sábado, 26 de julio de 2008

CAPÍTULO XXI.

A los organizadores les cuesta mucho imaginar un día donde no esté todo planificado. En el riguroso mundo “anarquista” del flaco Estrada, no podía admitirse. Hacía ya muchos años que planificaba rigurosamente todos y cada uno de los días que le tocó vivir. No concebía que el azar rigiera su vida. Por eso su supuesta libertad no era más que una serie de rutinas que, traducidas a un lenguaje crítico, podían llamarse instinto.
Seguramente fue el azar el que un día lo puso en situación de conocer más profundamente a Sergio Peralta. Pero el azar para él era algo inexistente, todo debía tener una causa lógica y planificada previamente por una mente humana. Como no creía en el gran planificador universal, suponía que todo lo que estaba sucediendo eran derivaciones lógicas de lo que él previamente había planeado. Por eso, cuando encontró en su pieza esa nota firmada como “pobrediablo”, comenzó a preparar cuidadosamente su visita a Formosa, como si fuera la continuidad de su plan.
Cuando regresó de allá, algo se había quebrado en su lógica rutinaria y ya estaba sospechando alguna incidencia de factores ajenos a la voluntad previa. Así y todo, apenas llegado a su pequeño cuarto de pensión, se sentó a trazar intrincados planes que no dejaban minutos sin destino, porque hasta el ocio y las horas destinadas al sueño estaban cuidadosamente predeterminados.
Se propuso entrevistar a tres o cuatro personas a las que podría interesar en el proyecto. Su propósito era harto dificultoso, porque no podía descubrir de inmediato su propósito ante ellas. Tenía que indagar cuidadosamente la ideología de su interlocutor, cosa no demasiado difícil, para luego ir induciendo en él una supuesta manera de actuar o de plantarse frente a las estructuras de poder. Allí aparecía la realidad. Casi todos estamos de acuerdo en que “esto no puede seguir así” o que “tenemos que cambiar las cosas o la humanidad se derrumba”, pero a la hora de tomar medidas, casi todos esperan que sea otro el que las implemente. Lo que necesitaba Estrada eran personas con iniciativa y capacidad de lucha y los que había vislumbrado como candidatos posibles, lo habían defraudado.
A la salida del trabajo fue hasta la estación de Morón a esperar a un hombre que había citado para las tres de la tarde. Era una de sus últimas esperanzas de encontrar entre sus conocidos algún militante para la causa. Conforme a su costumbre, llegó al lugar 20 minutos antes. Esperó en la vereda, al lado de un puesto de diarios. No quiso entrar a ningún bar por miedo a perder el contacto, pero mientras esperaba surgió lo no calculado. Desde un auto, un altoparlante proclamaba arengas que no pudo entender, o no quiso hacerlo pensando que eran consignas de algún partido político. Una joven iba por la vereda distribuyendo un pequeño volante. Cuando llegó a él lo saludó con respeto y le pidió por favor, que recibiera ese papelito blanco que repartía. Estrada agradeció y quedó mirando como proseguía su cortés tarea. Le impresionó esa mujer y le pareció hermosa. Cuando la perdió de vista, leyó distraídamente el folleto. Se titulaba “El arte de la Política” y era una especie de poema entre modernista y barroco donde se superponían los hipérbaton, las hipérboles y los pleonasmos:
El bello arte de la política ha sido desvirtuado por quienes al heroísmo han traicionado.
Inclinados en la pequeñez de su sombra pregonan la ideología de la deshonra.
En la mendicidad de su ambición a las débiles conciencias sobornan.
En el balbuceo de oveja discursiva quitan al hombre la poesía.
Son los constructores de la mendicidad humana, incapaces de iluminar las almas con esperanza.
Hacedores de la oscuridad del dolor, que atentan contra la sonoridad del humano clamor.
Servidumbre arrodillada ante los amos de la economía de avanzada, incapaces de la grandeza del guerrero que lidere la rebelión contra el verdugo financiero.
Sus manos putrefactas marchitan las flores del ideal y al romanticismo le celebran el funeral.
Culpables de la agonía de los pueblos, perdidos en el naufragio nocturno de un mar negro y nauseabundo.
Monos hechos para moverse al compás de una fría melodía invernal, interpretada por el amo del cálculo infernal.
Responsables del saqueo demencial del trabajo, la justicia y la dignidad, doblegando aún más las espaldas de los pobres buscadores del ansiado tesoro del sustento del pan. La tiranía espera la traidora entrega de la más triste delicia que es una humanidad sumisa.
¡Despierten los pueblos del mundo, ya suenan palabras que quiebran las cadenas que aprisionan nuestras almas! Recuperemos el escenario hecho para los hombres gigantes, que inquietan la calma con sus patéticas ocupantes: las bestias rumiantes.
