martes, 15 de julio de 2008

CAPÍTULO XXXII.

Con la muerte de doña Matilde, el quiebre se hizo más profundo. La fatalidad parecía adueñada de la empresa que habían acometido, aunque el auge de la fundación parecía indetenible. Pedro sintió como nunca que su ciclo en Villafañe había concluido. Unos días antes de su muerte, su “madrina” se había llegado hasta la chacra para hablar con él. Parecía abatida y ya menos preocupada por la salud de sus pobres que por un destino prefijado que no podía (o no quería) modificar.
— Esta vez me equivoqué. — le dijo — Hasta yo me creí la fama de infalible que me hicieron en el pueblo y supuse que podía torcer al destino con mi santa palabra. Metí a Judas entre ustedes y ahora es tarde. Pero no te preocupes Pedrito, la semilla ya ha sido sembrada. Pronto me reuniré con Faustino y con Sergio. Allí te esperaremos.
Pedro no entendió. ¿Acaso Sergio no era él? ¿Por qué doña Matilde lo nombraba como si estuviera muerto? ¿Por qué lo llamó “Pedrito” por primera vez? Pero había algo aún más preocupante o desconcertante: no recordaba haberle dicho nunca su verdadero nombre ¿de dónde sacó lo de “Sergio”? Se tranquilizó pensando que tal vez se tratara de otro Sergio, otro ahijado de doña Matilde que ya habría muerto y que lo había mencionado como una forma elíptica de anunciar su propia muerte
El fin de la médica se produjo de la manera que menos podía esperarse en esa población que la adoraba: la asesinaron. Un día fue llamada para atender a Delfina, una mujer que había tenido una complicación en su embarazo. Salió inmediatamente para allá sin calcular que había llovido durante toda la noche y los caminos estaban intransitables. Su pericia no pudo evitar que una rueda del carro se quedara encajada en el borde de un estero. Pasaron unas horas hasta que algunos vecinos pudieron ponerla otra vez en marcha. Cuando llegó era tarde. No pudo más que consolar en sus últimos momentos a Delfina que, después de un aborto espontáneo, entregó su alma al Señor.
Su compañero, un paraguayo medio cimarrón que no se daba con nadie desde que llegó al pueblo hacía apenas unos meses, adjudicó la muerte de su mujer y su hijo a la demora en llegar de la médica y, sin aceptar explicaciones, la degolló. Su trabajo fue imperfecto, por lo que Matilde sobrevivió unas horas. Fue trasladada al hospital y allí murió ante la desesperación de los médicos que la querían y la respetaban como si fuera colega de ellos. En ese hospital nadie se molestaba si alguno de los pacientes internados llamaba a la médica. Los dotores dejaban que hablara con ellos y sabían que a partir de ese momento la cura se haría más acelerada o que la muerte se produciría dentro de una paz que rodeaba al enfermo. Doña Matilde era considerada una auxiliar médica y no una usurpadora de títulos.
La reacción del pueblo fue inmediata pero quizás exagerada, teniendo en cuenta la apatía que normalmente lo caracterizaba. Sobreponiéndose a las lágrimas, varios vecinos decidieron tomar venganza contra el hombre que los había despojado de la madrina, la consejera y, para muchos, la madre que nunca tuvieron. Armados de machetes fueron a buscarlo. Como si un clarín los convocara, hombres y mujeres fueron saliendo de sus casas y uniéndose en una procesión secular, marcharon silenciosamente hacia donde se estaba armando el velatorio de Delfina. En un silencio cada vez más amenazante, rodearon el rancho. Las viejas que preparaban el cuerpo huyeron hacia el monte. El paraguayo, sintiéndose acorralado, tuvo recién conciencia de lo que había hecho. Se acostó sobre la cama donde yacían su mujer y su hijo y con el mismo cuchillo con que había cometido el magnicidio, se partió el corazón.
Entonces la multitud, viendo que su venganza no podía concretarse, le prendió fuego al rancho con los tres cadáveres en su interior y, siempre en silencio, volvió al pueblo para preparar las exequias de su santa.
Fueron dos días en los que nadie durmió. Dos días en los que parecieron revivirse las mejores fiestas que había tenido Villafañe, aunque faltaba el bullicio y la alegría. Se armó una capilla ardiente en la plaza y se mataron varias vaquillonas. Todo se hacía en silencio y sin un llanto. Pedro comprendió que aquella gente sentía que doña Matilde no había muerto, sino que velaba por ellos de otra manera.
Cualquiera de los habitantes de Villafañe a quien se le preguntara si conocía a doña Matilde, respondería que sí, con un énfasis especial. Cualquiera contaría las curaciones y milagros, que vencerían sin dificultad a cualquier proceso de santidad porque se seguirían produciendo después de su muerte.
Pero ¿quién conocía realmente a esa buena mujer? ¿quién sabía su edad? ¿quién tuvo acceso a sus recuerdos, a sus amores? Todos le habían oído decir que Dios no le permitió tener hijos para poder tener ahijados, pero todos ignoraban si esa negación divina había sido probada por ella teniendo una pareja o si le había sido dictada, como muchas de sus profecías.
Nadie la conoció de joven, por lo que se la suponía inmortal o, al menos, más que centenaria. En el pueblo existían muchos octogenarios nativos que la conocían desde que eran chicos y siempre había sido la médica del lugar. Por eso era un patrimonio de Villafañe como lo era el busto de San Martín en la plaza o el Fortín Solari que seguía junto al río desafiando el tiempo como ayer desafió a los malones.
Quizás hasta ella había olvidado su origen. ¿Añoraría, en alguna de las solitarias noches de invierno, aquel tiempo en que fue mujer, antes de convertirse en ese icono asexuado o andrógino con que la había “premiado” la gente? ¿Recordaría que su amor de juventud se fue para siempre cuando descubrió que los pobres, los marginados, los doloridos, eran para ella más importantes que su propia vida?
