martes, 22 de julio de 2008

CAPÍTULO XXV.

Mientras Claudia quedó en la casa, se puso a arreglar los papeles que Estrada, con su costumbres de viejo soltero, no había podido acomodar desde que se mudara, y quizás desde antes. No pudo evitar ir leyendo las anotaciones que el flaco fue haciendo a través de muchos años. Había una carpeta donde estaban recopiladas algunas frases que en su momento lo habían conmovido. Uno de los escritos le hizo comprender a Claudia el porqué este viejo anarquista se empeñaba en instituir una sociedad con plena participación de todos. Decía:
Graffiti en la Universidad de Berkeley:
Yo participo
Tú participas
Él participa
Nosotros participamos
Vosotros participáis
Ellos deciden

A medida que iba leyendo, Claudia de emocionaba, reía o se entristecía; tales eran los cambiantes estados de ánimo de Estrada. Se llenó de ternura al descubrir un escrito en el que el flaco abría una brecha de debilidad en ese hombre de personalidad aparentemente tan firme. No estaba segura de que le perteneciera, pero sólo el hecho de recopilarlo, le daba un valor autobiográfico:
La Vejez
“Dados los progresos de la ciencia médica, uno no tiene bien claro cuándo comienza a ser viejo. Hace poco llegué a la conclusión de que, independientemente de la edad, la vejez llega cuando se deja de tener proyectos. Cuando los pensamientos están puestos en ayer, más que en mañana.
A continuación de lo que dije, debería estar hablando de los proyectos que tengo, como para decir que no soy viejo. Pero en estos momentos, los que tiran más que una yunta de bueyes, son los recuerdos.
Por eso, cuando tengo que contar mi vida, en vez de decir que tengo 55 años, y alegrarme de que por fin tengo la familia que el destino me tenía reservada, pienso en una remotísima infancia en el barrio de Barracas, con las chatas entrando al corralón donde vivía, como diría Homero Manzi. O los viajes en tranvía, o el recuerdo de un agente de policía de mangas blancas dirigiendo el tránsito desde una garita en el medio de la avenida.
Pero como, por quién sabe que urgencia psicológica, debo decir ya quien soy, avanzo en la infancia cuasi campesina, cazando cuises al costado de la vía, o visitando a nuestra familia pobre que vivía en un gran Buenos Aires que todavía era campo, donde ayudaba al abuelo en el ordeñe de las pocas vacas que eran su única fortuna. Apuro el tranco para no tener que pensar en esas pequeñas cosas que se han perdido y que hacen que lloremos cuando nadie nos ve (la cita es de Serrat).
¿Me estoy describiendo como viejo? Es posible. Un poco porque nunca creí que el término fuera peyorativo, y otro poco para eludir la responsabilidad de sentirme joven, porque eso me obligaría a una vitalidad que ya no poseo.
De todas maneras, ¿cómo creerme joven cuando, haciendo cuentas, descubro que hace más de treinta años que vivo en el mismo barrio de Flores, en la ciudad de Buenos Aires, de la República Argentina, en América del Sur? (Cuántas pertenencias ¿No?). Aunque a veces me pregunto si es realmente el mismo barrio, aquel que todavía era el suburbio y éste, donde los pibes no tienen ni un miserable potrerito para jugar al fútbol.
Las noches ya no están pobladas de ilusiones y proyectos sino de nostalgias. Como decía don Quijote: “¡Oh, memoria! ¡Enemiga mortal de mi descanso!” Ya sé que hago mal, pero en vez de alegrarme con la tranquilidad que siempre tuve cuando se trataba de lograr la subsistencia o con este nuevo proyecto que me da la oportunidad de terminar mis días siendo concretamente útil a la humanidad, en vez de alegrarme por todo eso –digo– recuerdo a mi vieja, que ya no está, a mi viejo, que ya no está, a mis hermanos, que ya no están y a otros muertos queridos que me persiguen.
Y analizo si ese pensamiento es propio de la vejez o es una obsesión temprana que aflora con los años. Una vez escribí:

Cuando había un futuro
y un deseo vivo
de tener futuro.
(........)
Cuando no había tumbas
(o las tumbas eran ajenas)
Fue por entonces
que aprendí a morirme.
(......)
Cuando el aroma del cedrón
fue tomando gusto a nostalgia
reconocí recién
el valor de la muerte.

Soy consciente que durante toda la vida he utilizado a la poesía como un recurso estético para decir lo que no quiero que entiendan. Pero también para expresar los grandes proyectos de vida que me quedan:

Al llegar mi muerte
repetiré la urgencia de pensar un sueño,
de soñar un verso, de inspirar un beso.

Pongamos en limpio la cosa. Me aproximo a ser un sexagenario con más nostalgias que ilusiones, con más recuerdos que proyectos. Simulo un entusiasmo que ya no tengo y me siento a un costado del camino que conduce a las utopías.
No sé si el descanso será hasta que se confunda en el otro descanso infinito pero, al menos hoy, estoy muy fiacún.

Sonrió Claudia al leer ese final que quiso poner un toque de humor en el relato existencial dramático que hizo Estrada. Se prometió a sí misma olvidar ese lapsus que tuvo el ideólogo de la fundación recientemente creada, y que lo mostraba en su fase más íntima. Era como aquel que descubre a una persona desnuda y simula no haberla visto para no avergonzarla.
Al encontrarse en el espacio, ni se arrepintió ni sintió temor, pero comprendió que había quemado las naves para estar con el amigo. Era extraño. Hasta hace muy poco no era más que un compañero de trabajo que se entrenaba con él para la misión encomendada; ahora estaba ofreciéndole su vida. El poco tiempo en que habían compartido la soledad del espacio, les sirvió para convertirse en uno. ¿Sería eso lo que necesitaban los humanos para lograr la fraternidad? ¿Les haría falta un poco de soledad compartida?