Terminemos con nuestro calvario, el arte de la política es nuestro escenario, porque es la conquista del arte libertario.
La lectura de esa última palabra, le impidió seguir leyendo la referencia a la agrupación o persona que emitía la proclama. Salió casi corriendo a buscar a la mujer que la repartía. La encontró dos cuadras más allá, en la vereda de enfrente, continuando su tarea en la parada de un colectivo. El auto con altoparlante se había perdido en la maraña de coches que se tejía a esa hora y apenas se alcanzaba a oír su voz amplificada, casi diluida por el rumor ciudadano.
Comprendió su torpeza al enfrentarla con rudeza y jadeando por la carrera que necesitó para alcanzarla. Ella pareció no notarlo y le ofreció un volante como si no lo reconociera.
— Ya me diste — le dijo con un tono que parecía recordarle que hacía unos pocos minutos él estaba a dos cuadras de distancia y ella se le había acercado amablemente y le había alcanzado ese mismo inquietante papelito. Después casi la increpó:
—¿Son anarquistas?
Ella vaciló un momento, tratando de descubrir el motivo de la pregunta. El tono de Estrada era violento, escrutador, inquisidor ¿Querría saberlo para reprochárselo o para adherirse a esos principios? Buscó hacer tiempo.
—¿Qué?
— En la última línea de este volante se habla de “arte libertario”. Libertario quiere decir...— de pronto comprendió que estaba separado de esa muchacha por un abismo generacional. Apaciguó el tono — ... bueno, por lo menos en mis tiempos, libertario quería decir anarquista. Lo que quiero saber es si ese es el sentido de tu partido. Bueno, no sé si es una organización o un partido político.
La chica recobró la calma pero no parecía dispuesta a dar muchas explicaciones. Quizás no tenía, en sus escasos conocimientos, muchas explicaciones para dar. Seguía sin comprender el sentido de la pregunta pero quiso no parecer descortés ni evasiva. Intentó una respuesta de compromiso
— Anarquía es una postura algo violenta. Nosotros no tenemos ninguna agrupación ni partido político. Sólo estamos queriendo concientizar a la gente sobre la amenaza que pende sobre la humanidad.
— Claro, quizás mi edad me hace ver las cosas distintas y esté hablando de mundos que ya no existen.
— Es lo que necesitamos los jóvenes: personas que como usted vean la realidad desde otra distancia y con otra experiencia.
Se dio cuenta que con estas pocas palabras lo estaba acercando pero lo mantenía a distancia. La perorata que siguió perdió interés para Estrada. Ella lo saludó con un beso y le dijo que se llamaba Adriana. La vio alejarse entre la gente buscando el auto que la había traído y que había dado vuelta a la manzana alcanzándola unos metros más allá.
Recordó la cita que lo había llevado a Morón y volvió a la esquina donde había recibido el volante. Nadie lo esperaba. Miró su reloj. Eran las 3 y 20. Podía haber pasado cualquiera de estas dos cosas: que el citado hubiera sido extremadamente puntual y que diez o quince minutos después de la hora convenida se hubiera ido indignado por la impuntualidad de quien lo había citado, o que fuera un irresponsable que llegaba más de 20 minutos tarde. De todas formas la entrevista había perdido interés para él y decidió volver a casa.
Distintas circunstancias del trabajo y dificultades personales lo llevaron a olvidarse por un tiempo de la misión que se le había encomendado. Sin notarlo fue reemplazando las actividades tan meticulosamente planeadas, hasta que olvidó por completo el esquema que se había propuesto. Pero, como respondiendo a un fatalismo ineludible, después de algunos meses retomó el sentido místico que lo había entusiasmado y se propuso hacer todos los trámites para registrar la Fundación que habían planeado.
Para hacerlo necesitaba encontrarse con Claudia, con la que había perdido contacto desde que regresaron a Buenos Aires. Buscó el papelito donde anotó la dirección de la pensión donde la había llevado, pero no lo encontró. En esa búsqueda en sus ropas, se volvió a topar con el volante que proclamaba el retorno al “arte libertario”, y lo metió distraídamente en el bolsillo.
Aunque no encontró la dirección, no le resultó difícil llegar hasta la pensión. Subió las empinadas escaleras de mármol después de haber traspuesto la cancel que tenía una sola hoja abierta. Le preguntó por Claudia a una mujer con unos años y unos kilos de más, que pasaba un barroso trapo por el piso del amplio pasillo central.
— Se fue — le contestó la mujer desganadamente y prosiguió con un reproche – Lo bueno hubiera sido que antes de irse hubiera pagado lo que debía.
Estrada quedó como golpeado en medio del hall de ese primer piso. Supuso, acaso sin fundamentos, que Los Otros habían dado con ella y la habían secuestrado ¡acaso matado! Y si no ¿Por qué iba a irse sin pagar cuando le habían dado suficiente dinero como para mantenerse con holgura todo el tiempo que permaneciera en Buenos Aires?