Como un eco que a veces le llegaba sin saber quién lo había lanzado, recordaba los elogios que recibía por su belleza. Eran otros tiempos. La mujer era para los hombres, un objeto sin sentimientos ni amores, por eso ella se destacaba entre las demás. La escuela le estaba vedada pero no por una marginación social, sino porque la más cercana estaba a cientos de kilómetros de aquel paraje donde vivía y que todavía ni siquiera era un pueblo. El fortín Solari tenía aún utilidad. Formosa era un territorio nacional cuyos escasos habitantes ignoraban si pertenecía a la Argentina o al Paraguay.
Un tío le había enseñado a leer y su afición por los libros la llevó a ser instruida sin haber recibido nunca un título. Pero ella trataba de disimularlo para no parecer separada de aquella gente que ni siquiera había aprendido a escribir su propio nombre. Por eso su sabiduría parecía recibida directamente de Dios y no pacientemente adquirida en largas noches de vigilia. Claro que además había algo de profecía en sus palabras. Hacía muchísimos años que había dejado la lectura y había comenzado a nutrirse de la experiencia de vida.
Era todavía una quinceañera, cuando tuvo la oportunidad de comenzar su “carrera” atendiendo un parto. Las viejas habían pronosticado a la parturienta que el chico nacería muerto. Matilde (por entonces Matildita) pasaba casualmente por el rancho cuando escuchó los gritos pidiendo ayuda. No se acobardó y entró resueltamente. No era la primera vez que atendía un parto, porque era normal que las mujeres parieran en su casa cosa que, por otra parte, era la única posibilidad que tenían. Ella había ayudado al nacimiento de dos de sus hermanos y de un sobrino. Conocía los pronósticos de las agoreras y por eso creyó más importante confortar a la desolada muchacha que ocuparse de su asistencia física.
— No te preocupes — le dijo — vas a estar bien y vas a tener un memby porá.
Lo dijo sólo para consolarla, pero resultó tal como predijo. Fue el primer ahijado que tuvo y el encargado, junto a su madre, de comenzar la fama que la convertiría en “médica”.
Atendió también a los apetitos de su cuerpo joven y aceptó los requiebros de un hombre bueno y trabajador. Construyeron un rancho dentro del monte y se fueron a vivir juntos. No pensaron en registro civil que documentara la unión. Al fin de cuentas ni siquiera ellos habían sido registrados legalmente. Por eso nadie, ni ella misma, supo nunca su edad.
No tuvo hijos y eso le permitió tratar como tales a sus numerosos ahijados. Las distancias en la zona eran enormes y por ese tiempo no había caminos, por lo que se demoraba mucho en recorrer unos pocos kilómetros. Como era llamada cada vez con más frecuencia a curar y consolar a los enfermos, debía pasar muchos días fuera de su casa. Su compañero la comprendía, consciente de la misión de Matilde, pero no se cansaba de pedirle que se dedicara un poco más a él. Hasta que al fin, al regresar después de dos días de ausencia, supo que él se había ido para siempre. Nunca conoció su paradero y ella comenzó a olvidar su condición de mujer.
Pero esa era una historia desconocida para todos. Ya habían muerto hacía mucho quienes la conocieron como “Matildita” y quienes la conocían cuando aún no tenía fama de infalible, cuando su palabra se tomaba con ciertas precauciones. Después, cualquiera que hubiera recibido de ella la orden de tirarse desde el árbol más alto, lo hubiera hecho sin dudar.
Ahora, etérea y eterna, vagaba por los alrededores de su propio cuerpo. Penetraba profundamente en el alma de los que la amaban y desde allí las sanaba. Ahora era libre para siempre. Sin huesos doloridos que le dificultaran el andar, sin huellas barrosas que le impidieran llegar a tiempo al lecho de los moribundos.
Al fin llegó el momento de despedirla para siempre. Antes de cerrar el ataúd no quedó en el pueblo ningún habitante, grande o chico que no hubiera besado su frente. Ya no había silencio, el llanto se elevaba al cielo como protesta a Dios en algunos y, en otros, como pedido de que Él la recibiera a su lado como lo que siempre había sido: una santa. Las embarazadas acercaban su vientre para que esa criatura, que no tendría la suerte de conocerla, también recibiera la bendición.
Después de una ceremonia religiosa en la que participaron el cura y el pastor evangelista, fue llevada a pulso hasta el cementerio por un pueblo que, por primera vez unido en un sincero sincretismo religioso, cantaba llorando: “El Señor es mi pastor, nada me faltará...”
Y en ese salmo de origen judío no sólo se unían dos iglesias cristianas, sino también la atávica religión guaraní, con ñanduruvusu luciendo el sol en medio de su pecho.
A partir de ese día, su tumba se convirtió en un lugar de peregrinación, tanto para los habitantes de Villafañe, como también para los de los pueblos vecinos. A doña Matilde nunca le faltaría una flor. Visitaría los sueños de su gente y pasaría a ser una santa que la iglesia nunca reconocería pero que ya tenía un lugar junto a la Telesita, la Difunta Correa y el Gauchito Gil.

A Pedro le quedó una pregunta por responder ¿por qué doña Matilde le dijo que lo estarían esperando? ¿Cuándo?
¿Y dónde?
Ya quedaba poco tiempo. La falta de oxígeno los iba adormilando poco a poco. Sin darse cuenta iban separándose. Como no se veían entre sí, sólo los puntos luminosos que los rodeaban les indicaban que eran náufragos en el espacio.