sábado, 12 de julio de 2008

CAPÍTULO XXXV.

Pedro pudo viajar pero no pudo huir. Su viaje ya había sido cuidadosamente planificado y sólo faltaba ultimar algunos detalles referidos a su partida, que debería ser absolutamente secreta. Un día Silvina vino a darle las buenas noches antes de ir a dormir, como acostumbraba desde que lo adoptó como padre.
— ¿De veras se va mi papito?— le preguntó mimosa, dándole un abrazo.
Pedro se sobresaltó. Volvió a tener ese cosquilleo que venía inquietándolo y sintió un deseo de abrazarla más fuerte y más eróticamente. Pero no lo hizo. Esta vez había algo más: se dio cuenta de que ella le trasmitía un sentimiento similar. La miró a los ojos pero sólo vio en ellos la misma mirada tierna y filial de siempre. Miró a Felipa que los contemplaba con ternura, pensando seguramente que era una suerte haber encontrado para su hija un padre tan cariñoso. Eso lo hizo sentirse peor. “Soy un canalla” volvió a pensar Pedro, y se fue desprendiendo suavemente de esos brazos que le apretaban cuerpo y alma. Esa noche no pudo dormir porque supo que Silvina había descubierto el sentimiento que lo agobiaba.
La ocasión de comprobarlo la tuvo al otro día, cuando Felipa fue a la chacra a buscar unas verduras y él quedó a solas con Silvina. Se sentaron a charlar mientras ella seguía con la rutina de cebarle tereré. Por un momento se hizo un largo silencio. Sintió que la amaba como nunca había amado a nadie. Trató de olvidar, de volcarse nuevamente a su rol de padre. Quiso recordarla como a la chiquita de trenzas que había conocido cuando le ofrecía ingenuamente: “¿tereré?”. Pero era inútil, estaba perdido. Hizo un último intento por alejarla. Pensó que lo lograría confesándole la verdad.
Le costó comenzar la confesión, pero una vez que dijo las primeras palabras, todo le fue saliendo con asombrosa facilidad. Le explicó con muchos rodeos lo que había sentido el día anterior. Le pidió perdón por no ser el padre que ella quería.
— Hace mucho que me di cuenta de lo que sentís. — le contestó Silvina con el fatalismo que había aprendido de su madre. — Sólo te puedo decir que yo no te puedo corresponder porque sos el marido de mi mamá.
Cualquier estudiante de psicología podría haberles explicado las razones de lo que les pasaba: era el incesto que existe en todos los seres humanos y que en el caso de ellos podía concretarse sin culpas porque no eran parientes de sangre. Pero eso no les hubiera interesado.
Pedro estaba asombrado. De pronto se encontró con una mujer hecha y derecha, que no sólo comprendía la situación sino que además le explicaba el porqué de su rechazo.
— No, claro — balbuceó — No quería más que confesarte lo que siento como una cuestión de lealtad. Me sentiría muy mal cuando vengas a abrazarme otra vez creyendo encontrar al padre ...
— Tu paternidad es una cuestión de sentimientos.— lo interrumpió— Voy a buscar a ese padre cada vez que lo necesite o cuando vos quieras encontrarte con tu hija. Pero no olvido que sos hombre y yo mujer.
“¡Y qué mujer!”, quiso decirle. Pero no se animó. Estaba realmente perdido. En ese cuerpo amado, encontró una mujer que no conocía y sintió cumplido el ideal soñado: tener, en un solo amor, a la hija, la amiga y la mujer.
Otra noche de insomnio. En su larga vigilia pudo pensar algunas cosas. Se levantó muy temprano y fue a su escritorio para concluir, antes de irse, algunos proyectos de la Fundación. Lo sorprendió Silvina que le traía un mate a una hora en la que acostumbraba a dormir. Todavía no había amanecido y le pareció que ella también había pasado la noche en vela.
— Parece que esta vez me levanté antes que vos.
Le pasó la mano por el hombro mientras charlaban de cosas menores, como si no hubieran tenido la conversación del día anterior. Pedro no pudo contenerse y le planteó lo que había pensado esa noche.
— Ayer no me dijiste todo lo que tenías que decirme.
— No entiendo...
— Demostraste más madurez que yo, pero sé leer entre líneas.
— Sigo sin entender...
— No te hagas la tonta que no lo sos.
— No me hago la tonta, simplemente no entiendo.
— Ayer no me dijiste que no sentías por mí lo mismo que yo por vos. Sólo pusiste un obstáculo por mi condición de marido de tu mamá.
No contestó. Se quedó un largo rato mirándolo.
— Te repito que quizás sea mejor así...— prosiguió Pedro, hasta que entendió que ella no lo escuchaba.
— Me muero por besarte — dijo simplemente Silvina.