lunes, 7 de julio de 2008

CAPÍTULO XL.


Pedro Olivares, aquel que había llegado a Villafañe como Pedro Peral, aunque en realidad era Sergio Peralta, no llegaba a comprender la metamorfosis que había experimentado. Ni siquiera se planteaba el dilema. Cualquier observador externo, entendido en la materia, podía haber comprobado una esquizofrenia creciente.
Los recuerdos eran confusos y mezclaban los personajes como en sus sueños. A veces recordaba a un Pedro acunando a Mirta en compañía de Felipa y otras se veía como Sergio, viviendo un romance con Silvina, bajo la mirada de Mercedes.
Y en esa confusión comenzó a recordar a Sergio. Pero no al Sergio que él había sido, sino que lo evocaba como a un amigo que había tenido hacía ya mucho tiempo. Algo hacía que hubiera dejado de ser un farsante y fuera realmente Pedro.
Se le hizo habitual la concurrencia a los bailes de los sábados, bailaba el chamamé –que Sergio detestaba– y empinaba algunos vasos de más.
La noche del 24 de junio, cuando se celebraba la fiesta del fuego, llegó a la pista “25 de mayo” con Felipa. Aceptó gustoso el vino que le acercó Marcial con su acostumbrada solicitud. Después no pudo evitar aceptar el convite de don Crispino y él mismo invitó a Néstor, que en vano trataba de que su amigo dejara de beber. Ya estaba un poco picado cuando don Eusebio inició el ceremonial con el clásico:
— Todo aquel que pase estas brasas en el nombre de San Juan Bautista, no se quemará, siempre que tenga fe.
Pedro se sacó las alpargatas y caminó sobre las brasas detrás de don Eusebio, entre los aplausos de la concurrencia que ya había olvidado al hombre que trajo doña Matilde un día de velorio.
Volvió a su mesa a seguir chupando. Felipa intentó llevarlo de vuelta a casa pero él se negó. Enojada se fue a la otra punta de la pista a charlar con una comadre que estaba sola en una mesa.
Pedro se prendió a las bromas que todos hacían a un forastero que no se animaba a pasar las brasas. La sangre mezclada con el vino subió a la cabeza del hombre objeto de las bromas, cuando Pedro tuvo la osadía de gritarle:
— ¡Tarabé!
El forastero echó mano a la cintura pero se detuvo, quizás al ver que estaba ante un hombre desarmado o acaso lo intimidaron los presentes que parecían ser todos amigos de Pedro. Algunos aprovecharon la oportunidad para tratar de disuadirlos de la pelea para la que se preparaban, pero otros acercaron un cuchillo a las manos de Pedro. El forastero no pudo volverse atrás si no quería pasar realmente por una cucaracha, como lo había catalogado el insulto. Tratando de evitar problemas en su negocio, don Eusebio los sacó fuera del local.
La noche estaba fría pero eso no asustó a los que salieron con los contendientes, ansiosos por presenciar el espectáculo que se avecinaba. Algunas mujeres fueron a avisarle a Felipa que, acostumbrada a los gritos y discusiones que se producen en los bailes, no había notado que su marido estaba involucrado en el revuelo.
Como bien decía Martín Fierro: “No hay cosa como el peligro pa’ refrescar un mamao”. Cuando se vio con el cuchillo en la mano recuperó la lucidez. Apenas tuvo tiempo de pensar, porque la daga del otro le partió el labio superior. Casi no sintió dolor, pero saboreó la sangre que se metía en su boca y le chorreaba por las comisuras. Si sobrevivía a este trance le quedaría una cicatriz como de quien había nacido con labio leporino, igual que el verdadero Pedro Olivares.
¡Entonces comprendió todo! Mientras seguía el trágico baile de la muerte, por un segundo volvió a ser Sergio Peralta y en ese instante supo que su espíritu estaba ya con Mercedes y con Mirta. Que había muerto cuando renació Pedro. Toda su vida creyó que tenía una misión que cumplir y recién ahora supo cuál era: prestarle su cuerpo y su vida a ese Pedro que volvió para cumplir su propia misión, la que no había podido completar porque lo mataron en una pelea en el Paraguay.
Pero ya era tarde. Faustino Olivares lo llamaba y no tuvo más remedio que obedecer la orden perentoria de su padre.
Su cuerpo quedaría en Villafañe, en ese pueblo donde había logrado la simbiosis de hombre y tierra.
No se quejó cuando el acero penetró entre sus costillas, llegándole al corazón. Cayó despacito. Ni siquiera alcanzó a escuchar el desesperado grito de Felipa.

FIN