domingo, 13 de julio de 2008

CAPÍTULO XXXIV.

Claudia esperaba a su hijo sin sobresaltos. Su fe religiosa la mantenía siempre optimista. Se sabía protegida por Dios hasta en sus momentos más aciagos.
Es cierto que tuvo desgracias en su vida, pero nunca sintió que fueran inmerecidas. El poder gozar de la paz, después del injusto crimen que había cometido, le daba la certeza de que su pecado le había sido perdonado. A partir de esa certeza, se empeñó en corresponder a la gracia recibida, devolviendo en los demás todo el bien que Dios le había dado.
Notaba que muchos la miraban con lástima, pensando en la cruz que le esperaba al tener que criar sola a ese chico. ¡Si supieran que no estaba sola! Sola estaba antes de que Pedro la encontrara sucia y borracha por las calles de Rosario. Sola estaba antes de encontrarse dentro de ese grupo que la recibió como parte de la familia.
Había encontrado en el flaco Estrada un padre que no sólo tenía siempre un consejo a mano, sino que la comprendía en todo. A él había confiado su vida pasada y después de su confesión se sintió preparada para su nueva vida. Así como no podía olvidar el gesto de Pedro cuando la encontró en Rosario, también agradecía a Estrada el haberla rescatado de su segunda caída.
En lo único que no coincidían era en las ideas religiosas. Él era un militante del ateísmo y ella de una firme convicción católica.
— A veces envidio a los creyentes — le confesó Estrada un día — porque tienen una clave con que comprender el sentido de la vida. Aunque no creo en Dios, comprendo a los creyentes porque sé muy bien que una cosa es Dios y otra la religión. Dios y las iglesias caminan por veredas distintas.
Claudia creía en Dios y en la Iglesia. Lo único que lamentaba es que ya no podía disfrutar de la misa como antes. Sabía que el viejo cura que venía a oficiarla mensualmente tenía una arcaica visión de la sociedad y que si ella hubiera pretendido comulgar se hubiera expuesto a la reprimenda pública. No quería sentirse corrida de la iglesia como le pasó a Felipa cuando quiso formalizar su matrimonio. Por eso, en el momento de la comunión se limitaba a pronunciar las palabras del centurión: “Señor, yo no soy digna de que entres en mi casa...” y sentía que realmente el cuerpo de Cristo entraba en su ser.
¿Y Aníbal? Ni siquiera lo extrañaba. Quizás sólo fue una excusa para lograr ese hijo que llevaba en la panza. Es cierto que se sentía bien con Aníbal y el querer estar juntos los llevó primero al abrazo, luego a las caricias y un día se encontraron enredados en una cama. No llamaba a eso “hacer el amor” porque el amor no se hace y porque poco tenía de amor esa soledad de a dos. O, en todo caso, era un amor que apenas llegaba a ser un poco más que un amor de amigos.
Cuando Aníbal se fue, pensó distintas estrategias para reencontrarse con él. Pero sólo fue al principio. Era el impulso bobo de quien se siente traicionado. Muy pronto se dio cuenta de que lo que extrañaba eran aquellas charlas que tenían a orillas del río o en medio del bosque y no la cama compartida en secreto. Ni siquiera lo pensaba como padre de su hijo. Ese chico sería sólo suyo. Pensar en que tendría que compartirlo con alguien la hizo desistir de su intención de encontrarlo. A las confidencias junto al río las reemplazó con las charlas con Estrada. Y se sintió completa.