viernes, 11 de julio de 2008

CAPÍTULO XXXVI.

La partida de Pedro significó esperanza para algunos, para otros desazón. A Claudia le quedó faltando un hermano y a Estrada un hijo, pero esa ausencia se llenaba con la esperanza de ver su causa triunfando en otros lugares. La desazón corría en Felipa que se había tenido que desprender del esposo, intuyendo que era para siempre. Quien más sufrió la ausencia fue Silvina, que perdió al mismo tiempo al padre, al amigo y al amante. El de ellos era un amor inconfesable que corroía siglos de información genética. Otros amores, aun los más pecaminosos, suelen compartirse con algún amigo, este no podía salir de los límites de su cerebro y de su corazón. Aunque demostraba una suficiencia intelectual que todos admiraban, no era más que una niña desvalida que perdió con Pedro su virginidad y su inocencia. Su amor había sido, como leyó en un poema de Neruda “el más terrible y corto, el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido”. En los pocos días que transcurrieron desde que se confesaron su amor hasta que Pedro se fue, avanzaron rápidamente de las caricias y los besos a la consumación de ese matrimonio pervertido e incestuoso. Después todo fue más calmo.
Buscaban excusas para ir hasta algún pueblo donde nadie los conociera y comenzaban a caminar por las calles de tierra que se internan en el campo, abrazados como dos adolescentes que faltaron a la escuela. Se besaban sin escrúpulos y sin miedos. Se sentaban a la sombra de un árbol y comían alguna viandita o alguna fruta que habían llevado. Comían con ganas, en silencio. Cada tanto se miraban a los ojos y sonreían sin decirse nada, satisfechos sólo con mirarse. Ella le decía en un susurro, como si temiera que alguien la escuchara: “te amo”. Y él, con el mismo tono le decía: “sos una flor”. Se besaban suavecito, como la primera vez. Él le decía: “sos mi arco iris, me llenás de colores el alma y la vida”. Ella volvía a decirle “te amo” y él ya no necesitaba nada más, porque sabía que en ese te amo estaba poniendo todas las palabras que se pueden inventar. Decían y hacían todo lo que antes pensaban que era cursi y sensiblero, pero no se sentían tontos al hacerlo. Por el contrario: ella se sentía plenamente mujer y él vivía otra vez su adolescencia.
Se sintieron poetas y él, que siempre se jactaba de no saber coordinar las palabras por escrito, se animó a escribirle un poema que llamó “Delirio a dúo”:
Es abundante, exagerado,
inmenso.
superlativo, desproporcionado,
absurdo.
No me cabe en el alma,
se derrama,
se esparce por mi cuerpo
y me cala los huesos.
Es tu amor gigante
encaramado sobre mi amor enano.

Es excelsa, celestial
gloriosa.
Es sobrenatural, fresca,
abundante.
No me cabe en los ojos,
se derrama
a través de mi cara,
me cosquillea en los labios
y me sonríe.
Es tu hermosura
pegando fuerte
sobre mi piel marchita.

No quiero nada más.
Esto me basta.


Y ella le contestó con otro:
Cierro mis ojos y te veo
Imagino tenerte y te siento
La luz de tus ojos encienden los míos
Pierdo la calma y me domina el hastío
Pero pienso en tu boca y trae consigo
Una flor a mi alma...
me domina...
me tranquiliza...
y vuelve la calma.

