jueves, 10 de julio de 2008

CAPÍTULO XXXVII.

La primera empleada que llegó a su trabajo en la municipalidad de Villafañe, atendió la llamada que hacían desde el hospital de un pueblo remoto y desconocido.
— Vea, señorita, tenemos aquí internado a un porteño que ha perdido la memoria por un fuerte golpe en la cabeza. Entre sus papeles encontramos un mapa donde hay un recorrido trazado. Nuestro pueblo no figura, pero el comienzo del itinerario es Mayor Villafañe. Por eso decidimos llamar a la municipalidad, para ver si alguno lo conoce.
— Puede ser. Aquí todos nos conocemos. ¿Cómo se llama?
— Ese es el problema. No recuerda nada ni tiene documentos. Sólo dice llamarse Pedro.
Inmediatamente la empleada asoció a ese desconocido porteño con el benefactor del pueblo, Pedro Olivares. En todos los corrillos se hablaba de su sorpresiva desaparición. Al principio su mujer y sus amigos explicaban que estaba haciendo un viaje de negocios, pero ya hacía algunos meses que se notaba que ni ellos sabían en dónde estaba. Esto lo explicaba todo.
— Creo que sé de quien se trata, aunque el que estoy pensando no es porteño, pero, según dicen, vivió mucho tiempo en Buenos Aires ¿Tiene algún otro dato?
— Nombra mucho a una tal Silvina.
— Entonces sí. — confirmó la empleada — Silvina es su hija.
— Vea, señorita. No la nombra como si fuera su hija, pero... ya le dije que es un hombre que ha perdido la memoria. Además... hemos visto tantas cosas...
Felipa fue inmediatamente avisada del paradero de su marido. Enseguida se puso en contacto con el flaco Estrada y se prepararon para ir a buscarlo.
Volvió a sentirse feliz. Así se daban por tierra todas las suposiciones y había una explicación lógica a la ausencia de Pedro, que al fin volvería al hogar.
Lo necesitaban, aunque la Fundación ya trabajaba perfectamente sin él. Lo necesitaba su familia y sus amigos, pero no así el pueblo, que ya casi lo había olvidado. En esos lugares de frecuentes migraciones no se suele guardar mucho tiempo la memoria de alguien. Cada tanto alguien se pregunta: “¿Qué habrá sido de la vida de fulano?”, pero no espera respuesta, sólo se trata de una ráfaga de evocación que pasa igual que el viento.
Estaban por salir cuando llegó una ambulancia del hospital municipal. Venían en ella el chofer y un médico.
— Nos manda el intendente. — explicaron — Piensa que si es necesario trasladar a don Pedro, no se podrá hacer sin una adecuada atención.
Felipa y Estrada agradecieron y salieron haciendo punta con la camioneta de la Fundación.
Cuando llegaron, Pedro había recuperado algo de la memoria y los reconoció inmediatamente. Lo que no recordaba era la pelea que lo llevó al hospital y ni siquiera su llegada a ese pueblo. Tampoco tenía bien claro qué lo había alejado de su familia por tanto tiempo.
Volvió en la parte posterior de la ambulancia por recomendación del médico, que más quería justificar el viaje que cuidar la salud del paciente. Con él viajó Felipa que aprovechó el largo trayecto hasta Villafañe para ponerlo al tanto de las novedades ocurridas en el pueblo. Poco a poco fue descubriendo que algo había cambiado en Pedro.
Pasó su convalecencia tratando de rearmar una vida pasada que todos le contaban que había tenido, pero que él no podía recordar. Aún a los más allegados solía contarle cosas que había hecho en Paraguay. Los demás lo miraban sin entender. Aunque pensaban que bromeaba, se preocupaban por esa amnesia al revés, ese recordar cosas que nunca habían pasado.
Ya no se ocupaba de la Fundación. Era como si su misión ya hubiera concluido. Pasaba largas horas tomando mate o tereré que le cebaba Silvina bajo el árbol del patio.
En el pueblo se había corrido la voz sobre la relación incestuosa entre ambos, un poco a causa de lo que el médico de aquel pueblo dijo a la empleada municipal que lo atendió y otro poco porque siempre los veían juntos. Felipa no estaba ajena a ese rumor, pero en parte lo negaba y en parte desechaba de su mente ese pensamiento. No buscaba señales que confirmaran o rechazaran ese amorío monstruoso. Tampoco lo planteó ni a su hija ni a su marido. A veces se alejaba de la casa con cualquier excusa, dejándolos solos por varias horas. De esa forma quería demostrar y demostrarse, que no había ningún peligro, o al menos que ella no lo temía, pero por otra parte se sentía cómplice de la situación.
Cuando se lo planteaba así, volvía a la imagen del naufragio. Pedro había intentado salir de la isla y había vuelto a naufragar. Se encontró con Silvina como se había encontrado con ella en el primer naufragio. Sólo que en esta ocasión no había isla. Los dos trataban de llegar a un refugio pero no lo lograban. Felipa seguía en su isla oteando el horizonte para ver si volvían.
— Y si no ¡lo que tiene que ser, será! — volvía a razonar con la filosofía del hombre de campo que había adoptado.
Y los amantes sentían en ese dejar hacer de Felipa, una señal del cielo que les indicaba que no había nada malo en lo que hacían, aunque después de cada encuentro íntimo se sentían peor, más traidores, más pervertidos.