Pedro y Felipa extrañaron mucho a sus amigos. Trataron de iniciar una acción destinada a preparar a los futuros reclutas, pero la falta de experiencia terminó deprimiéndolos y supusieron el fracaso anticipado de la misión.
Era evidente que sus tareas en el grupo debían ser otras, pero no acertaban a encontrar cuáles eran. Sin embargo, sin que lo notaran, en el pueblo iba creciendo la sensación de que alrededor de Villafañe se estaba gestando un poder invisible destinado a proteger a sus habitantes de las amenazas externas. Pero nada era explícito. Algunos, los más instruidos, comenzaban a hablar de “ellos”, cuando se referían a los que antes, y en todas partes del país, se les llamaba “los de arriba”. Ya estaban sospechando que no sólo los gobernantes eran los causantes de sus males. Que había en las sombras un Poder mayor, responsable intelectual de los manejos del poder visible.
La comunidad que se iba creando alrededor de la Fundación todavía no explicitada, cumplía todos las normas de las aldeas primitivas, donde sus habitantes compartían cosas y donde la propiedad privada era algo inexplicable.
Así y todo debían cumplir con las normas y usos que se imponían en un país y una provincia jurídicamente constituidas.
Ajenos a lo que se producía a causa de su prédica pero a sus espaldas, Pedro y Felipa se entregaban de lleno a las tareas propias de la chacra. Quisieron formalizar su unión y quedaron legítimamente casados en el registro civil del pueblo.
Felipa quiso también consagrar su matrimonio ante Dios y se lo propuso Pedro.
— No me quita el sueño el no estar casado por la Iglesia, pero tampoco me molesta hacerlo, si ese es tu deseo — contestó él.
Uno de los domingos en que habitualmente venía el cura a celebrar la misa, fue a pedir fecha para el casamiento pero obtuvo una respuesta negativa.
— Ya me enteré que hace rato que viven juntados — le dijo el cura — así que no vas a pretender ahora que yo convalide tu pecado.
—¡Pero padre! ¡Lo que justamente quiero hacer es dejar de vivir en pecado!
— Te hubieras acordado antes.
Contrariamente a lo que era habitual en ella, Felipa reaccionó violentamente.
—¡Pues ahora voy a vivir tranquila en el pecado, porque no es mi culpa, sino suya!
Y salió de la sacristía con toda la furia. Ya en la puerta se volvió como para dar un remate.
— Tal vez quiera casarme el pastor evangelista.— y dio un portazo como para no darle oportunidad a una respuesta.
Estaba furiosa como nunca lo había estado. Tenía la religión muy dentro, a fuerza de las periódicas prédicas de las monjas y la amenaza de hacerse evangelista que hizo, no tenía cabida en su espíritu. Pero no iba a ser un cura reaccionario el que impidiera su matrimonio.
La ocasión se le presentó una vez que fueron al santuario de Itatí, en Corrientes. En la homilía se alertó a los fieles sobre los peligros de vivir en concubinato. Al terminar la misa Felipa fue a hablar con el oficiante y alabando el sermón, le pidió que los casara. El cura, halagado de que su palabra hubiera causado tan beneficiosos efectos, preparó todos los papeles y, en una ceremonia íntima, celebró el casamiento.
Así, formalmente casados ante Dios y ante los hombres, siguieron su tarea aglutinante.
Una incorporación importante fue la de Ángel Rodríguez que ingresó a la lucha con toda su familia. Era el mecánico que le había arreglado la camioneta en el tiempo de la inundación y del que se había hecho cliente. Ángel ignoraba las realidades en que se manejaban Los Otros, pero trabajaba como un iniciado en esos secretos.
Su mujer, Nila, había nacido en Villafañe, pero a los quince años la llevaron a vivir a Buenos Aires. Por entonces se prometió volver a sus pagos y lo hizo ya casada y con dos hijas: Silvia y Mariana.
Ángel era muy bueno en su profesión y había preparado un viejo furgoncito DKW con el que habían venido desde Buenos Aires y que les sirvió de casa hasta que pudieron instalarse en un rancho casi pegado al Riacho Negro. Los comienzos fueron duros. Comían lo que preparaba una familia amiga en cuyo terreno habían instalado la DKW. Un día a Ángel le dieron la changuita de cambiar el piso de un Citrôen. Cobró diez pesos. Con ellos Nila amasó facturas de panadería, que en Villafañe no se conocían, las vendió y duplicó la ganancia. Su “creación” fue un éxito en el pueblo, por lo que siguió amasando hasta que Ricardo Feldman le ofreció unos pesos diarios para que preparara las facturas en su panadería.
Incorruptible hasta el estoicismo, Ángel era el tipo de argentino que Estrada había imaginado para el futuro. Tozudo cuando trataban de sacarle algo a la fuerza, pero generoso cuando se trataba de dar porque sí.
Una noche en que todos se entretenían explicando qué haría cada uno si de pronto recibiera una gran fortuna, Ángel hizo reír a todos.
— Yo la cargaría en una camioneta e iría al campo. En cuanto encontrara a un tipo carpiendo el surco, agarraría un fajo de billetes y se los regalaría.
—¿Por qué vas a hacer eso?— le preguntaron casi a coro.
— Porque cuando estoy en la chacra carpiendo y pensando en las necesidades que tengo, me conformo diciendo: “Tal vez ahora pase un tipo en una camioneta llena de plata y me regale un fajo de billetes”. Yo quisiera que a alguien se le haga realidad mi sueño. No tanto por generoso sino porque así no me parece que sea tan irrealizable.
