unía. Otras veces la hacía culpable de la caída de Pedro. Eran, sin saberlo, Electra y Clitemnestra.
La historia de su madre la había marcado profundamente. La conocía desde muy pequeña, porque ella se la había contado a través de pequeños relatos. Compartió el agradecimiento a don Faustino, al que recordaba como al abuelo que nunca tuvo. Se aferró al primer amor que pasó por su vida, para evitar repetir esa historia desgraciada, sin comprender que estaba marcando a fuego su alma y su vida.
Pero algo estaba pasando. Los primeros días después del retorno de Pedro, habían vivido con plenitud su secreto romance, pero poco a poco él se fue alejando. No sólo físicamente, sino que parecía otra persona. Ya nada quedaba de aquel porteño que ella aún recordaba bajando asombrado del carro de doña Matilde.
Cuando desarrollaban su fase de amigos, cada tanto él solía nombrar a Mercedes y a Mirta. Ahora ya no lo hacía. Y cuando ella mencionaba alguna anécdota que él le había contado, la miraba como si escuchara la historia por primera vez.
También se había hecho más hosco. Se acaloraba en las discusiones con la gente y siempre estaba como dispuesto a la pelea. Además tomaba más de lo recomendable.
Estrada, como responsable del grupo, llamó a todos los integrantes de la Fundación, y planteó que la situación creada ponía en peligro la supervivencia de la organización. El plenario, del que también participaba Silvina pero no Pedro, decidió por unanimidad pero dolorosamente, apartarlo de su trato con la gente.
Silvina pensó que era la relación entre ellos la que lo había convertido en lo que era hoy y decidió terminarla, aunque la idea la desgarraba por dentro porque estaba profundamente enamorada.
En principio buscó la manera de evitar quedarse a solas con Pedro, cosa que él no parecía notar. Después comenzó a salir a bailar con Luis, un compañero de estudios que le había arrastrado el ala por mucho tiempo. Aunque al comienzo su relación era sólo de camaradería, ni siquiera de amistad, notó que empezaba a sentirse enamorada también de él y aceptó su propuesta de ser novios. Un día Luis recibió una oferta de trabajo en El Colorado y le propuso irse a vivir juntos. Ella lo aceptó sin dudar.
No se animó a planteárselo al Pedro-amigo y mucho menos al Pedro-amante, pero lo hizo al Pedro-padre, junto a su madre, durante la cena. Felipa lloró y Silvina nunca supo si lo hacía por la tristeza de la hija que se le iba o por la alegría de la rival que huía. Ninguno de los tres Pedro mostró reacción alguna, pero era indudable que había sido afectado en extremo. Sin saberlo, en un rincón de su mente estaba escondido el recuerdo de que alguna vez el suicidio fue la solución a su problema. Es cierto que aquel suicidio había sido fingido, pero para los recovecos del cerebro, esa era una sutileza poco importante. Y si alguna vez había razonado que el motivo que impulsa al suicida es la íntima soledad que le hace descubrir que ya no existen esperanzas, ahora estaría confirmándolo. Pero no había en su vida actual espacio para los razonamientos. Se limitaba a tomar las cosas tal como venían, sin detenerse a pesar en futuros. Su obsesión era ahora el pasado reciente, ese pasado en el que había pervertido a una inocente que confundió el amor filial con el amor carnal.
Cuando Silvina se fue, mejoró notablemente la relación entre Pedro y Felipa. Por momentos él parecía a ser el de antes, aunque se había desvinculado por completo de la Fundación y parecía no tener un objetivo en la vida.
Solamente parecía revivir cuando Silvina y Luis venían a visitarlos. Entonces se esmeraba en atenderlos y en esos momentos parecía ser otra vez el Pedro-padre de antes.
Sin saberlo, ambos hicieron el mismo último acto. Lograron rasgar sus trajes para que escapara el aire, último vestigio de su existencia terrena, y así acortar la agonía.