sábado, 19 de julio de 2008

CAPÍTULO XXVIII

Claudia se había acostumbrado a salir todos los días a pasear a caballo, al volver de la escuela. Se había hecho una experta jinete y aprovechaba para disfrutar del silencio y la paz de la zona. A veces se internaba en un monte, otras atravesaba algún estero o visitaba algún pueblo vecino. En una de esas salidas encontró una tranquera con un cartel inquietante:

ESTA ES UNA PROPIEDAD PRIVADA
No vendemos ni compramos nada
NO PASE
(o aténgase a las consecuencias de su acto irresponsable)

Además de inquietante era extrañamente literario. El autor no se había conformado con el “prohibido pasar” acostumbrado y había malgastado su tiempo (así pensó ella) en un texto que seguramente nadie leería o nadie entendería. Si bien el cartel no era nuevo, tampoco parecía datar de muchos años atrás ni que hubiera sido alguna antigua advertencia que ya había perdido vigencia.
Siguió su camino venciendo la tentación de saber cuáles eran las consecuencias del “acto irresponsable”.
Esa noche comentó su descubrimiento pero nadie tenía conocimiento de qué se trataba. Por eso comenzaron con una serie de suposiciones tratando de descubrir qué era aquello. A riesgo de caer en la paranoia, el grupo hacía todas las inducciones que pudieran llevar cualquier acto en apariencia simple, a su origen quizás conspirativo.
— Los locos abundan en esta zona, — comentó Felipa, tratado de vanalizar el asunto — pero tené cuidado. No se te vaya a ocurrir entrar.
— Ni loca...! — la tranquilizó Claudia.
Pedro discrepaba con la teoría de Felipa.
— No creo que se trate de un loco. Los locos no toman tantos recaudos para defender su soledad. Lo más probable es que sea alguno de esos cultos esotéricos que impiden que se miren sus ritos.
— Lo que es seguro es que no son de la zona. — aventuró Estrada — Los que por aquí tienen la educación suficiente como para hacer un cartel como ese, saben que el noventa por ciento de la población no lo entendería.
Pese a su promesa, al otro día Claudia enfiló su caballo directamente a la senda casi tapada que llevaba hasta la tranquera prohibida.
No tenía candado que impidiera abrirla. La tentación fue mucha. Unos minutos después ya estaba galopando por la zona que vedaba el cartel. Durante dos o tres kilómetros solamente encontró algunas vacas. El paisaje no era distinto al de afuera. No había nada que fuera motivo de inquietud.
Terminando un bosquecito por donde se internaba el sendero, cuando ya creía que había salido de la zona prohibida, se encontró con un gran espacio parquizado donde se lucían en canteros, flores de variados colores. Por el parque, leyendo un libro, caminaba un hombre totalmente desnudo. Claudia detuvo el caballo a pocos metros de él y vaciló entre volverse o seguir su galope por el camino que allí estaba cubierto con una granza roja. Recordó la advertencia de Felipa y se arrepintió de no haber creído en su teoría del loco. Arriesgó su propia teoría que en ese momento le pareció la menos peligrosa y la más lógica de todas las que se habían expuesto: era un campo nudista protegido por la frondosa vegetación formoseña y el clima benigno que habitualmente imperaba en primavera. Buscó en los alrededores para encontrar alguna otra persona que le confirmara sus suposiciones, pero no vio a nadie.
El estrafalario sujeto la miró sonriendo con gesto afable.
—¡Vaya! — dijo — Al fin alguien a quien no le asustan las prohibiciones o que está dispuesto a atenerse a las consecuencias de su acto irresponsable.
Pronunció estas palabras como burlándose él mismo del cartel amenazante que vedaba la entrada y que ella había violado.
Claudia iba a balbucear una respuesta que había preparado para el caso que la sorprendieran pero el hombre, adelantándose a sus pensamientos, la atajó hablando con el mismo tono amable con que la había recibido.
— No, por favor, no me diga que se ha perdido, que la tranquera estaba abierta o que no vio el cartel. Hace más de dos años que estoy aquí y siempre imaginé esas disculpas para el primero que llegara. A veces supuse que hasta podría ser una excusa válida, si el intruso fuera uno de esos individuos analfabetos que, como ya sabrá, abundan en la zona. Lo que no imaginé es que se tratara de una mujer... y linda, por añadidura.
En este punto pareció notar el miedo de Claudia y descubrir su propia desnudez.
— No tenga miedo por verme así. Mi desnudez es una cuestión filosófica. No soy un exhibicionista ni un sátiro esperando las ninfas que puedan acercarse a este bosque privado. Ni siquiera soy un fanático del nudismo. Tanto es así que, en consideración a su sexo, voy a vestirme. Si me espera un momento, tendré mucho gusto en charlar un rato con usted. Salvo, claro, que siga atemorizada o que no tenga tiempo.
Sin esperar la respuesta fue hacia una casa que había detrás de unos árboles y en la que Claudia no había reparado hasta entonces. Volvió a los pocos minutos, ya vestido.
— Pero ¿cómo es eso? — protestó — ¡todavía no te has bajado del caballo!
Se acercó para ayudarla a desmontar.
— Y perdoname que te tutee. Es que no sé como tratarte, ya que aún no me has dirigido la palabra. Ni siquiera para decirme “buenas tardes”
— Soy Claudia.
— Y yo Aníbal.
Se tendieron la mano, pero descubriendo cada uno la intención del otro, se dieron un beso en la mejilla.
— ¡Porteños! — dijeron a coro, y se largaron a reír.
Ambos habían descubierto su origen al darse un solo beso y no uno en cada mejilla como se acostumbra en el lugar.
El incidente sirvió para romper el hielo. Se sentaron en un banco de plaza que había cerca de la casa. Aníbal cebó tereré y le contó su historia. Claudia prometió contar la suya al día siguiente en que acordaron que volverían a encontrarse.
Cuando salió de la finca prohibida se topó con doña Matilde que pasaba con su carro. Le hizo un ademán amistoso y le recomendó:
—¡Tené confianza!
Esa noche Claudia no contó a nadie su aventura. Antes quería estar segura de que no estaba cometiendo un error mostrándose tan confiada ante un desconocido. Le quedaba, como protección, las palabras que le había dicho doña Matilde.
Aníbal le dejó una sensación ambigua. Le daba cierto temor, pero al mismo tiempo le inspiraba una confianza que nunca había experimentado. Sin quererlo hizo un balance de su vida, recordando que la desconfianza la condujo siempre por caminos que la perjudicaron hasta el extremo de convertirla en una asesina, una vagabunda, una alcohólica. ¿Cuánto más lejos podía llegar? Esta vez se propuso confiar, ya que los resultados nunca podrían ser peores que los obtenidos desconfiando.