Pedro pensó en el tiempo en que era Sergio, cuando unos hombres –porque si– fueron a su casa a dejarle un paquete con dinero.
Era evidente que sus tareas en el grupo debían ser otras, pero no acertaban a encontrar cuáles eran. Sin embargo, sin que lo notaran, en el pueblo iba creciendo la sensación de que alrededor de Villafañe se estaba gestando un poder invisible destinado a proteger a sus habitantes de las amenazas externas. Pero nada era explícito. Algunos, los más instruidos, comenzaban a hablar de “ellos”, cuando se referían a los que antes, y en todas partes del país, se les llamaba “los de arriba”. Ya estaban sospechando que no sólo los gobernantes eran los causantes de sus males. Que había en las sombras un Poder mayor, responsable intelectual de los manejos del poder visible.
La comunidad que se iba creando alrededor de la Fundación todavía no explicitada, cumplía todos las normas de las aldeas primitivas, donde sus habitantes compartían cosas y donde la propiedad privada era algo inexplicable.
Así y todo debían cumplir con las normas y usos que se imponían en un país y una provincia jurídicamente constituidas.
Ajenos a lo que se producía a causa de su prédica pero a sus espaldas, Pedro y Felipa se entregaban de lleno a las tareas propias de la chacra. Quisieron formalizar su unión y quedaron legítimamente casados en el registro civil del pueblo.
Felipa quiso también consagrar su matrimonio ante Dios y se lo propuso Pedro.
— No me quita el sueño el no estar casado por la Iglesia, pero tampoco me molesta hacerlo, si ese es tu deseo — contestó él.
Uno de los domingos en que habitualmente venía el cura a celebrar la misa, fue a pedir fecha para el casamiento pero obtuvo una respuesta negativa.
— Ya me enteré que hace rato que viven juntados — le dijo el cura — así que no vas a pretender ahora que yo convalide tu pecado.
—¡Pero padre! ¡Lo que justamente quiero hacer es dejar de vivir en pecado!
— Te hubieras acordado antes.
Contrariamente a lo que era habitual en ella, Felipa reaccionó violentamente.
—¡Pues ahora voy a vivir tranquila en el pecado, porque no es mi culpa, sino suya!
Y salió de la sacristía con toda la furia. Ya en la puerta se volvió como para dar un remate.
— Tal vez quiera casarme el pastor evangelista.— y dio un portazo como para no darle oportunidad a una respuesta.
Estaba furiosa como nunca lo había estado. Tenía la religión muy dentro, a fuerza de las periódicas prédicas de las monjas y la amenaza de hacerse evangelista que hizo, no tenía cabida en su espíritu. Pero no iba a ser un cura reaccionario el que impidiera su matrimonio.
La ocasión se le presentó una vez que fueron al santuario de Itatí, en Corrientes. En la homilía se alertó a los fieles sobre los peligros de vivir en concubinato. Al terminar la misa Felipa fue a hablar con el oficiante y alabando el sermón, le pidió que los casara. El cura, halagado de que su palabra hubiera causado tan beneficiosos efectos, preparó todos los papeles y, en una ceremonia íntima, celebró el casamiento.
Así, formalmente casados ante Dios y ante los hombres, siguieron su tarea aglutinante.
Una incorporación importante fue la de Ángel Rodríguez que ingresó a la lucha con toda su familia. Era el mecánico que le había arreglado la camioneta en el tiempo de la inundación y del que se había hecho cliente. Ángel ignoraba las realidades en que se manejaban Los Otros, pero trabajaba como un iniciado en esos secretos.
Su mujer, Nila, había nacido en Villafañe, pero a los quince años la llevaron a vivir a Buenos Aires. Por entonces se prometió volver a sus pagos y lo hizo ya casada y con dos hijas: Silvia y Mariana.
Ángel era muy bueno en su profesión y había preparado un viejo furgoncito DKW con el que habían venido desde Buenos Aires y que les sirvió de casa hasta que pudieron instalarse en un rancho casi pegado al Riacho Negro. Los comienzos fueron duros. Comían lo que preparaba una familia amiga en cuyo terreno habían instalado la DKW. Un día a Ángel le dieron la changuita de cambiar el piso de un Citrôen. Cobró diez pesos. Con ellos Nila amasó facturas de panadería, que en Villafañe no se conocían, las vendió y duplicó la ganancia. Su “creación” fue un éxito en el pueblo, por lo que siguió amasando hasta que Ricardo Feldman le ofreció unos pesos diarios para que preparara las facturas en su panadería.
Incorruptible hasta el estoicismo, Ángel era el tipo de argentino que Estrada había imaginado para el futuro. Tozudo cuando trataban de sacarle algo a la fuerza, pero generoso cuando se trataba de dar porque sí.
Una noche en que todos se entretenían explicando qué haría cada uno si de pronto recibiera una gran fortuna, Ángel hizo reír a todos.
— Yo la cargaría en una camioneta e iría al campo. En cuanto encontrara a un tipo carpiendo el surco, agarraría un fajo de billetes y se los regalaría.
—¿Por qué vas a hacer eso?— le preguntaron casi a coro.
— Porque cuando estoy en la chacra carpiendo y pensando en las necesidades que tengo, me conformo diciendo: “Tal vez ahora pase un tipo en una camioneta llena de plata y me regale un fajo de billetes”. Yo quisiera que a alguien se le haga realidad mi sueño. No tanto por generoso sino porque así no me parece que sea tan irrealizable.
Pedro pensó en el tiempo en que era Sergio, cuando unos hombres –porque si– fueron a su casa a dejarle un paquete con dinero.