lunes, 14 de julio de 2008

CAPÍTULO XXXIII.


Pasado el duelo y el estupor por los sucesos acontecidos, la fundación “Fortín Solari” pasó a ser una suerte de heredera de doña Matilde en la ayuda, apoyo y organización de los humildes. Si bien le faltaban las acciones milagrosas de la médica, la gente acudía a la Fundación ante cualquier contrariedad que la afectaba.
Habían conseguido que la municipalidad les cediera un tinglado abandonado que había sido construido en el centro del pueblo muchos años atrás y, después de acondicionarlo apropiadamente, fue utilizado como sede central. Allí se daban clases de apoyo escolar y de alfabetización, se practicaban deportes y funcionaba como centro de exposición para todas las manifestaciones artísticas que había en Villafañe y pueblos vecinos.
La tarea de curandera comenzó a ser ejercida por Jorgelina, una paraguaya que era la antítesis de su antecesora. Era analfabeta y apenas se hacía entender en castellano.
Antes de su inesperada consagración, sobrevivía gracias a la venta de distintos productos.
Querépa vender la crabón — solía decir, ofreciendo carbón y confundiendo el “comprar” con el “vender”.
O si no.
— Te vendo la prejume. ¡Linda olor tiene! ¡a ma’ pasan laj’ora, má diondo se pone.
Era divertido oírle contar las causas de su embarazo:
—¡Te quedaste otra vez embarazada!. Te fuiste a la chacra y viniste cansada y te acostaste a dormir y te olvidaste tu culo ajuera y tu compadre... ¡Yápele otra vez!
Nadie sabe porqué la gente comenzó a consultarla y ella a responder como si fuera realmente curandera. Por esas cosas de la fe, los enfermos comenzaron a curarse. Se corrió la creencia de que doña Matilde la había elegido para depositar en ella sus poderes de sanación.
Así Jorgelina comenzó a vivir de la limosna que le dejaba la gente, ya sea en dinero o en especies. Cada tanto parecía retornar a su antigua forma de anónima vecina y solía convertirse en una esfinge vernácula que planteaba enigmas a sus consultantes:
— Maravilla, maravilla. A ver si adivinás qué es. Camina por el paré. Araña no e’, tarabé no e’ ¿qué e’ lo que e’? — y después de una breve pausa lanzaba la respuesta —¡El renglój de paré!

La confianza de la gente en la Fundación renovó el entusiasmo del grupo que así comenzó una nueva etapa, casi despojado de desconfianzas y derrotas. Estrada creyó llegado el momento de la planeada expansión por medio de la gira de Pedro.
Felipa no supuso, en un primer momento, que la nueva tarea iba a alejarle tanto tiempo a su compañero.
Poco a poco se fue resignando. Presentía que la verdadera intención de Pedro era huir de ese mundo que no era el suyo. En sus largas noches de insomnio tuvo tiempo de analizar su vida y todas las cosas que le fueron pasando en los últimos años.
Todo sucedió tan vertiginosamente que nunca había tenido la oportunidad de preguntarse y responderse sobre sus propios sentimientos.
¿Qué había sido don Faustino en su vida? ¿Qué era Pedro? ¿Quién era? ¿Qué era Villafañe?
Supo que aquel pueblo, que todos habían adoptado como patria, era la enorme isla donde arribaron los náufragos de distintos naufragios. Al principio no se dieron tiempo para descubrir su condición y se empeñaron en hacer de esa isla su paraíso. Ahora la añoranza los hacía desplegar sus banderas, escribir mensajes en la arena de la playa, enviar botellas al mar con cartas pidiendo socorro.
¿Dónde estaba Felipa? No era nativa de la isla, pero tampoco se sentía con ganas de abandonarla. Ya había descubierto que ese era su lugar en el mundo.
Cuando logró la tranquilidad gracias a don Faustino, soñó su vejez rodeada de nietos y bisnietos. Después Pedro se agregó al sueño. Ahora ese futuro soñado se estaba alejando.
Llegó a pensar que en ese pueblo –en esa isla– ella era la única que quería quedarse. Todos los demás, hasta los nativos del lugar, ansiaban vivir bajo otros cielos. La política oficial no había ayudado a disminuir el desarraigo. Con planes provinciales se habían construido viviendas en la zona urbana, por lo que los muchachos que se casaban dejaban la chacra donde se habían criado y se iban al pueblo. Al poco tiempo lograban trasladarse a Formosa capital y después a Buenos Aires. Don Faustino había tratado infructuosamente de que el gobierno le construyera a las nuevas parejas, una casa con todas las comodidades pero dentro del campo de sus padres. Eso facilitaría que los hijos siguieran aferrados a la tierra. La diferencia de costos se recuperaría con el ahorro en la ayuda que después hay que darle a los desarraigados, inevitablemente desocupados. Pero la política busca que las necesidades nunca puedan ser satisfechas y siempre pudo más el paternalismo de los caudillos que la lógica de las tradiciones.
Eso hacía que los nativos de la isla también se convirtieran en náufragos. Aquí o allá, pero siempre náufragos. Como ellos.