viernes, 18 de julio de 2008

CAPÍTULO XXIX.

Aníbal no era tan loco como quería aparentar. Durante muchos años tuvo una vida rutinaria de trabajo y hogar. Tenía un buen sueldo como oficial mecánico en un prestigioso taller del centro de la ciudad de Córdoba, un matrimonio sin hijos –que terminó en un divorcio amistoso– y un amor por los deportes.
Lo inesperado llegó con la forma de una herencia de un tío lejano. Él ni siquiera recordaba a ese tío solterón que conoció de muy chico en el casamiento de un familiar. Parece que le había caído bien por su desenvoltura y que, sin él saberlo, se había interesado en su crecimiento. Era un tipo misterioso ya que, en lugar de visitarlo y ayudar a su crianza por medio de la fortuna que había amasado, utilizaba artilugios de agencia de inteligencia. Empleaba espías y aplicaba sus influencias para favorecer a su protegido.
Cuando murió lo había nombrado heredero universal. El albacea testamentario lo citó en su despacho y le contó la historia, ayudado por varios videos que el viejo millonario había ido archivando. En ellos se lo veía a Aníbal en distintas circunstancias de su vida. A veces jugando en el patio de su casa, otras en la escuela y otras en el taller donde trabajaba. Hasta estaba el video de su casamiento. Lo que nadie le explicó fue el verdadero motivo que llevó a su tío a esa actividad novelesca. La teoría de Aníbal era que, para cambiar su rutina de hombre sin familia, se compró una aventura en la que se incluyó como autor y como protagonista.
Lo cierto es que el casi desconocido tío le dejó algunas fábricas en plena producción, unos campos cerealeros en el centro de la provincia de Santa Fe y varias hectáreas en Formosa. Esta última propiedad era la que, en principio, Aníbal había tenido en menos y que ni siquiera se preocupó en hacer producir.
Como era de suponer, dejó el empleo en el taller que, aunque ese trabajo no le desagradaba, hacía mucho que se había transformado en una rutina. Tenía ya cuarenta años y sus nuevas propiedades le comenzaron a insumir todo su tiempo. Como hace la mayoría de la gente del interior en cuanto le es posible, se fue a vivir a Buenos Aires, aunque la ciudad de Córdoba tenía todo lo necesario para manejar desde allí las empresas. Ya había dejado de practicar deportes por lo que su panza comenzó a crecer.
Un día lo sorprendió un temor. Sabía que desde chico, infinidad de personas lo habían espiado y conocían todas su costumbres. Imaginó que alguno de esos espías podía haberse convertido en voyeur de su vida y le hubiera seguido tomando videos sólo por placer.
Comenzó a desconfiar de todo y de todos. Se mudaba sorpresivamente de casa revisando todos los rincones buscando micrófonos y cámaras ocultas. Nunca encontró nada pero eso lo adjudicaba a su propia inexperiencia o a la extrema habilidad de sus “enemigos”, a los que supuso unidos en una organización secreta.
La respuesta cuasi-orgánica a ese estado de cosas, fue planear una vida en el ostracismo. Una vez tomada esa decisión le llevó más de dos años concretarla. El temor al arrepentimiento una vez recluido, no era un obstáculo ya que, por su forma de ser, él escapaba a todo contacto social. Tampoco era óbice la necesidad de generar recursos que le permitieran mantenerse: las empresas aportaban lo suficiente para una vida sin sobresaltos. Pero este último punto fue el que generó la demora.
Su tío había creado la estructura de sus empresas en una forma vertical y absolutamente dependiente de su persona. Eran organizaciones con organigramas de tipo militar que concluían con un poder central en el ápice. Aníbal no tuvo, en un principio, ni la habilidad ni el deseo de cambiar ese estado de gobierno. Su deseo de recluirse le obligó, en primer lugar, a buscar un sustituto que no pudo encontrar. Después de varios intentos fallidos, decidió cambiar de estrategia.
Se preguntó por qué el argentino necesita “un hombre” que venga a mejorar las cosas. Y quizás no fuera ésta una característica sólo del argentino, si hemos de observar los ejemplos de la historia. Mussolini, Hitler, Perón, no hubieran triunfado de no existir esta condición humana. Perón dijo (sinceramente o hipócritamente, no importa): “mi único heredero es el pueblo”, y ese pueblo se dedicó denodadamente a buscar a un hombre que lo liberara de la atroz tarea de continuar la tarea del líder.
A él ahora le pasaba lo mismo. Había heredado un pequeño imperio y, en vez de democratizarlo, estaba tratando de buscar a otro emperador de reemplazo.
Muchas veces había criticado aquella frase convertida en un clásico argentino: “aquí lo que hace falta es un dictador”, sin reparar que ya habíamos tenido varios dictadores y el resultado fue más bien nefasto. La gente añora las épocas de paredes limpias, sin pintadas de proselitismo político y no repara que las pintadas políticas estaban ausentes porque no había política ¿Por qué los cambios revolucionarios que imponen las dictaduras, no pueden ser implementados por los cuerpos legislativos?
Sin tener conocimientos sociológicos ni políticos, ni haberse interesado previamente en esos temas, inició sin saberlo, un sistema socialista que más tarde habría de repercutir fuertemente en la incipiente organización creada en Villafañe.
En cada una de las empresas de su propiedad, eligió a varios de los trabajadores y formó con ellos un grupo de conducción en el que, en principio, se reservó la gerencia general. De cada uno de esos grupos se eligió una persona que lo representara y con ellos integró el directorio de una empresa madre que sería la encargada de ejercer el comando general de todas las demás empresas, incluyendo la explotación de los campos cerealeros.
Intuyó que la base esencial de la democracia no era sólo poder elegir sino, además, poder gobernar. Con la ayuda de un abogado y un contador, constituyó cinco sociedades anónimas dependientes de la empresa madre, repartiendo por partes iguales entre los obreros, el 50 % de las acciones, contrariando la opinión de los profesionales asesores, que recomendaban que él conservara el 51 %.
De esta manera, y contra los pronósticos que le auguraban una pronta ruina, las empresas fueron creciendo a medida que los ex empleados fueron tomando conciencia de su nueva condición de patrones. Porque en otra intuición que tuvo de cómo debía ser la democracia, previó un sistema de perfeccionamiento y de ascenso que daba posibilidad a todos de incluirse dentro de la conducción. Era una aristocracia –gobierno de los mejores– con acceso libre.
Llegado a ese punto, creyó que era el momento de poner en práctica su proyecto de alejarse del mundo conocido. No era su intención tomar los hábitos, ya que eso le significaría entrar en la órbita de otro dominio. Pensó en el campo de Formosa que había heredado y que no conocía, pero que le parecía lo más exótico para cumplir el propósito de ostracismo.
Preparó todo lo necesario para el viaje y, antes de partir, fue a ver al albacea de su tío al que contó su plan y le encargó que se hiciera cargo de sus intereses. Era un escribano que frisaba los setenta años, con una sonrisa bonachona y una amabilidad sin afectaciones.
— Conozco el campo donde piensa ir a vivir.— le dijo una vez firmados todos los poderes — Le advierto que es un pedazo de monte en medio del monte. No tiene más que un pequeño claro en el medio, un “rosao”, como dicen allá. No hay ninguna construcción, por lo que debe estar dispuesto a alojarse en alguna pensión de la zona, si es que la hay, o vivir en una carpa hasta que se construya algo.
Extrañamente le pidió un favor.
— He conocido un grupo de gente en un pueblo cercano a su propiedad, quisiera que me mantuviera informado sobre sus actividades. Eso sí. Le pido la misma discreción que yo guardaré sobre sus planes.