La mujer hizo un gesto de impaciencia mostrando que su presencia en el lugar la molestaba en su propósito de terminar la limpieza del piso.
Bajó desorientado la escalera y quedó por un rato en la vereda. No sabía dónde empezar a buscar. Ignoraba totalmente las costumbres de Claudia. Durante el viaje le había contado vagamente su etapa de pordiosera en Rosario pero no le quiso preguntar los porqués. Suponía que cuando alguien no contaba a otro algo, era porque no quería hacerlo. Las preguntas que sacaban historias de lo recóndito de la subconsciencia, las dejaba para los psicoanalistas, a los que consideraba modernos inquisidores.
La inercia lo llevó a caminar varias cuadras por calles casi desiertas. Estaba en el viejo barrio de San Telmo. En lo que hoy son casas a punto de derrumbarse, con ropas rotosas secándose en los balcones, dos siglos atrás se había gestado lo intelectual de nuestro país. La epidemia de fiebre amarilla hizo que la alta sociedad abandonara precipitadamente sus lujosas residencias estableciéndose en la zona norte de la ciudad, quedando en esas casas los negros que antes eran esclavos y luego sirvientes de los opulentos señores. Más tarde, lo que fuera el barrio de los negros, se convirtió simplemente en el barrio pobre de los pobres.
Dos mujeres jóvenes charlaban en la puerta de una casa. Al pasar por allí, una de ellas lo llamó.
— ¡Diez pesos!
— Quince las dos — ofreció desfachatadamente la otra.
Un poco más allá encontró a Claudia. Le costó reconocerla porque estaba muy sucia y dormitaba sentada en la vereda y apoyándose contra la pared descascarada. A su lado había una botella vacía que denunciaba el origen de su borrachera. No supo qué hacer. Se alejó rápidamente evitando que lo viera.
¡Pobre Claudia! Ellos, sus amigos revolucionarios, los que habían pensado en salvar a la humanidad de la opresión, ni siquiera tuvieron la precaución de lograr para ella un tratamiento que la curara de su alcoholismo.
Otra vez pensó en la intervención de Los Otros. La eliminación de uno de sus enemigos les había resultado fácil. Seguramente bastó el acercamiento de alguna bebida alcohólica para que Claudia cayera nuevamente. Eso significaba algo aún más inquietante: Los Otros estaban ya sobre su pista. Conocían la conspiración que estaban tramando contra ellos y utilizaban sus mañas solapadas para contrarrestarla. Pero no era culpa exclusiva de Los Otros esta pérdida de una de las militantes. Ellos deberían haber calculado varias contingencias y no lo hicieron. ¿Qué hacer ahora? ¿Reemplazar a Claudia?
Sin saber que resolución tomar, metió sus manos en los bolsillos encontrando el volante de los supuestos anarquistas. Recordó a la chica que los repartía en Morón. ¿No querría ella...? Casi sin notarlo, se encontró viajando hacia Lomas del Mirador, buscando la dirección que figuraba en aquel papel.
Era un barrio de nivel económico de medio hacia abajo. Calles de tierra eran atravesadas por otras con un pavimento económico, con grandes baches. Como era habitual, infinidad de perros le ladraban a su paso. Los escasos transeúntes apenas le prestaban atención, aunque imaginó que la indiferencia demostrada era sólo para disimular su inquietud. No había señales que indicaran el nombre de las calles. Le preguntó a una señora que barría la vereda, por la casa que buscaba, pero ella dijo ignorar cuál era. Logró el dato en un quiosco cercano. Supo que estaba transitando justamente por esa calle y que el número al que quería llegar pertenecía a la casa contigua a la de la señora que barría. No era la primera vez que encontraba ese tipo de negativas. Era una forma de no comprometerse ante forasteros que podrían ser policías. Volvió sobre sus pasos. Cuando la mujer lo vio llegar, entró a su casa apresuradamente para evitar las preguntas o acaso la reprimenda por la información negada. Estrada la imaginó espiándolo entre las cortinas algo entreabiertas.
La casa se distinguía de las otras en que tenía el frente directo a la vereda, sin el jardín que tenían todas las demás. Era muy antigua y estaba pintada a la cal. Llamó con la aldaba de bronce que simulaba una mano. No respondió nadie. Al poco rato, en la otra casa vecina –no la de la señora que barría– apareció un viejo al que le preguntó por Adriana. No tuvo inconvenientes para contestar.
— No la conozco. En esa casa no vive nadie, pero los sábados suele reunirse mucha gente que viene de otro lado. No sé si es una iglesia o un partido político. Venga el sábado y los va a encontrar.