Al fin llegó el tiempo de partir. Aunque todos lo intuían, sólo Pedro sabía con certeza que su viaje era una huida y que tenía el firme propósito de no volver.
Salió de Villafañe de madrugada a través de una huella en medio de un monte para que Los Otros no pudieran detectarlo.
Siguiendo el itinerario cuidadosamente planificado por Estrada, conoció algunos pueblos que el mundo ignora que existen. Se internó en el impenetrable chaqueño y ascendió hasta las desoladas mesetas puneñas. La cordillera austral lo vio metido en tormentas de nieve y el viento patagónico lo cubrió de arena. Pero en todos y en cada uno de esos lugares lo seguían la chiquita de trenzas negras, la sensata amiga adolescente y la ardiente amante de las últimas horas pasadas en Villafañe.
En todos los pueblos donde iba, buscaba dos o tres personas preparadas para la misión que habrían de cumplir y sembraba en ellas una semilla que serviría para que allí también se desarrollara la revolución silenciosa e incruenta que estaban preparando y cuyos resultados seguramente ellos no verían.
Los Otros ya no lograrían vencerlos. Para hacerlo, necesitarían multiplicarse de tal manera, que perderían poder.
Estrada ya no solamente era el ideólogo y organizador del grupo, se había convertido también en coordinador general, tarea que supuestamente debía llevar a cabo Pedro.
La traición de Aníbal les hizo modificar algunos procedimientos. Abandonaron momentáneamente la tarea de adoctrinamiento en el pueblo por si, después de la visita de aquellos turistas, alguno de los vecinos hubiera sido instruido en la tarea de espía. Lo más conveniente era dedicarse a los propósitos que la fundación tenía declarados oficialmente, a fin de no despertar sospechas.
Al mismo tiempo apostaron personas en las entradas del pueblo para registrar a cualquier forastero que llegara. La excusa para justificar esta tarea de gendarmes, fue la de llevar estadísticas sobre la población estable y la transitoria.
El trabajo de Pedro fue impecable en los primeros meses. Lo que no respetó fue lo que habían acordado: volver una vez por mes para informar sobre su trabajo y para estar con su familia. Reemplazaba ese viaje con un prolijo informe a la Fundación y una cariñosa carta a Felipa, donde mencionaba a Silvina incluyendo algunas palabras claves, que sólo ella podría entender y que evocaba algunos de los felices momentos vividos. En la primera que envió falseó una excusa que le justificaba el no regresar conforme a lo previsto, pero en las sucesivas no hacía ni siquiera mención de ello, como si tal pauta no hubiera existido.
No se dio cuenta del momento en que Mercedes y Mirta se borraron de su memoria. Tampoco cuando Sergio Peralta desapareció para siempre. Porque, si bien Sergio ya no existía para nadie, de vez en cuando, al estar a solas con sus pensamientos, aquel muchacho de Moreno retornaba con su carga de pesadumbre.
Sin comprender por qué, su personalidad se fue transformando. Fue acaso la soledad o el recuerdo de su familia, a la que sabía perdida o acaso el subconsciente donde aún moraban Sergio, Mercedes y Mirta.
Se hizo frecuentador de boliches y camorrero. Los demás lo respetaban como al patrón. Lo consideraban un porteño adinerado que había llegado para sacarlos de sus miserias. Por eso todos agachaban la cabeza cuando él los provocaba. Comenzó a beber más vino del que le permitía tener la mente lúcida. Un día se encontró contando una pelea que había tenido cuando vivía en el Paraguay, sin recordar que nunca había ido a ese país.
Decidió quedarse en un pueblo al que llegó por error. Era una manera de retornar a la imprevisibilidad que lo había llevado a Villafañe, aunque en forma subconsciente, ya que ni recordaba aquello. Alquiló una casa en las afueras, donde vivía con muy pocos muebles. Se hizo habitué de un prostíbulo, hasta que llevó a la casa a una puta joven que compró a la madama por quinientos pesos. Aunque se llamaba Sofía, él la llamaba Silvina. Solía pasear por las calles del pueblo, abrazado a ella –los dos borrachos– besándose y tocándose a la vista de todos.
Se hizo diestro en insultar en guaraní. Cuando era Sergio, solía llamar “cucaracha” a los cobardes o a los pusilánimes. Ahora había retomado esa costumbre pero diciendo “tarabé”. Alguno de los agredidos alguna vez quería reaccionar, pero sus amigos siempre lo contenían, sabedores que la justicia se pondría de parte del poderoso que en este caso, aunque borracho, era Pedro.
Hasta que un día llegó uno que no tenía amigos.
—¡A que no se anima a tomar una botella de giñiebra sin respirar!–lo desafió Pedro.
— No, gracias amigo.
— Mire, para hacer que la cosa valga la pena vamos a apostar algo — insistía Pedro — Si usted gana le doy cien pesos, si pierde usted me da diez.
— Yo no tomo para ganar apuestas, compañero.
— Compañeros son los huevos y se golpean — gritó Pedro entre bromista y amenazante.
Muchos de los presentes festejaron la broma con grandes y falsas risotadas, aprovechando la oportunidad de quedar bien con el poderoso.
Entonces Pedro lanzó el insulto que acostumbraba y que todos estaban esperando para ver la reacción del otro.
—¡Tarabé!
Con la mano en el cuchillo aguardaba el momento en que su ocasional rival diera señales de enfado, lo insultara o lo amenazara, para sacarlo cortando, como decía el viejo Vizcacha.
El otro ni se inmutó y, sin dar la más mínima advertencia, rompió una botella en su cabeza.